domingo, 6 de enero de 2008

Las Condiciones Posmodernas de la Política

Rigoberto Lanz R.

rlanz@cipost.org.ve

Es preferible la restauración de un viejo pensamiento fundado en un Nuevo Modo de Pensar que la fantasía de los nuevos pensamientos que ocultan la misma vieja manera de pensar.

1- El difícil oficio de pensar... (posmodernamente)

Se dice con frecuencia que la razón Moderna sirvió para unas cosas pero para otras ya no funciona. El lugar desde dónde se piensa, las herramientas epistemológicas que sirven de sustento al pensar humano, así como las relaciones prácticas en las que se tejen las funciones cognitivas, constituyen una matriz socio-cultural que es absolutamente esencial para comprender la naturaleza de un pensamiento, el carácter de las teorías en disputa, el perfil de las corrientes intelectuales en cada coyuntura.

El debate contemporáneo en teoría política no escapa a esta regla básica. Por ello conviene tomar nota del lugar (epistémico) desde donde se postulan las formulaciones en discusión, de la "caja de herramientas" de la que se sirven, de la sensibilidad socio-cultural con la que juegan los enfoques en discusión.

Parece claro que los linderos se han desdibujado y el tráfico de un lado a otro se ha incrementado notablemente. De allí las dificultades para operar con clasificaciones automáticas o con ubicaciones intelectuales demasiado seguras. Autores y conceptos se desplazan sin cesar generando un mapa intelectual difuso e intercambiable. La confrontación no se realiza desde campos muy delimitados sino más bien en la atmósfera de "guerra de movimientos". Ello no hace más que confirmar la complejidad de los mapas intelectuales de hoy, el carácter movedizo del suelo teórico desde donde se piensa, la precariedad de las convicciones que pudieran servir de asiento para creencias más estables.

No obstante, persiste la necesidad de encontrar criterios (transitorios, abiertos, débiles) para caracterizar apropiadamente las concepciones en escena. Sin la pretensión de una calificación rápida pero sin la ilusión de que "todo vale". No podemos recurrir a las viejas fórmulas ideológicas que "resolvían" de antemano estos dilemas de identidad. Pero tampoco podemos decretar la uniformidad de criterios o el consenso falso proveniente del silencio y la perplejidad.

Una cosa es que desterremos los maniqueismos fundamentalistas que sirvieron por tanto tiempo para identificar los territorios en disputa, pero de allí no se sigue que las teorizaciones actuales carecen de topografía epistémica, de herramientas conceptuales o de compromisos con prácticas y lógicas productoras de sentido. Es en este punto preciso donde me gustaría marcar un énfasis: el modo Moderno de pensar, la lógica ilustrada de configuración de saberes, la racionalidad iluminista que está en la base de los modelos

cognitivos predominantes en los últimos tres siglos, todo ello digo, conforma un lugar del pensamiento, una significación particular de nociones, conceptos y categorías, unos contenidos propios de teorías y enfoques, una manera perfilada de asumirse en la sociedad. Es eso lo que en propiedad puede llamarse pensamiento Moderno.[1]

En el seno de ese pensamiento hay desempeños diversos (mejores y peores). No hay un único modo de ser Moderno. Lo que sí parece concluyente es que en los límites de esa Episteme hay cosas que no caben, hay lógicas que se excluyen, hay racionalidades incompatibles, hay modos de pensar que resultan a la postre antagónicos.

Lo que estoy planteando es simplemente que la lógica Moderna del pensar no sirve pare encarar la comprensión de la sociedad posmoderna. Pensar lo posmoderno desde una óptica ilustrada conduce a resultados perfectamente predecibles. Analizar la posmodernización de la cultura en clave Moderna tiene un límite infranqueable. Hacerse cargo de estos condicionamientos de base supone asumir las consecuencias del lugar desde donde se piensa, del significado epistemológico de las matrices con las que se trabaja, del estatuto socio-político de las visiones en controversia. Allí nada es inocente. No hay una sola clave posmoderna de lectura. El pensamiento posmoderno es heterogéneo y de sentidos contradictorios. Allí encontramos toda clase de matices: desde un neoconservadurismo neto, pasando por ciertas candideces en relación con el poder y su entorno, hasta tendencias abiertamente críticas que intentan hacerse cargo de la complejidad de los desafíos que la crítica misma tiene planteada en este tipo de sociedad. La autopostulación de un pensamiento posmoderno crítico no es una garantía de elaboración teórica sustantiva. Es apenas una referencia que permite una percepción matizada del difuso conglomerado del posmodernismo. Se trata de aportar algún criterio para discriminar en la bruma del "todo vale". Va en ello una apelación ética que arrastra todo tipo de dificultades. Pero nos permite de entrada identificar un cierto tono argumentativo, una forma de ética discursiva, que a la postre termina como marca de un modo de pensar. Insisto, de ello no pueden darse garantías. Está por verse si en efecto logra configurarse una lógica de los saberes que pueda albergar la denominación de posmoderna. Sospecho que sí, pero esa intuición a de recorrer (todavía) el complicado tránsito entre lo que se acaba y lo que nace.

2- La transitoriedad de las formas políticas.

Desvanecidos los núcleos duros de la racionalidad Moderna, se instala en el espacio público una atmósfera de fugacidad. Al comienzo ello ha sido vivido como crisis de lo político, como deslegitimación de las formas de gobierno, como ingobernabilidad de los tejidos sociales. Este clima de crisis sigue predominando. El tiempo transcurrido ha sido muy breve todavía. Hay siglos de por medio cuando hablamos de civilización o episteme Moderna. [2]

Las tradiciones culturales se mueven en un tiempo diferente al de los cambios en la política. Estas desiguales cadencias se entrecruzan en las prácticas sociales, en la vida cotidiana, en los tejidos intersubjetivos. La irrupción de lo posmoderno provoca una alteración de los ritmos en ambas dimensiones: tanto en la "evolución" de las tradiciones culturales, como en las velocidades del tiempo político. Podría decirse que la sociedad posmoderna se caracteriza precisamente por la emergencia de otra temporalidad, de una nueva lógica de la transcurrencia, de otra racionalidad histórica. Esta condición cualitativa cristaliza en lo político como nuevo modo de agenciamiento colectivo (F. Guattari), como sociedad empática (M. Maffesoli), como rizomatización de la experiencia intersubjetiva (G. Deleuze), como estrategia de la complejidad (E. Morin).

Este nomadismo de lo político, su disgregación factual, la ausencia de "Centros" que gobiernen la lógica de los actores, constituye un nuevo componente de lo público; no tanto por una crisis momentánea de los lazos Modernos, como por la eclosión de una nueva manera de generalizar valores colectivos, de refundar la ciudadanía, de rehacer la ética de la responsabilidad.

La transitoriedad de los vínculos hace de lo público un espacio móvil y en permanente reconstitución. Al comienzo ello suscita la imagen de la "inestabilidad", pero andado el tiempo nos percatamos de que de lo que se trata es del nacimiento de una sensibilidad que cristaliza en la proxemia posmoderna: una sociedad empática que conduce progresivamente a la configuración de un nuevo" contrato social". Insisto: no como una corrección de rumbo en el trayecto Moderno de la política, sino como la operación de otra carta de navegación.

3- El contenido multicultural del nuevo mapa de la sociedad.

De un tiempo a esta parte hemos observado una agresiva expansión de los temas asociados al multiculturalismo. Hay que decir con toda claridad que la emergencia de esta problemática es un activo político-intelectual de la posmodernidad, (tanto en la dimensión de los movimientos sociales, como en el plano de las postulaciones teóricas). Pero es menester reconocer con igual claridad que hay variadas reivindicaciones del planteamiento multicultural que no pueden calificarse sin mas de "posmodernas". Allí -como en muchos otros campos- hay matizaciones diversas que requerirían de precisiones teóricas más de fondo que nos mostraran los contornos intelectuales de cada planteamiento. Es incontestable que la experiencia antropo-política del multiculturalismo pertenece a la condición posmoderna. Pero las diversas apelaciones multiculturalistas están lejos de ser un coro uniformemente posmoderno.

Pareciera evidente la deuda intelectual de los movimientos multiculturalistas con los aportes de una antropología posmoderna (sobre manera, con aquellas tendencias que se mueven desde la cultura académica norteamericana). [3]En esa dirección se ha conformado en esta última década una cierta tradición teórica que ya tiene raíces y ramificaciones diversas. Creo que esa referencia intelectual constituye hoy un punto de partida básico para sustantivar el debate sobre el multiculturalismo.

La perspectiva multicultural en clave posmoderna ha significado un radical descentramiento de los mitos culturales de Occidente que durante siglos legitimaron variadas modalidades de etnocentrismo, eurocentrismo, antropocentrismo, falocentrismo, tecnocentrismo. No es casual que movimientos tan poderosos por su significación civilizacional como el ecologismo o la irrupción del género coincidan históricamente en el mismo torrente teórico-político del multiculturalismo posmoderno. Se trata de hecho de un pilar esencial de las nuevas realidades que converge junto con otras experiencias emergentes hacia la posmodernización de las prácticas sociales.

En el terreno propiamente político la eclosión de fenómenos socio-culturales como el feminismo, el ecologismo o el multiculturalismo, han tenido un poderoso impacto en la manera de entender las luchas democráticas, en los modos de articular intereses particulares, en la manera de canalizar demandas globales, en la forma de estructurar tejidos intersubjetivos de nuevo tipo, en los modos de vivenciar la nueva socialidad que se expresa en todos lados, en la manera de redifinir el espacio público Moderno.

Es importante enfatizar el planteamiento diferencialista involucrado en la idea misma de multiculturalidad. Es básico que la idea de diálogo multicultural vaya más allá de los protocolos procedimentales y toque profundamente la lógica relacional de la etnicidad, de la comunidad, de la regionalidad, de la "nacionalidad". Todos estos conceptos y experiencias históricas están tocadas irreversiblemente por el clima posmoderno. Cualquier reivindicación atávica de esas formas identitarias conduce fatalmente a anacronismo fundamentalistas, es decir, a la violencia.

Una perspectiva multiculturalista de corte posmoderno no significa una "igualación" etno-estética por decreto. Es absolutamente falso que una genuina democracia cultural sea equivalente a una uniformidad de la sensibilidad estética o una homogenización de las variadísimas y diferentes tradiciones culturales.

El enfoque multicultural se contenta con la reivindicación del pluralismo, la diversidad y la diferencia. Sólo eso. De allí en adelante comienzan los problemas. Uno de ellos, tal vez crucial, es la dificultad mayor de justificar prácticas aberrantes en nombre de la "identidad cultural". No voy a citar ejemplos que supongo ampliamente documentados. Sólo sugiero que debemos ser capaces de ejercer democráticamente una crítica del contenido de ciertas prácticas sociales, independientemente del sustrato cultural que las legitima. El ejercicio hermenéutico para el análisis cultural puede enriquecer nuestra comprensión de esas prácticas, pero en ningún caso puede neutralizar la impugnación de sus contenidos. En nombre de lo multicultural no se puede justificar cualquier práctica. Lo que sostengo es que necesitamos un espesor ético en la democracia desde donde la crítica no se torne automáticamente en racismo o cualquier otro modo de violencia simbólica. Me parece que una cultura política posmoderna abre esa posibilidad de diálogo multicultural, sobre manera, si se postula con fuerza el componente diferencialista de la experiencia estética, su radical diversidad, su innegociable pluralismo.

Tenemos una larga y dolorosa historia de autoritarismo cultural ejercido por el arrogante capitalismo occidental que ha dejado un desastroso saldo de violencia y muerte en todo el globo. Esa lógica no ha desaparecido mágicamente. Lo que está ocurriendo es una lenta torsión y socavamiento de las bases históricas de esos modos de producción de sentido. En eso consiste precisamente el tránsito posmoderno donde hoy nos encontramos.

4- La política posmoderna como nueva forma de socialidad.

En todos los espacios donde se dirimen formas y contenidos de prácticas sociales -el espacio político es uno de ellos- se juega también el problema de los mecanismos y dispositivos de una cierta intersubjetividad. La cuestión de la sensibilidad política alude directamente a los contenidos de la experiencia que sólo pueden ser leídas en el seno de un tejido cultura determinado.

Lo posmoderno en el terreno de la sensibilidad política toca de lleno uno de los rasgos más distintivos de esta nueva era: el cambio de los sistemas de representación, la transformación de los modos de recepción simbólica, la modificación del tiempo de la subjetividad, la alteración de las lógicas identitarias, en suma, una transformación de los mecanismos mediante los cuales se produce, distribuye y consume una cierta forma del sentido.

Lo político, es decir, el espacio público donde se dirimen los conflictos, donde se configuran las formas de socialidad, donde se conjugan las tradiciones, está afectado por las formas de subjetividad predominantes en ciertas sociedades o culturas.

Esta intersubjetividad condiciona de modo fuerte los horizontes del imaginario político, los límites más allá de los cuales se pone en juego la convivencia misma, los umbrales que hacen posible la pertenencia y la gobernabilidad.

Los modos posmodernos de leer el contexto, las claves de inteligibilidad que funcionan en una sociedad culturalmente descentrada, los dispositivos que se ponen en movimiento para recrear los lazos sociales, son contenidos de experiencia que cristalizan en las discursividades. No se trata sólo de vivencias individuales que habitan territorios intransferibles. Nos referimos más bien al tono de una "consciencia" que se nutre de la experiencia instantánea, de la empática de sentir juntos, de la convivencia horizontal, de la fugacidad de las identificaciones, de la fragmentación de las unidades de sentido, de la contingencia de las apelaciones valóricas. Esta sensibilidad traduce una cadencia de los lazos interpersonales, un ritmo de la acción social, una radical fragilidad de los consensos.

Política efímera que juega permanentemente su legitimidad. Formas institucionales en constante tensión pues no están allí por mandato de alguna evolución universal ni como consecuencia de alguna sustancia metafísica que las justifique. Las formas políticas tradicionales no tienen más opción que revisarse, cuestionarse, transformarse. Toda la majadería sobre la "universalidad" de la democracia, por ejemplo, tiene que ser resituada en el contexto de una sensibilidad posmoderna que no se asume solo como postulación estética sino como contenido de una nueva experiencia, como dispositivo de subjetividad, como mirada, como pulsión gregaria, como clima para los nuevos nexos. Desde allí las ideas tradicionales de participación, responsabilidad, ciudadanía, quedan intervenidas por estos nuevos contenidos socio-culturales.

5- La diseminación de los contenidos "duros" de los valores políticos ilustrados.

Uno de los efectos más visibles del proceso objetivo de posmodernización de la cultura es la evaporación simbólica de valores políticos movilizados en el pasado sobre la premisa de una voluntad orgánica. Ideas - fuerza como "igualdad", "libertad", "fraternidad", o sus derivados en este largo trayecto de la Modernidad que termina: "Justicia", "participación", "equidad", "gobernabilidad", han funcionado históricamente como articuladores de la conciencia colectiva, como cemento de las tradiciones democráticas, y en mayor medida, como dispositivos para el agenciamiento del poder de sus márgenes de negociación, de sus opacidades, de las formas enmascaradas o brutales de la violencia: en el mundo del trabajo, en el espacio público, en las instituciones de la cultura, en el espacio médico, en el discurso jurídico, en los intercambios etno-religiosos, en el espacio carcelario, en las relaciones de parentesco, en el universo de la dietética y la cosmética, en las prácticas de la sexualidad, en la institución psiquiátrica, en la administración del tiempo libre, en la manipulación del consumo.

Lo que se constata es un claro debilitamiento de la fuerza de esos valores políticos, un achatamiento de su poder discriminatorio, una crisis generalizada de su antiguo poder de legitimación de los sistemas políticos.

En ningún caso se trata de una extinción o de la "muerte" de la configuración valórica de la Modernidad. La experiencia histórica muestra con reiterada terquedad que las tradiciones, las costumbres, los idearios, los modos de hacer y de pensar están en constante ebullición. Sus permanencias y mutaciones no obedecen a ley alguna. Las transformaciones culturales se inscriben en registros no lineales, no deterministas. Sabemos pues que los cambios culturales se producen en contextos de extrema relatividad.

Lo mismo podría afirmarse en lo tocante a la cultura política. La pervivencia de ciertos prototipos valóricos -unos y no otros- está asociada a complejas combinaciones de contingencias, de historícidades relativas, de procesos singulares, de fenoménicas cuya contextualización es más comprensiva que explicativa.

La Modernidad política, empero, se caracterizó en los últimas dos siglos por la cristalización de un cierto ideario que adquirió en la vida práctica el tono de una tendencia "universal"; la fuerza de un sentido común arraigado en pueblos enteros, el espíritu de una valoración trans-social capaz de habilitar consensos más allá de las contradicciones y antagonismos fundados en estructuras de violencia y exclusión.

Lo que se ha evaporado es precisamente esta capacidad automática del modo Moderno de instauración de lo político para concensuar el conflicto, para gobernar las contradicciones. Lo que ha entrado en crisis de un modo tal vez irreversible es la inercia de los valores políticos de la Ilustración para imponerse como modelo "universal" y único de la convivencia humana.

Esa crisis, es bueno recordarlo, no es producida por la disputa de concepciones o por el choque de tendencias. En un primer momento el fin de la Modernidad obedece a la implosión de su propia entropía. Es su agotamiento mismo lo que desvanece sus antiguas fortalezas. [4]

La crítica explícita a la razón política Moderna siempre existió. A ella no puede atribuirse el colapso de la Modernidad como episteme, como civilización, como lógica del sentido. Del mismo modo, sería un simplismo asignarle a la crítica posmoderna de la Modernidad el poder de disolución de sus solideces. Desde luego, esta crítica algún efecto ha tenido, pero en ningún caso puede traspolarse al punto de una explicación de la caída del gran relato Moderno.

6- La radicalización de los juegos, de los roles, de los desempeños

Las condiciones posmodernas de la política deben ser leídas como fenomenología de la experiencia, como reapropiación de las prácticas emergente en un contexto de crisis, como síntomas del acontecimiento socio-cultural de esta época. No se trata de una postulación que busca ser contrastada con tantas otras postulaciones. Desde luego que hay un enfoque posmoderno de lo político (con sus claves, sus tonos y sus proposiciones). Pero ello no debe ser confundido con un cierto estado de cosas que constituye el proceso objetivo de posmodernización de la sociedad. [5]

La emergencia de una nueva sensibilidad no es sólo constatable en el terreno de los agenciamientos estéticos, es también la capacidad de los individuos -ya no como "Sujetos"- para atravesar fronteras, para imaginar nuevas formas, para vivenciar otras prácticas. Esta ebullición de la experiencia (por encima de los cascarones institucionales que aparentan estabilidad) es síntoma elocuente de lo que está naciendo. Más que la constatación periodística de la crisis de la sociedad, es la señal de una irrupción, de una discontinuidad, de una transfiguración.

Esta nueva sensibilidad eclosiona germinalmente como explosión del desempeño, como cierta performatividad, como fiesta de roles, como lúdica social. El mundo de la organización es tal vez el ámbito privilegiado para apreciar en toda su magnitud la revolución en marcha. La mecánica de la organización jerárquica ha sido destronada, la autoridad fundada en el status ya no se sostiene, la gestión despótica ha sido abandonada por la nueva lógica del trabajo; el darwinismo tecnológico instaurado ha barrido con las formas organizacionales Modernas. ¿Cómo impacta a la política todo este proceso?.

Como era de esperarse, el espacio político está tocado por la dinámica organizacional que inaugura lo posmoderno. Se trata de un proceso inescapable que reconfigura la vieja idea de participación y de pertenencia. Los fenómenos tradicionales de "liderazgo", "administración política" o "gestión pública", están siendo aceleradamente transfigurados por nuevas realidades que hablan en primer término del desempeño, de la horizontalización, de la organización compleja, de la pertinencia eco-sistémica, de la autoperformatividad.

Los nuevos impulsos gregarios son vividos como apuesta individual, como puesta en escena de la multiplicidad de capacidades, como tejido abierto de interacciones inteligentes, como rebasamiento de toda localización física de las prácticas sociales, como creciente virtualización del imaginario colectivo.

La gestión política se reformula profundamente en la doble tensión de un proceso indetenible de posmodenización de la experiencia individual y social y de una creciente presencia de un pensamiento propositivo que se asume abiertamente como visión del mundo posmoderno.

7- La radicalización de la experiencia individual como estrategia compleja

La decadencia de las formas políticas tradicionales que sirvieron en el pasado para justificar el modelaje ciudadano, para viabilizar mecanismos de poder, para manejar territorios poblados bajo la figura del Estado-Nación, ha abierto la brecha para el agenciamiento de otras formas de identificación colectiva que van aparejadas con la aparición de actores sociales inéditos, de demandas políticas de nuevo tipo, con otras formas de construcción de consentimientos -transitorios y móviles- alejados del viejo formato de la "ideología" o el "proyecto".

Ello es posible gracias a una radicalización de la experiencia individual de cara a la vieja política y sus máscaras institucionales. Esta tendencia es leída por el viejo liberalismo (de derecha y de izquierda) como narcisismo consumista, como nihilismo, como pasiva reclusión en los confines de la privacidad.

Andado un trecho, queda más claro hoy que este individualismo puede ser una estrategia complejade construcción de otra socialidad pues no viene sólo: le acompaña toda la revolución micrológica que está eclosionando como nuevos dispositivos intersubjetivos, como reequipamiento tecnológico, como re-equipamiento discursivo. El nuevo individualismo no puede verse como una extensión mecánica del "individualismo burgués". Se trata de otra experiencia producida en un contexto en transfiguración. No apreciarlo puede que produzca un tranquilizante para la consciencia Moderna, pero tarde o temprano terminará por imponerse como evidencia... y entonces ya será demasiado tarde.

8- La desjerarquización de los intercambios simbólicos

Como parece evidente hoy día, en el amplio territorio de lo organizacional se está produciendo una "revolución silenciosa" en lo que respecta al destronamiento de las jerarquías y los status. Ese proceso está conectado a un rasgo cultural del tiempo posmoderno: la horizontalización de los intercambios simbólicos.

Se trata de una tendencia creciente que es recreada en la experiencia, en la vida cotidiana de la gente. Se ha producido un estallido de las centralidades culturales que abre diversos caminos para la comunicación intersubjetiva. No hay una completa disolución del poder cultural jerarquizado. Se trata, por ahora, de una transfiguración de las prácticas culturales en donde el efecto de desjerarquización relativa tiene una importancia decisiva.

Este fenómeno no se hace plenamente visible en la actualidad por la sobreposición del consumo como práctica inmediata ("universalizada" bajo la égida del marcado y la expansión "infinita" de la producción tecno-científica). En la omnipresencia del consumo se juega hoy -de modo borroso e intermitente- el proceso de transversalización de los intercambios simbólicos, la extensión horizontal de la vasta superficie de los discursos, de las tradiciones culturales, de los nuevos agenciamientos estéticos. Contribuye a ello de un modo contundente la implantación de nuevos dispositivos tecnológicos que transforman sensiblemente la idea de comunicación, de participación, de pertenencia.

Asistimos hoy a un vertiginoso ritmo de flujos culturales, a una sorprendente velocidad de interacciones simbólicos, a una aceleración sin precedentes del tiempo de producción, circulación y consumo de "bienes" culturales: globalizados, deslocalizados, desautorizados (sin autores), desmitificados. Esta cadencia de la información y la comunicación arrastra, al menos, tres ámbitos problemáticos de cambios y transfiguraciones, a saber:

Primero, se produce una radical modificación del paisaje tecnológico que opera como soporte de la información y la comunicación. La investigación en este campo está mostrando que asistimos a una verdadera conmoción de los tejidos socio-culturales de relacionamientos a todas las escalas. Esta implantación tecnológica apenas comienza a cristalizar en condicionamientos irreversibles respecto a la imagen misma de la "sociedad".

Segundo, los contenidos discursivos que emergen de esta nueva realidad, la nueva semiosis posmoderna que aparece con la transfiguración cultural de la Modernidad, la nueva sensibilidad que se ha puesto en juego con la irrupción de la "socialidad empática", ponen en evidencia una dimensión cualitativamente distinta a la experiencia Moderna.

La calidad intrínsecamente posmoderna de la nueva sensibilidad evita el simplismo de concebir los nuevos dispositivos tecnológicos de la "sociedad digital" como una externalidad, como "medios", como mecanismo "neutros". El fenómeno es otro: la redificación tecnológica del ciberespacio social comporta una transfiguración del concepto mismo de "sociedad" con el cual se manejan las ciencias sociales. Sería demasiado ingenuo leer estos nuevos procesos a partir de anacronismos conceptuales como "medios de comunicación", "receptor", "mensaje", "transmisor".

Tercero, en el plano de la subjetividad se están produciendo mutaciones que se pierden de vista en lo que concierne a la idea de individuo que heredamos de la Modernidad. Destronada la categoría de "Sujeto", los nuevos dispositivos de sentido se producen en el radical desamparo del "individuo solitario" (que deviene solidario a través de múltiples operaciones de reconocimiento e identificación). Si lo posmoderno es antes que nada una nueva sensibilidad, ella se juega principalmente en los nuevos modos de constitución de la subjetividad: otros modos de leer, nuevas maneras de relacionarse, otras pulsiones en juego.

El estallido de lo comunicacional como síntoma del tiempo posmoderno en que vivimos está significando una compleja movilización de energías en el plano de las lógicas macro-sociales, en el terreno micrológico de la sensibilidad individual y en los contenidos discursivos que habitan las redes semióticas de esa sociedad.

Parece claro, entonces, que los discursos políticos, sus implantaciones organizacionales y la subjetividad características que convocaba en otros tiempos están siendo removidos de raíz, tanto por el impacto de su propia crisis, como por la emergencia de estos nuevos procesos que tipifican de un modo más nítido lo posmoderno.

9- El Nuevo Individualismo Posmoderno

Hemos venido refiriendo con insistencia la nueva figura de la individualización posmoderna, que no debe ser confundida como simple extensión del individualismo liberal. La caída de los grandes referentes de sentido, el colapso de los meta-relatos historicistas, el eclipse del "Progreso" y demás categorías Modernas del "cambio social" crean el clima propicio para el desarrollo de diversas tonalidades de la subjetividad posmoderna. Allí encontramos una amplia gama de experiencias que van desde un nihilismo narcisista, hasta la lógica tribal que estaría fundando la nueva "socialidad ampática". En medio de esa amplia zona puede identificarse todo un espectro de prácticas y relaciones caracterizadas por la fugacidad de los lazos, por la liviandad de los nexos, por la pulsión hedonista que las arropa. En todos los casos, lo que está primando es una radicalización de la experiencia como referente inmediato del sentido, como generador de las nuevas identificaciones.

El viejo discurso político tiene muchos problemas para relacionarse con esta nueva realidad. A simple vista, estos procesos de descomposición llevarían a la psicología de la "antipolítica ". Parece evidente que las viejas formas de la política tienen dificultades crecientes para conectarse con los fenómenos de posmodernización objetiva de la sociedad. Desde la política tradicional se interpreta todo esto como "falta": de conciencia, de participación, de interés colectivo.

Los nuevos desafíos de un pensamiento político posmoderno pasan por recuperar la experiencia individual como lugar privilegiado para refundar un "nuevo contrato social", para responder de algún modo a la angustiante pregunta: "¿Podremos vivir juntos?"[6] (*) No se trata de "corregir" la "falta" que estaría instalada en los comportamientos desagregantes de la individuación posmoderna. Parece más bien que se trata de procesos irreversibles que irán encontrando modalidades inéditas de refundar lo colectivo, de reconfigurar los horizontes comunitarios, de transfigurar la experiencia de la participación, de la comunicación, de la pertenencia. Tal vez no haya que conformarse con la simple evolución espontanea de estos procesos. Pero sería una ilusión pretender estructurar una "voluntad orgánica" que conduzca hacia algún lugar a estos miles de millones de seres humanos desencantados.

10- La ecologización de los horizontes de realidad

Hace mucho tiempo ya que lo ecológico se incorporó a las condiciones de pertinencia en muchas esferas del desarrollo social. Sea en la forma de un ambientalismo más o menos insípido, sea bajo la modalidad de una crítica radical de la razón técnica imperante, este componente ecológico del sentido común ha introducido una dimensión cualitativamente nueva en la construcción de imaginarios colectivos.

No sería demasiado utópico imaginar estados de desarrollo de la consciencia colectiva donde las demandas políticas incorporen de un modo fuerte criterios de pertinencia ecológica para el desempeño de los actores sociales. La idea misma de comunidad estaría intervenida desde una perspectiva ecodemocrática: tanto en lo que respecta a la sustentabilidad material de la vida comunitaria, como en lo que concierne a la producción de equilibrios eco-culturales a cuyo interior se despliega cada potencial individual y los tejidos intersubjetivos que hacen singular la experiencia de cada sociedad.

En adelante, la perspectiva ecológica estará incorporada en el horizonte discursivo de los nuevos actores. Ha ello ha contribuido la crisis misma de los modelos eco-depredadores que han operado impunemente durante siglos. Los diversos movimientos ecologístas han hecho su aporte en la cristalización de un cierto espesor cultural que traspasa los distintos ambientes (leyes, educación formal, valores ciudadanos, etc). Ello ha permitido que el debate pueda penetrar más allá del límite funcional del conservacionismo. De ese modo, las distintas teorías eco-sistémicas rebotan hacia ámbitos insospechados removiendo viejos conceptos e introduciendo una nueva problemática a ser pensada. Es eso precisamente lo que está aconteciendo en el ámbito político: no sólo tenemos hoy nuevas demandas en la agenda de intermediación de la "sociedad civil", en el Estado y los grupos económicos de todo tipo, sino que la ecologización de los horizontes de mundo replantea de modo muy sensible el propio espacio de lo público y las discursividades que allí circulan. Se trata de un nuevo dispositivo de subjetividad, de una sensibilidad que conecta naturalmente con otros ámbitos (el género, el multiculturalismo, etc).

El debate teórico sobre las vicisitudes de la política continúa su curso (entre el escepticismo de la voluntad y la terquedad del intelecto); las interpretaciones de lo que está ocurriendo seguirán nutriendo las distintas formas de imaginario colectivo (un poco de saturación periodística a falta de acontecimientos, un poco de picardía epistemológica a falta de paradigmas protectores); la gente termina involucrada de manera muy heterodoxa en la escena pública, incluso en aquellos casos en los que la "antipolítica" ha corroído todo vestigio de participación y pertenencia. El viejo compromiso ideológico ha dado paso a un clima evanescente de "no me gusta". Cualquier convocatoria trascendente a la usanza de los grandes metarrelatos iluminístas es respondido con este lacónico desparpajo: "no me interesa".

La vieja izquierda sigue reproduciendo el socorrido esquema del "reflujo de masas", la "alienación del pueblo", la "falta de consciencia". La vieja derecha está tentada a interpretar esta nueva sensibilidad como el triunfo del "individualismo liberal", como el reino de las "fuerzas ciegas del mercado". En el breve desarrollo de este texto ha quedado claro que se agotó el espacio intelectual para este género de interpretaciones.

Otros vientos anuncian posibilidades nuevas para el pensamiento político. Hay señales cada vez más visibles de una renovación teórica en profundidad. No se trata de una evolución indolora. Han transcurrido varios años de traumatismos, disputas despiadadas e incomprensiones. Estos signos siguen presentes atenuados apenas por el debilitamiento de las convicciones y por la bruma de un horizonte político inasible.

Lo que se ha querido destacar es la imperiosa necesidad de hacer cargo de la doble crisis que afecta al "contrato social" Moderno crisis de la experiencia política (en tanto deslegitimación de las formas de representación, de los modelos de gestión, de los sistemas de mediación, de las cadenas identitarias, de la ética de responsabilidad) y crisis de la ciencia política (en tanto colapso de racionalidades y paradigmas cognitivos).

Hemos querido resaltar la importancia de situarse en una perspectiva crítica que haga posible la reapropiación de positividades emergentes en un contexto de crisis. De ese modo sería posible una apuesta por el rebasamiento del narcisismo consumista hacia una revalorización de lo colectivo. Sería tal vez esperable un desplazamiento de la reclusión ultra-individualista hacia una prefiguración de la lógica comunitaria.

Desde luego, todo este complejo movimiento de experiencias y pensamientos en ebullición transcurre en la ambivalencia de una Modernidad que resiste y una posmodernidad embrionaria. Esta tensión "contamina" todas las prácticas emergentes y martiriza las fecundaciones cognitivas en curso. Esta dialógica entre un presente agónico y un alumbramiento hacia el futuro (E, Morin) está presente en todas las esferas de la acción y el pensamiento.

Desde América Latina se vive este complejísimo proceso con un sustrato fuerte de relaciones sociales prepolíticas, es decir, en tejidos sociológicos carentes del espesor cultural de la democracia, la ciudadanía, la civilidad Moderna. Ello retrata crudamente la persistencia de los viejos modos de cohesionar la sociedad: hegemonía, explotación, coersión.

No son éstos rasgos laterales que pudieran atribuirse al capitalísmo atávico o al folklore de un neoliberalísmo variopinto. Se trata en verdad de realidades brutales de exclusión y violencia que no dejan lugar para los matices y las sutilezas. El proceso objetivo de posmodernización de la cultura se sincretiza perversamente con el catálogo de aberraciones socio-políticas de este continente.

De allí no se sigue que debamos justificar la denuncia retórica, el abstencionísmo imponente o la violencia desesperada. Solo significa que la cuestión del poder sigue siendo el núcleo fuerte a partir del cual pueden desplegarse otras formas de pensamiento y acción. El tono posmoderno crítico donde se inscribe esta reflexión no puede sustraerse al compromiso innegociable contra estas -y otras- formas de dominación.



[1] Que no es único, que permite crítica y distanciamiento, que ha evolucionado en distintas direcciones, es asunto de otro orden.

[2] Me he ocupado de esta cuestión en algunos capítulos del libro Temas Posmodernos, Caracas, Edit. Trópykos, 1998.

[3] Con claros antecedentes en las pugnaces críticas al estilo de P. Clastré, hasta las contundentes tesis de teóricos como C. Geerzt, G. Clifford, S. Tyler, Boaventura de Sousa Santos etc.

[4] Es la misma lógica que nos permite comprender el derrumbe -autopropulsado- del imperio Soviético.

[5] Del mismo modo que no cabe confundir Modernidad con modernización

[6] Alain Touraine, ¿Podremos vivir juntos?, Buenos Aires, Edit. FCE, 1998.

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