viernes, 21 de septiembre de 2007

¿Existe acaso un Socialismo Plesbicitario?

Javier Biardeau R.

Un día Stalin hizo comparecer al camarada Radek, que era bien conocido por su cinismo y dado a decir cosas que otros ni siquiera se atrevían a pensar. Stalin le dijo: “Me han informado camarada Radek, que te expresas de mi de un modo irónico. ¿Has olvidado que soy el líder del proletariado del mundo?” “Discúlpame camarada Stalin – replicó Radek - , ese chiste en particular no lo inventé yo”.

Estos chistes encierran las lecciones de las situaciones en las que el autoritarismo hace intolerables los principios jerárquico-militaristas, cuando anulan la vitalidad democrática del movimiento de movimientos del campo nacional-popular. El socialismo no será obra de un genio individual, aunque así lo crea subjetivamente el genio, sino que es producto de una creación heroica de una “voluntad colectiva” (Mariategui), fruto de una secuencia de acontecimientos de masa, de multitudes de singularidades revolucionarias, de cada proletario y proletaria que reviente las cadenas de la sumisión, como decía Rosa Luxemburgo. El tono cesarista, las imágenes piramidales, el fetichismo a la línea y cadena de mando, con toda la violencia de los símbolos sociales, reaparecen en el imaginario de la revolución, pasando velozmente de la profundización-radicalización de la democracia a la tesis de licuar el poder abajo para concentrarlo arriba (Ceresole dixit).

Quienes suponen que solo basta proclamar un gobierno socialista y después introducir el socialismo con decretos o legislaciones se equivocan. En América Latina existe una errancia con relación a concebir el cambio social como un asunto legal. Tampoco el poder popular y la democracia de consejos se construyen de esta manera. Una revolución socialista es una obra colectiva, de una inteligencia general, de un intelectual colectivo, que escapa a la discrecionalidad de cualquier “líder fundamental”. Nadie duda de la necesidad de una dirección política recubierta de un amplio liderazgo intelectual y moral. Allí está el asunto. El problema es que se suponga que el esquema de liderazgo es un calco y copia de la conducción de una montonera en tiempos de revolución federal. Ya las arengas dejan de cumplir su eficaz cometido cuando se trata de proyectar y concretar algo cualitativamente distinto: se trata de la construcción del socialismo en el siglo XXI desde el pueblo, junto al pueblo, y para el pueblo; es decir, un socialismo radicalmente democrático. Convocar la alienación plesbicitaria encierra un peligro de fondo y forma reaccionario. Todos sabemos que la lógica plesbicitaria es ajena a la lógica democrática de un referendo popular, que presupone la deliberación informada y una calibración distinta de las pasiones. La alienación plesbicitaria encierra una debilidad de la madurez de la autonomía de la multitud como movimiento revolucionario. Una cosa es suponer que el principio estratégico es el poder constituyente, la soberanía popular, el táctico: la legalidad constitucional y el operacional, el rol del liderazgo. Pero otra cosa, es suponer que pasar a invertir esta ecuación: el operacional: el poder constituyente, el táctico: la legalidad constitucional y el estratégico, una suerte de culto-fascinación a la voz infalible del líder.

Ya es conocida la sentencia de que las revoluciones se devoran a sus hijos como Saturno. Lo que no se ha dicho es que las revoluciones pueden degenerar y devorar a sus padres fundadores. No olvidemos el efecto Robespierre y la suerte de los jacobinos franceses. Una minoría, e incluso el Uno infalible, por más selecta o iluminado que sea, cuando anula o tutela la potencia de la iniciativa popular, pasando a sustituirla, le abre la puerta al terror termidoriano, que viene preparando su contraofensiva bajo la sombra de los errores de los genios esclarecidos.

sábado, 15 de septiembre de 2007

La discusión en caliente

Rigoberto Lanz

El debate público se vuelve áspero e irrespirable justo en la medida en que los interlocutores sólo se sirven de sus intereses para dirimir cualquier disputa. Los intereses están en todos lados. No hay personas, grupos o clases carentes de intereses. ¿Cuál es el problema? Precisamente que la sociedad no puede funcionar simplemente como un mercado de “interesados”. Es preciso introducir dispositivos de regulación para que esos intereses no aniquilen toda posibilidad de convivencia. El Estado es en principio un agente normalizador de las disparidades (sabemos que es sólo hasta cierto punto). La cultura democrática funciona en los hechos como magma para que aparezcan los espacios de regulación convenidos. Las zonas de convergencia donde el interés común prima por encima de los apetitos individuales. La cosa se complica aun más porque los intereses materiales (los económicos básicamente) se articulan inmediatamente con otro género de intereses que van construyendo mentalidades, visiones del mundo, maneras de recortar la realidad (de un modo y no de otro). Hablamos así de los intereses ideológicos que son precisamente los valores y conceptos organizados alrededor de clases y grupos bien identificados.

Las ideas y opiniones terminan articuladas a contextos sociales que les dan sustento histórico. La gente piensa lo que piensa en íntima conexión con los modos de vida, con su pertenencia a determinados estratos sociales, es decir, en función del núcleo de intereses socio-económicos que pivotea esas maneras de pensar. Desde luego, esto no es mecánico ni lineal. La complejidad de estos procesos nos enseña que está prohibido establecer fórmulas o “leyes” en esta materia. Hablamos más bien en términos tendenciales. Lo que importa en verdad es la comprensión del comportamiento de la gente, el entendimiento de la presencia de determinadas concepciones, de maneras de interpretar lo que ocurre, de formas de valorar la realidad. Allí es menester admitir que el choque de intereses puede generar una fricción de tal envergadura que conduzca a la guerra, a las luchas irreconciliables, a la aniquilación del otro como antagónico. La experiencia humana está repleta de esta maldición. Esa “partera de la historia” que es la violencia ha estado incrustada en todos los modelos de sociedad que han desfilado durante siglos. En todos los casos, la gente está presta al combate en la misma medida en que está imbuida de dogmas y convicciones asociadas a intereses materiales bien tangibles. Como es fácil colegir, en la lógica de la guerra el debate es una coartada. Si el otro está negado –sobre todo simbólicamente- el diálogo es sólo una distracción esperando la batalla final.

El espacio de lo político aparece enteramente justificado precisamente porque es el explícito reconocimiento de la inviabilidad del juego salvaje de los intereses. Es admitiendo la contradictoriedad fundacional de la sociedad como lo político puede cumplir su función esencial de viabilizador de la vida en común. Esa es la gracia de una cultura democrática. Es allí donde debe afincarse el esfuerzo de construcción de una sensibilidad colectiva capaz de lidiar con la existencia objetiva de intereses divergentes.

Aprender a debatir las ideas, entrenarse en la negociación de conflictos y ser capaces de direccionar las inevitables diferencias son condiciones básicas de esa cultura democrática en construcción. Los problemas que confrontan los ciudadanos son muchos y de envergadura variable. La turbulencia del espacio público es un factor con el que hay que contar. Los conflictos están allí en magnitudes diversas, poniendo a prueba los resortes del “contrato social” que ha sido concertado en esta coyuntura específica. Esos problemas son generadores de violencia incontrolable si la sociedad no dispone de eficientes dispositivos de concertación, de mecanismos de procesamiento democrático del conflicto, de espacios claramente concebidos para dirimir las divergencias.

Justo en este punto, la voluntad de diálogo y una visible disposición a incluir al otro en la lógica de los debates comprometidos juegan un papel clave. El choque de intereses puede ser generador de nuevas realidades si es posible un debate en serio que comprometa a los actores hasta las últimas consecuencias. La discusión de las ideas no disuelve los intereses materiales, sólo regula su fuerza destructiva en el límite de su propia transformación. Debatir no es “entregar” lo que cada quien piensa, sino disponerse a hacer viable un espacio común sin el cual nada es posible. “Perder” o “ganar” en un debate no quiere decir nada si el debate mismo es el asunto.

El Nacional, 22-07-2007.

lunes, 3 de septiembre de 2007

La política ha muerto, viva "lo político"

Rigoberto Lanz

¡La política ha muerto, viva “lo político”! La modernidad política se ha esfumado de varias maneras: por agotamiento de los discursos, por irrelevancia de sus formas, por la vacuidad de sus modelos de representación.

De esa profunda crisis no hemos salido. De la perplejidad posmoderna a la construcción de alternativas nuevas media un trayecto que está aún por transitarse.

Peor todavía si nos encontramos en contextos como el latinoamericano, donde ni siquiera pudimos edificar una cierta modernidad periférica que sacara algún provecho de la experiencia europea. Cambiamos modernidad por modernización y terminamos heredando lo peorcito de la experiencia política ilustrada.

El tortuoso camino del “desarrollo” en América Latina ha estado asociado al no menos dramático itinerario de la vida pública en la región. De una dictadura a otra, por estos predios es poco lo que va quedando para imaginar formas políticas de nuevo tipo que sintonizaran de algún modo con la enorme riqueza antropológica del continente.

Las incrustaciones democráticas no han sobrepasado los rituales electorales y los cascarones institucionales más inútiles. La partidocracia se encargó de hacer el resto: convertir las prácticas mafiosas en una verdadera subcultura de la corrupción. La debacle de la política es el denominador común más generalizado en la región. El brutal desprestigio del oficio político ha sido tan hondo que se llevó en los cachos el concepto mismo de “lo político” como espacio instituyente de cualquier socializad.

De allí venimos. La antipolítico funcionó por un rato como divertimento para que cantantes y modelos hicieran su pasantía por el espacio público. El fin de la política ha significado en América Latina algo mucho más profundo que la metáfora del fin de la historia en versión del Norte. La ruina de las parafernalias democráticas, cínicamente funcionales con las atrocidades de la miseria, la violencia y la exclusión, corre pareja con la evaporación de los “grandes relatos” de la redención. De la “liberación nacional” a la guerra de guerrillas, del “nacionalismo” a los “países en vías de desarrollo”, el desenlace siempre fue el mismo: perpetuación de las oligarquías criollas siempre en matrimonio con los capitales foráneos (lumpen-burguesía, le llamaría André Gunder-Frank).

El pueblo, las masas, la multitud… qué más da si lo único palpable ha sido la reproducción incesante de lo mismo. La gente se alzó mil veces y mil veces fue aplastada. De crisis en crisis –en los límites agonísticos de un continente inviable- llegamos a esta hora que significa un despertar para las pocas esperanzas que fueron quedando por allí esparcidas.

Lo que ocurre políticamente hoy en América Latina es justamente un revolcón simbólico donde los sueños han tomado la palabra, lo imposible se aproximó relampagueante, lo utópico pugna por untarse de realidad (“Nunca tan cerca retumbó lo lejos”, diría César Vallejo). Este viraje a la izquierda que se observa en el mapa político de la región está significando una reanimación del espacio público, que viene acompañada de una gran efervescencia de la participación, de la conciencia política, de la voluntad de lucha. Los grandes –y realmente graves- problemas de la región latinoamericana persisten en esta coyuntura. Lo nuevo es tal vez la emergencia de un actor que fue históricamente silenciado: el pueblo.

Este “resurgimiento de la política” (como gustaría decir al amigo Miguel Ron Pedrique) podría terminar por revitalizar la vida ciudadana dándole a “lo político”, otra vez, el chance de refundar la convivencia, de instituir una nueva socializad, de poner en escena un nuevo contrato social. Las revueltas populares del siglo XXI no son ya las montoneras acaudilladas por aventuras despóticas de los siglos pasados.

De la guerrilla zapatista en México a la etno-política que nos proponen los bolivianos, pasando por el ensayo venezolano, hay un rico abanico de experimentación que coloca al continente latinoamericano en un excepcional horizonte de posibilidades, de cara a lo que acontece en el resto del globo.

Fuente: El Nqcional, 26-08-2007