sábado, 15 de septiembre de 2007

La discusión en caliente

Rigoberto Lanz

El debate público se vuelve áspero e irrespirable justo en la medida en que los interlocutores sólo se sirven de sus intereses para dirimir cualquier disputa. Los intereses están en todos lados. No hay personas, grupos o clases carentes de intereses. ¿Cuál es el problema? Precisamente que la sociedad no puede funcionar simplemente como un mercado de “interesados”. Es preciso introducir dispositivos de regulación para que esos intereses no aniquilen toda posibilidad de convivencia. El Estado es en principio un agente normalizador de las disparidades (sabemos que es sólo hasta cierto punto). La cultura democrática funciona en los hechos como magma para que aparezcan los espacios de regulación convenidos. Las zonas de convergencia donde el interés común prima por encima de los apetitos individuales. La cosa se complica aun más porque los intereses materiales (los económicos básicamente) se articulan inmediatamente con otro género de intereses que van construyendo mentalidades, visiones del mundo, maneras de recortar la realidad (de un modo y no de otro). Hablamos así de los intereses ideológicos que son precisamente los valores y conceptos organizados alrededor de clases y grupos bien identificados.

Las ideas y opiniones terminan articuladas a contextos sociales que les dan sustento histórico. La gente piensa lo que piensa en íntima conexión con los modos de vida, con su pertenencia a determinados estratos sociales, es decir, en función del núcleo de intereses socio-económicos que pivotea esas maneras de pensar. Desde luego, esto no es mecánico ni lineal. La complejidad de estos procesos nos enseña que está prohibido establecer fórmulas o “leyes” en esta materia. Hablamos más bien en términos tendenciales. Lo que importa en verdad es la comprensión del comportamiento de la gente, el entendimiento de la presencia de determinadas concepciones, de maneras de interpretar lo que ocurre, de formas de valorar la realidad. Allí es menester admitir que el choque de intereses puede generar una fricción de tal envergadura que conduzca a la guerra, a las luchas irreconciliables, a la aniquilación del otro como antagónico. La experiencia humana está repleta de esta maldición. Esa “partera de la historia” que es la violencia ha estado incrustada en todos los modelos de sociedad que han desfilado durante siglos. En todos los casos, la gente está presta al combate en la misma medida en que está imbuida de dogmas y convicciones asociadas a intereses materiales bien tangibles. Como es fácil colegir, en la lógica de la guerra el debate es una coartada. Si el otro está negado –sobre todo simbólicamente- el diálogo es sólo una distracción esperando la batalla final.

El espacio de lo político aparece enteramente justificado precisamente porque es el explícito reconocimiento de la inviabilidad del juego salvaje de los intereses. Es admitiendo la contradictoriedad fundacional de la sociedad como lo político puede cumplir su función esencial de viabilizador de la vida en común. Esa es la gracia de una cultura democrática. Es allí donde debe afincarse el esfuerzo de construcción de una sensibilidad colectiva capaz de lidiar con la existencia objetiva de intereses divergentes.

Aprender a debatir las ideas, entrenarse en la negociación de conflictos y ser capaces de direccionar las inevitables diferencias son condiciones básicas de esa cultura democrática en construcción. Los problemas que confrontan los ciudadanos son muchos y de envergadura variable. La turbulencia del espacio público es un factor con el que hay que contar. Los conflictos están allí en magnitudes diversas, poniendo a prueba los resortes del “contrato social” que ha sido concertado en esta coyuntura específica. Esos problemas son generadores de violencia incontrolable si la sociedad no dispone de eficientes dispositivos de concertación, de mecanismos de procesamiento democrático del conflicto, de espacios claramente concebidos para dirimir las divergencias.

Justo en este punto, la voluntad de diálogo y una visible disposición a incluir al otro en la lógica de los debates comprometidos juegan un papel clave. El choque de intereses puede ser generador de nuevas realidades si es posible un debate en serio que comprometa a los actores hasta las últimas consecuencias. La discusión de las ideas no disuelve los intereses materiales, sólo regula su fuerza destructiva en el límite de su propia transformación. Debatir no es “entregar” lo que cada quien piensa, sino disponerse a hacer viable un espacio común sin el cual nada es posible. “Perder” o “ganar” en un debate no quiere decir nada si el debate mismo es el asunto.

El Nacional, 22-07-2007.

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