viernes, 29 de febrero de 2008

PSUV: ¿DERIVA HACIA LA DERECHA?

Javier Biardeau R.
http://www.saberescontrahegemonicos.blogspot.com

Ni Marx ni menos....*


Juan Carlos Monedero
El neoliberalismo nació contra el Estado social y siempre se opuso a la inmensa mayoría

Carta abierta a Emeterio Gómez

Cuando uno mira la biografía de no pocos profesores neoliberales encuentra que en sus años mozos -y no tan mozos- destacaron no solamente por ser ortodoxos lectores de las obras de Marx, sino por dedicar buena parte de su empeño a que todos compartieran su rígida lectura. Malos tiempos donde cada cuál le daba a cada quién con su particular Marx en la cabeza, buscando constantemente herejes para quemarlos públicamente y renacer como Torquemadas expurgados.

Veinte años, al decir de ellos mismos, viviendo "errados en el marxismo" -y no se engañe Don Emeterio, que el tanguista exageró cuando dijo que dos décadas no son nada-. Por encantamiento, que no por reflexión, un buen día arrumbaron la obra de Marx, leída casi siempre en malas traducciones, y abrazaron a Hayek o algún otro gurú del libre mercado. Tras una lecturaigualmente ortodoxa del nuevo sacerdote regresaron a su deporte favorito, esto es, a dar en la sesera a quien disintiera de su nuevo catecismo. Un comportamiento que viene a demostrar que la única coherencia ideológica del neoliberalismo no está en las ideas, sino en esa repetida manía de golpear a los demás con tablas de la ley hechas de piedra.

Con mucho, Marx fue la mejor cabeza del pensamiento social del siglo XIX. Nos legó un pensamiento tan poderoso que aún hoy no hay ciencia social que no sea un diálogo con sus ideas -para botón, su propio empeño, profesor Gómez-. Pero, por fortuna, no era Dios sino hombre. Veinte años para entender esto indican mucha calma y no presta mucha credibilidad a las razones que usted nos ofrece para que abracemos sus ahora verdades neoliberales. ¿Y si dentro de veinte años se desdice con similar contundencia?

Además, no hay una lectura única del marxismo. Mi generación, por ejemplo, nunca fue a Marx, como muchos en la suya, buscando sustituto a un Dios ausente. Al contrario, maestros como Fernández Buey siempre nos dijeron que la verdad habita en los matices. "Ni Marx ni menos", repetían cuando alguien quería hacer del simple hombre un místico, un profeta o un milagrero. Supimos pronto que el propio Marx se declaraba "no marxista" frente a las simplezas de torpes ortodoxos. Nos invitaron a usar lo más inteligente de su obra, esto es, todo aquello que demuestra la lógica económica escondida en los procesos sociales, al igual que la lógica social e histórica que hay detrás de los procesos económicos. Histórica y, por tanto, sujeta al curso del tiempo. Mal lector quien no haya reparado en esto, pues seguirá pensando, como es su caso, que el capitalismo es eterno y no simplemente un accidente histórico.

Cada generación ha hecho su propia lectura de Marx. Por eso sigue vivo. No encontraremos ningún libro relevante sobre la globalización -el más notable proceso capitalista en curso-, que no incorpore análisis marxistas sobre la necesidad de extender la ley del valor por todo el orbe, del mismo modo que es referencia obligada para entender el papel del Estado, nacional o transnacional, como garante de la acumulación económica. Sin olvidar sus enseñanzas sobre las contradicciones estructurales del capitalismo, sobre la innovación tecnológica, sobre el devenir de la aristocracia financiera cuya actitud desemboca en guerras, su análisis -que nunca abandonó- de la alienación y del fetichismo de las mercancías (multiplicado hoy por la publicidad), o su análisis de las potenciales alianzas de clase que se crean cuando la revolución se aproxima (que explica por qué hay una élite venezolana más cerca de la élite estadounidense que de los cerros de Caracas). No se debe ir a Marx como se va al astrólogo.

Pero defenestrar a Marx tiene otras intenciones. Primero se mata a Marx, luego se iguala revolución bolivariana y marxismo, y finalmente se cierra el silogismo fácil prometiendo las siete plagas sobre Venezuela. ¿La fuente del mal? El error de Marx al señalar el trabajo como única fuente de valor. Hijo
de su tiempo, asumió que detrás del precio de una mercancía estaba el trabajo necesario para elaborarlo. Trasladar ese tiempo a precios era, él mismo lo sabía, un ejercicio difícil. No llegó a buen puerto. Pero tirar al niño con el agua sucia tiene algo de epistemicida.

El trabajo es, aún hoy, la fuente "general y sistemática" de ganancia. "La clase capitalista de un determinado país -escribió Marx-, entendida en su conjunto, no puede estafarse a sí misma". Lo que uno pierde siempre lo gana otro. En otras palabras, en un país, los ricos lo son sobre el trabajo no pagado de los demás (añádale las diferentes formas de colonialismo y la explotación a otros países y le saldrá el marco completo). Usted, en cambio, entiende los precios como una variable de la escasez y no del trabajo. ¿Mero análisis? Ni mucho menos. Como diría Luís Vargas, mezquindad para no hablar de explotación.

Por eso, además del asunto luces, hay otro de moral. Más allá de la escasez de un producto, es un requisito de buena convivencia que su elaboración y precio sean honestos. Una sociedad justa es aquella en donde todos tienen las mismas posibilidades reales de beneficiarse de la vida colectiva. Antes de que el capitalismo arrasara con ellas, había instituciones que se encargaban de velar por esto -la iglesia, los gremios, las asociaciones-. Ese referente de honestidad, que implica que todos los seres humanos somos iguales en dignidad, implica igualmente que lo que intercambiemos esté referenciado por la cantidad de tiempo social que hemos dedicado a producirlo. Se rompería así la metafísica capitalista de la escasez, que hace que los menos lo tengan todo y que los más apenas puedan sobrevivir (una lógica, por cierto, con la que operan los acaparadores retirando mercancías de los almacenes, los que tiran alimentos al mar para mantener los precios, algunos clanes reservándose espacios profesionales o intelectuales o aquellos que durante siglos impidieron el acceso del pueblo a la cultura).

Al final, nos repite el profesor Emeterio, no hay alternativas. Una sociedad en donde hay sofisticadas operaciones de cirugía estética pero no una vacuna contra la malaria o la leishmaniosis. Una sociedad donde se incita al consumo infinito mientras medio planeta Tierra, esquilmado, ya no puede regenerarse. Un modelo social que lleva a que 300 personas tengan lo mismo que 3000 millones de seres humanos. Curioso que pese a ser el único viable, siempre que un país empieza a pensar formas no capitalistas de intercambio, unos ponen el grito en el cielo y otros sus portaaviones en la costa.

El capitalismo se guía por el lucro; transforma todo en mercancías -el amor y la amistad, el agua y el aire, la tierra y las manos-. Su mero fin: incrementar las ganancias inicialmente invertidas. Suministra bienes sólo en virtud de la oferta y la demanda, y para ello reclama un mercado autorregulado ciego a las desigualdades. Aunque la riqueza sólo sea posible construirla en sociedad reparte esos beneficios de manera individual. Algo posible porque los principales medios de producción están en manos privadas. Son cosas que hemos aprendido de leer a Marx.

Su propuesta neoliberal nos invita a un capitalismo donde unos pocos serán consumidores del siglo XXI y la mayoría súbditos del siglo XIX. Nos oferta una sociedad que diferencie contundentemente, según sus palabras, entre " rectores" y "barrenderos", entre "lomito" y "lagarto", entre "los más capaces, los más inteligentes, los más creativos" y "los menos capaces, los menos inteligentes, los menos creativos". Puro biologicismo. Entre su modelo capitalista, que retira la ciudadanía plena a los que no han podido llegar a la cumbre, y un modelo socialista donde la dignidad está igualmente repartida, hay una brecha insoslayable. El neoliberalismo nació contra el Estado social y siempre se opuso a la inmensa mayoría. No hay un pasado idílico que nadie rompió. La lucha de clases, bajo cualquier nombre, siempre la inicia el egoísmo. El amor, ahora, pide paso.


Profesor de Ciencia Política (Universidad Complutense de Madrid). Observador Internacional en el Referéndum Revocatorio del 15 de agosto en Venezuela.

*Este articulo fue originalmente publicado por El Universal, el 10 de mayo del 2007. Reproducimos el mismo en beneficio de los lectores.

jueves, 28 de febrero de 2008

Editorial Revista Humania del Sur, Año2, N° 2: A propósito del socialismo del Siglo XXI





Hay tantas concepciones del socialismo que no hay manera
de producir una definición del mismo que sea universalmente aceptable. Lo único común a todas ellas es que dicho sistema debe ser uno que privilegie el bienestar de las mayorías por encima de lo que los más poderosos consideran (correcta o incorrectamente) como sus propios intereses. Para el marxismo en general, el sistema en cuestión implica la administración de los sistemas de producción y la distribución de los bienes y servicios por parte del Estado, con el objeto de evitar (parcial o completamente) que una minoría de los ciudadanos poseedora de los medios de producción (burguesía) pueda explotar a una mayoría que se ve obligada a vender su fuerza de trabajo a cambio de un salario (proletariado), y para el leninismo en particular, políticamente dicho sistema debe consistir en la dictadura del proletariado. El pensamiento ácrata, por el contrario, sostiene que el socialismo implica el desmantelamiento del Estado, ya que éste automáticamente genera divisiones sociales y privilegios, y no hay manera de que pueda eludir las funciones que le son inherentes –y, tanto para los anarquistas en general como para los socialistas de tendencia democrática, la dictadura es la negación misma del socialismo. Desde el punto de vista económico, para el marxismo el término “socialismo” designa un sistema en el cual cada cual debe aportar según sus posibilidades y recibir beneficios económicos según lo aportado. Para Kropotkin, este principio es inaplicable en la medida en que los aportes económicos de los individuos son imponderables. Para la socialdemocracia, el socialismo no es más que un “Estado del bienestar” (Welfare State) en el cual se pecha a los más ricos para garantizar ingresos supuestamente justos y seguridad social para las mayorías. Finalmente, mientras que para muchos el socialismo es el sistema que existió en los países marxistas del siglo XX y su desmoronamiento demostró la inviabilidad de las alternativas al capitalismo, para otros lo que existió en esos países no fue más que una deformación burocrática del capitalismo de Estado, y su caída es motivo de celebración en la medida en que nos brinda la oportunidad de construir un socialismo digno del término. En nuestro segundo número de Humania del Sur, a propósito del llamado socialismo del siglo XXI, el muy controversial capítulo venezolano de la búsqueda socialista, ponemos en manos de nuestros lectores los trabajos de una serie de autores que desde muy distintas ópticas aportan su grano de arena al debate. El Dr. Franz Lee nos ubica en el ámbito del “socialismo científico”, comenzando con la distinción entre lo que son los pensamientos y escritos de un pensador y su posterior conversión en “doctrina” o “ismo”, siguiendo con la explicación de conceptos y tópicos como el materialismo histórico-dialéctico, la dialéctica como método, la interpretación materialista de la historia y la teoría y praxis de Marx, para terminar negando la tesis según la cual la misma sería “economicista”. El Dr. Silvio Villegas presenta algunos elementos para el debate sobre la construcción del socialismo en Venezuela –debate catalogado de “insensato” por el Dr. Luis Mata Mollejas, quien afirma que al centrarse la discusión en los aspectos teóricos, se ha descuidado peligrosamente las referencias a las circunstancias históricas concretas, olvidando la agenda política “deseable”–. En la ampliación del análisis acerca del intento de implantar un socialismo en Venezuela, la profesora Carmen Teresa García nos presenta la relación entre socialismo y mujeres desde una perspectiva de género –la cual no podemos obviar so pena de repetir errores pasados, como tampoco podemos obviar la interesante reflexión del profesor Elías Capriles acerca del ecosocialismo como vía al ecomunismo–. Según este autor, si el socialismo no es ecologista (frugal y con tecnologías ecológicas), incrementará la destrucción de la ecosfera, lo cual comprometerá seriamente nuestra supervivencia; por ello habla de la necesidad de una transformación total y hace observaciones destinadas a hacer viable lo que él llama la “revolución imprescindible”. El Dr. Ismael Cejas nos plantea las especificidades del socialismo chino e intenta responder a la pregunta de si es válido como modelo para el caso venezolano. Ya fuera de las preocupaciones de la realidad venezolana, el antropólogo e historiador de origen peruano, radicado en México, Ricardo Melgar, empeñado en alimentar nuestra memoria, se remonta al primer debate socialista en el seno de la lucha de los afroamericanos, mientras que el investigador africano Subí Lugemalila nos acerca a la experiencia socialista en África (Casos: Tanzania, Mozambique y Guinea-Bissau). En nuestra sección Caleidoscopio, contamos con el aporte de la internacionalista Elsa Cardozo, quien nos presenta un trabajo titulado: “Lo político en la integración”, el cual aporta importantes luces sobre la situación de la integración regional. Además, Rowena Hill, poeta, articulista, traductora y estudiosa de culturas orientales, nos regala la traducción de dos poemas inéditos de autores asiáticos. Finalmente, en nuestro espacio Diálogo con, María Gabriela Mata conversa con Alan Woods, político y escritor británico, dirigente de la llamada Corriente Marxista Internacional, autor y editor de la controversial página web In Defence of Marxism (www.marxist.com), e ideólogo de la campaña “Manos Fuera de Venezuela”. A nuestras secciones Documentos y Reseñas se suma en esta edición la sección Réplicas, la cual tiene como objetivo principal abrir espacio para el debate constructivo. Con la invitación para que hagan sus aportes a esta nueva iniciativa editorial que pretende ser puente de la Humania del Sur, nos despedimos hasta el próximo número.



Título: Revista Humania del Sur

Revista de Estudios Latinoamericanos, Africanos y Asiáticos
ISSN: 1856-6812
Fecha: enero - junio 2007
Numeración: Año 2, No. 2

LA CRISIS DEL REFORMISMO SOCIALDEMOCRACIA

Ariel Jerez Novara
Juan Carlos Monedero
Universidad Complutense de Madrid

El político burgués vive completamente sumergido en la democracia política; las formas de aquélla le esconden la sociedad misma. La actitud de los gobiernos, sus diferentes relaciones con los partidos políticos, la posición de los partidos en las Cámaras, los pequeños sucesos de los pasillos y de los círculos parlamentarios, los artículos de fondo de los principales periódicos: he aquí todo su mundo.
Max Adler (1926)

I.La crisis de la socialdemocracia.
Desde finales de los años setenta las ciencias sociales vienen diagnosticando la existencia de una "crisis de la socialdemocracia", que en una suerte de interpretación organicista debiera saldarse, tras haber alcanzado una "edad de oro" en la década anterior, con la desaparición de esta fuerza política en un breve plazo de tiempo. Para algunos autores como Dahrendorf (1983) lo que tocaba a su fin era no sólo una decada sino todo un "siglo socialdemócrata", en el cual esta fuerza política habría conseguido hacer ciertos sus principales contenidos programáticos.
El análisis de la crisis se centraba de manera casi exclusiva en la pérdida de posibilidades electorales de los partidos socialdemócratas, encontrándose ese necesario declive en la conjunción de cuatro problemas (Merkel, 1994):
(1) el bloqueo de la coordinación keynesiana, con la pérdida, merced a la internacionalización de la economía, de la capacidad de los gobiernos nacionales para encarar las crisis económicas y, especialmente, el aumento del paro (Sharpf, 1989);
(2) los cambios en la estructura social de "clases medias", con la caída del empleo en la industria y el crecimiento en el sector servicios, acompañados por la fragmentación de los trabajadores como clase (Alonso, 1994; Ortí, 1992);
(3) la transformación de las preferencias sociales, con la emergencia de los llamados "valores postmateriales" (Inglehart, 1977; 1991) o "postconsumistas" -ser antes que tener- (Riechmann, 1991) y el surgimiento de nuevos problemas de alianzas; aparición de un nuevo "dilema electoral" entre los habituales votantes de la socialdemocracia (vinculados a la clase obrera tradicional) y los nuevos votantes (orientados hacia los valores postmaterialistas o postconsumistas), así como de novedosos conflictos surgidos a la hora de acompasar diferentes sensibilidades o de lograr un renovado acuerdo corporatista;
(4) la pérdida de la ofensiva en el discurso, motivado principalmente por la caída en desgracia del keynesianismo, eje de la propuesta intelectual socialdemócrata; al tiempo, la renuncia a cualesquiera referencias análiticas marxistas hacía patente la ausencia de explicaciones de caráter global o de paradigmas explicativos alternativos.
No obstante, argumentar en relación a la crisis de la socialdemocracia presenta un doble problema; por una lado, tal declive no es estrictamente cierto en términos electorales, sobre todo si atendemos a la participación alcanzada por estas fuerzas políticas en los gobiernos occidentales (Armingeon, 1994). Por otro, si bien los porcentajes de votos y la participación en diferentes gobiernos relativizan tal crisis, son cifras que poco aportan sobre la vigencia y oportunidad histórica de una ideología y de su manera de entender el mundo y la política, aspectos que son de naturaleza cualitativa. Por nuestra parte vamos a atender a un concepto diferente de crisis, centrado en su carácter de "mutación importante en el desarrollo de otros procesos, ya de orden físico, ya históricos o espirituales" o de "situación de un asunto o proceso cuando está en duda la continuacion, modificación o cese" (Real Academia Española, 1984). En este sentido, las crisis son "un cambio cualitativo en sentido negativo o positivo, una vuelta sorpresiva y a veces hasta violenta y no esperada en el modelo normal según el cual se desarrollan las interacciones en el interior del sistema en examen" (Pasquino, 1981: 454).
Las apreciaciones que aquí se realizan sobre la crisis se mueven en un nivel de generalización alto. Esto se debe a que van a ser abordados los macroprocesos derivados de las tendencias estructurales de la actual fase de desarrollo capitalista, que para diversos autores ha implicado la ruptura de la lógica de dominación, así como el colapso disfuncional de diversas instituciones sociales y políticas que mantenían las pautas de interacción social dentro de los parametros definidos por el proyecto de la modernidad (partidos políticos, parlamentos, familia). Desde esta perspectiva pueden quedar un tanto difuminados algunos rasgos que diferencian los específicos entramados sociales sobre los que se ha apoyado la socialdemocracia y los distintos papeles que ha jugado en cada coyuntura nacional según pertenezcan a América Latina o a Europa, según correspondan a la Europa del norte o a la Europa meridional o dependiendo, entre otros factores, de los sistemas de partidos nacionales, de la existencia de partidos comunistas consolidados, de la edad de su democracia o del compromiso democrático de su derecha o de determinados grupos sociales (Hine, 1994).
En este sentido, el análisis de la crisis de la socialdemocracia debe enmarcarse en el análisis de una crisis más amplia que diversos autores definen como crisis de civilización (Schaff, 1987; Morin/Kern, 1993). La socialdemocracia, como fuerza política concreta en el gobierno o en la oposición, o como sensibilidad ideológica hegemónica dentro de la izquierda occidental, ha sido pieza clave en el moldeado de las estructuras y dinámicas del capitalismo desde 1945. Es pertinente por tanto constatar su responsabilidad, por acción u omisión, en la actual coyuntura de crisis al haber estado presente como relevante actor en la mayor parte de los desarrollos políticos de la posguerra. Esta petición de responsabilidad no ha de ser confundida con negación alguna de la necesidad de que el Estado de bienestar -pieza maestra socialdemócrata ahora en peligro- haya de seguir configurando la base sobre la que sustentar cualquier nueva politica que tenga por objetivo encauzar los problemas sociales y ecológicos que gravitan sobre las sociedades ocidentales de fin de milenio, siempre que se mantenga presente una perspectiva humanista que, inevitablemente, exigirá la renovación del socialismo democrático respecto de su actuar en las últimas cinco décadas.

II. Del movimiento al partido.
Entender la actual crisis de la socialdemocracia requiere una perspectiva histórica que apunte aunque sea someramente los diferentes momentos en los que se va perfilando su paso de movimiento social a partido. Este proceso de institucionalización, situado dentro de la lógica competitiva de la democracia, va haciendo que su presencia en la sociedad civil vaya quedando eclipsada por su reforzada presencia en la sociedad política. Se pueden distinguir en este camino cuatro grandes etapas (Sotelo: 1991):
(1) 1830-1864: etapa fundacional del socialismo. Formación de la clase obrera. Creación de la I Internacional. Influencia primordial de Karl Marx.
(2) 1864-1914: arraigo de los partidos obreros. Integración social de parte de la clase obrera. Fracaso de ésta en el intento de impedir la Primera Guerra Mundial y construir un internacionalismo de clase. Surgimiento del revisionismo. Convivencia pacífica de diferentes versiones del marxismo. Creación de la II Internacional;
(3) 1914-1945: Preparación y ejecución de la revolución bolchevique. El socialismo democrático toma cuerpo frente al marxismo revolucionario (frente al comunismo de tipo leninista). III Internacional y división del socialismo en dos bloques irreconciliables tras la breve experiencia de los Frentes Populares.
(4) 1945-1995: consolidación del estalinismo. Adquisición por parte de la socialdemocracia de rasgos propios diferenciados de la tradición decimonónica. Consolidación de la socialdemocracia como una de las principales fuerzas políticas occidentales leales al sistema capitalista. Quiebra del modelo soviético y manifestación de la crisis dentro de la socialdemocracia. Esta última etapa puede a su vez dividirse en tres momentos diferentes (Petras, 1995): (1) socialdemocracia del bienestar social. Implantación y consolidación del Estado del bienestar; (2) Socialdemocracia neoliberal. Crisis económica, aumento del paro y ajuste estructural desde presupuestos liberales (3) Pérdida del referente socialista y asunción de un nítido perfil de gestores de la crisis. Emergencia del discurso defensor de la "razón de Estado" y la "gobernabilidad" frente a los presupuestos ideológicos emancipadores de la tradición socialista. Explosión de la corrupción individual y de partido.
La primera etapa socialdemócrata, tras la Segunda Guerra Mundial -la señalada como su "edad de oro"-, tuvo su expresión más generalizada en los trabajos de A. Crosland, especialmente en su The Future of Socialism (1956). Esta se resumía en los principios del liberalismo político, la economía mixta, el Estado del bienestar, la política económica keynesiana y un compromiso con la igualdad social (Paterson y Thomas, 1992). La socialdemocracia definía sus contornos y encontraba refuerzo para orientarse en la dirección en que lo hizo tanto en la arena política -existencia de la guerra fría- como en la económica -existencia de una onda larga expansiva en occidente entre 1948 y 1968- (Mandel, 1980). Sus rasgos característicos serían los siguientes: En primer lugar, la aceptación de la economía capitalista se combina con una amplia intervención del Estado a fin de contrarrestar el desarrollo desigual. En segundo lugar, se utilizan métodos de regulación keynesianos para conseguir crecimiento económico, salarios elevados, estabilidad de precios y pleno empleo. En tercer lugar, la política estatal consiste en redistribuir el excedente de forma progresiva, a través de programas de bienestar social, la seguridad social y la legislación sobre impuestos. Y, finalmente, la clase obrera está organizada en un partido socialdemócrata mayoritario estrechamente ligado a un poderoso movimiento sindical centralizado y disciplinado (Kesselman, 1982)
En esta etapa, gracias al crecimiento económico de la posguerra (facilitado por el apoyo norteamericano al capitalismo europeo a través del Plan Marshall y por la creación de mecanismos financieros internacionales controlados por los Estados Unidos), y a su correlato en forma de pleno empleo, se logró que los conflictos de clase se moderaran considerablemente. La disminución de la polarización social que ya observara Bernstein en los años 20 tomaba cuerpo real y las proclamas socializantes poco a poco iban desapareciendo, primero de la praxis socialdemócrata y después de sus discursos y programas. Las teorías, esencialmente marxistas, según las cuales la pauperización del proletariado, la disminución de la tasa de ganancia o las contradicciones inherentes al capitalismo condenaban a ese sistema económico al fracaso se veían temporalmente superadas gracias a una conjunción de factores que alejaban la sensación de fracaso del capitalismo al diferir en los problemas en el espacio (ajustes vía deterioro del medio ambiente o explotación del tercer mundo), en el tiempo (incremento del déficit público estatal que compensaba la disminución de la tasa de ganancia) o sacrificando segmentos sociales o modelos de vida (sociedades de los dos tercios; asunción del individualismo posesivo y atomización social; pérdida de referentes humanistas comunitarios).
El proceso de "desmarxistización" de la socialdemocracia se constata en la Declaración de la Internacional Socialista sobre fines y tareas del socialismo democrático, hecha en Frankfurt el 3 de julio de 1951, y, de manera conspicua, en el Programa Básico del Partido Socialdemócrata Alemán, acordado en el Congreso de Bad Godesberg en noviembre de 1959 (Sotelo, 1991), y desde donde se exportaría al resto de la socialdemocracia europea. El problema de la institucionalización había sido previa y arduamente debatido en el seno del movimiento socialista desde sus inicios. El conflictivo paso del movimiento socialista a partidos socialdemócratas nacionales, ya estuvo como núcleo de la discusión acerca de las estrategias políticas a seguir en el propio campo del socialismo democrático en el periodo de entreguerras (en el debate Rosa Luxemburgo, Kautsky y Bernstein), pero no se materializará totalmente hasta que los partidos socialdemócratas asumieran, en el periodo de posguerra, la democracia competitiva y la cura keynesiana como solución propia.
En la medida en que la actividad política de la ciudadanía ha tendido a reducirse al momento electoral, diversos contenidos de trascendencia política aunque de naturaleza socio-cultural se han ido mostrando formalmente incompatibles con la lógica competitiva de la democracia liberal, lo que se ha traducido en un progresivo distanciamiento entre el movimiento social originario comprometido en la defensa y promoción de esos contenidos y el proceso que discurre en las instituciones políticas del Estado (Offe, 1988).
Cierto es que la propia creación del Estado de bienestar aparece como una excepción a esta lógica incompatibilizadora de la democracia liberal. La conflictividad mostrada por las relaciones mercado-sociedad en el mundo laboral bien podría haber parecido difícilmente compatible y universalizable en los momentos originarios de la socialdemocracia. No obstante, si esto ha sido posible y se ha logrado la incorporación de los segmentos organizados de la clase obrera al sistema político liberal ha sido gracias al alto nivel de movilización y organización alcanzado por la clase trabajadora, que impidió la represión de sus demandas y logró su compatibilización en los márgenes del marco institucional de la democracia competitiva. La articulación del pacto keynesiano con sus mecanismos corporativos de dirección y planificación - en lo referente a inflación, productividad y empleo- ha encontrado su sustento en formas no parlamentarias de representación, de resolución de conflictos y de adopción de decisiones (consejos económicos de representación tripartita entre patronales, sindicatos y gobiernos).
No obstante, y a pesar de los consistentes réditos políticos y electorales de esta estrategia durante casi tres décadas, dos factores relativizan su éxito desde una perspectiva histórica más amplia, especialmente si se entiende que la crisis de los setenta no fue la causa sino la señal que estaba esperando la economía occidental para expresar su enfermedad (Castells, 1980). Al articularse la estrategia socialdemócrata en la variante tecnocrática corporativa dentro de un proceso de especialización de la vida política, la institucionalización de este ámbito de negociación del mundo del trabajo industrial fue adquiriendo en el contexto de una estructura social en profunda mutación un carácter progresivamente particularista (y excluyente) a los ojos del resto de la sociedad, especialmente allí donde actuaba la socialdemocracia "corporativista" (Esping-Andersen, 1990). Por otra parte, en la medida en que la solución keynesiana ha mostrado profundas brechas a partir de la crisis del petroleo de los años setenta, y comienza a vislumbrarse desde la lógica de la reproducción transnacionalizada del capital los problemas de "ingobernabilidad" que presenta el pacto keynesiano, éste ha ido perdiendo vigencia paulatinamente, al tiempo que ha puesto de manifiesto cómo el abandono de aquellos elementos transformadores de la tradición socialista creaba un "vacío referencial" que arrojaba a la socialdemocracia en brazos de la más desnuda gestión y del más estricto presentismo (Galbraith, 1992). Sus declaraciones acerca del logro de una sociedad más justa y más libre, propias de las exigencias electorales en sistemas de partidos "acaparadores", veían con cada vez mayor dificultad una articulación real en el corto plazo, siendo el resultado final la consiguiente frustración de la ciudadanía y una actitud receptiva hacia discursos populistas.
Cuando la crisis económica cambió la voluntad de los capitalistas y sus gestores en cuanto al mantenimiento del Estado del bienestar conforme a los parámetros mantenidos hasta la fecha, la socialdemocracia demostró que estaba intelectualmente inerte para encontrar recetas válidas acordes con la razón de ser de su ideología y su diferenciación respecto del resto de fuerzas de centro y derecha. Este problema se agravaba si se repara en que esta situación de crisis fiscal, que estaba acompañada por profundos y rápidos procesos de innovación tecnológica, traía consigo la pérdida de su gran caballo de batalla electoral: la sociedad de pleno empleo.
Esa situación de desarme ideológico emancipador de la socialdemocracia desembocó en el recurso a las recetas neoclásicas como forma de salir de la crisis, entorpeciéndose a su vez la consiguiente unidad de acción con los sindicatos afines. Estas recetas asentaban su edificio en una ideal situación de equilibrio (a su vez asentada en la Ley de Say según la cual toda oferta crea su propia demanda) y en la consecuente necesidad de reconstruir las coordenadas económicas de estabilidad, ignorándo las potencialidades de los actores más allá de la ferrea dictadura de las variables monetarias, y utilizando como instrumentos privilegiados la reducción de los salarios o el recorte del déficit público a menudo vía privatizaciones. Mientras el keynesianismo recurría a los poderes públicos para solventar los problemas del libre mercado -especialmente el paro- la receta neoliberal culpa de los problemas de la economía a la intervención estatal o a la avidez sindical que no acepta salarios conforme a la condición de equilibrio. Igualmente, la renuncia ideológica a aspectos teóricos que asumieran y recurrieran a la movilización social, y la herencia de la orientación keynesianismo cuyo eje no era el ciudadano consciente sino el Estado benefactor, reforzaba la centralidad de los mecanismos estructurales donde la labor de los individuos o grupos sólo tomaba cuerpo en forma de cifras contables (o en explosiones de descontento de cada vez más dificil canalización) y no como potencial movilizador y reivindicativo. La política colonizaba todos los aspectos de la sociedad al tiempo que la socialdemocracia renunciaba a explicar a la ciudadanía las dificultades de construir una política socialista dentro del marco invariado del mercado capitalista. Una vez asumido el sistema capitalista (a menudo con argumentos teóricos de converso) resultaba fráncamente difícil encontrar soluciones más allá de las estrictamente ortodoxas. En esa situación las responsabilidades de gobierno ya eran menos un instrumento de cambio social que un acicate para insistir en las recetas liberales.
A partir de esta coyuntura, gran parte de la tarea de los intelectuales socialdemócratas ha sido demostrar que la política de sus gobiernos es más redistributiva y sensible hacia los gastos sociales que su gran competidora electoral -la derecha democristiana-, centrando aquí su acreditación para mantener la denominación de origen socialista toda vez que tal política era "la menos mala de las conocidas" (Claudín y Paramio, 1990; Maravall, 1990). Efectivamente, ese diferencial en cuanto al gasto público es empíricamente demostrable, pero, como estos mismos intelectuales reconocen, los márgenes políticos, sociales y económicos para que este diferencial se mantenga son cada vez más estrechos (Maravall, 1995), a lo que habría que añadir que este diferencial, tendencialmente, llegará a ser imperceptible.
En definitiva, la socialdemocracia había olvidado que desde hacía cuando menos un siglo todos los avances ciudadanos se alcanzaron en lucha contra el nuevo laissez faire tanto del mercado como de los gobernantes (Blackburn, 1993), bien reconstruyendo el poder del Estado (derechos civiles y políticos), bien regulando el funcionamiento del mercado implicando a la administración en la marcha de la economía (derechos sociales). Puede por tanto afirmarse que la socialdemocracia, merced a estos procesos, cuyo impacto en las estructuras socioeconómicas fue subestimado, "perdió su fuerza y su coherencia intelectual en algún momento de los años setenta" (Paterson y Thomas, 1992).
Es entonces cuando arrecian las críticas a la socialdemocracia desde todos los sectores políticos, y ésta, convertida en una fuerza política de enorme relevancia, no encuentra la posibilidad de reconstruir su discurso, optando por mantener e insistir en las coordenadas políticas asumidas en los diferentes "Programas de Bad Godesberg" y pagando por ello el precio de una crisis de identidad -que no siempre electoral- que dificulta sobremanera la posibilidad de referirse a su actuación gubernamental como socialdemócrata conforme a las pautas clásicas, es decir, aquellas que siempre reservaron, incluso en sus corrientes más moderadas, un lugar visible a la voluntad transformadora. El punto final de la propuesta bernsteiniana según la cual le correspondía a la socialdemocracia desterrar la radicalidad de su discurso asumiendo en su programa los fines reformista que estaba concretamente realizando desde su vertiente parlamentaria, se traducía posteriormente en el deslabazamiento de su propuesta de cambio y la negación puntual de cada una de las razones que motivaron su nacimiento cuando la clase obrera comenzó a articularse a finales del siglo pasado. Cuando la crisis económica y, escasos años despúes, la caída del comunismo dejaron al descubierto su escaso contenido ideológico, no resultaría extraño que explotasen, junto a sus propuestas políticas de estricto contenido gerencial del capitalismo, un sinnúmero de casos de corrupción que mostraban cuán débiles eran los lazos ideológicos de buena parte de aquellos que estaban construyendo el socialismo democrático en el mundo occidental. El aireamiento selectivo de estos casos (existentes en todas las fuerzas asentadas acríticamente en el sistema democrático liberal) a través de unos medios de comunicación en manos de personas vinculadas a propuestas políticas conservadoras -cuando no reaccionarias-, equiparaba a la socialdemocracia con otras fuerzas políticas cuyo objetivo político nunca fue la transparencia en la gestión de la cosa pública. Perdido el referente ideológico, no mostrando especiales diferencias respecto a otras fuerzas políticas gobernantes en cuanto a la gestión del poder, restaba la integridad personal como aspecto diferencial (vinculada a determinadas trayectorias de los individuos en consonancia con el ideario democrático de los partidos), pero ésta se ha visto en buena medida quebrada al salir a la luz los comportamientos delictivos o socialmente reprobables de muchos responsables políticos vinculados a este credo político (Italia, Francia, España, Bélgica, Venezuela, Grecia, Japón).

III. Los problemas ausentes de la socialdemocracia: omisiones y renuncias.
La crisis de la socialdemocracia forma parte de un prolongado y más amplio proceso histórico, en donde si bien convergen crisis más amplias -de la modernidad, de la izquierda o de la democracia, en las que ella participa-, también se pueden analizar fases o elementos que atañen específicamente a la socialdemocrcia en la medida en que fueron centrales en su debate ideológico y han marcado el rumbo del pensamiento político del siglo XX. En esta dirección podemos agrupar estos elementos en cuatro grandes problemas: (1) los situados en el ámbito ideológico strictu sensu; (2)los derivados de la gestión de un aparato de Estado dentro de la lógica competitiva de la democracia liberal; (3) la ausencia de una reflexión crítica sobre el desarrollo capitalista, (4) la desconsideración del problema de la cultura emancipadora.
(1) Problemas ideológicos: La conflictiva dinámica de recomposición del capitalismo en Europa en las primeras décadas del presente siglo determinó la evolución del movimiento socialista, que se sumergió en la schmittiana lógica de amigo-enemigo que prevalecía en las diferentes guerras civiles que asolaban al continente. Una consecuencia de esto fue que a partir de la II Internacional existió una desvinculación en el discurso socialista de las ideas de reforma y revolución y de democracia y socialismo. Si bien es cierto que esta situación configuró una estructura de oportunidades políticas que obligó a asumir las reformas como único camino viable, el abandono de los objetivos transformadores de largo plazo, vinculados a las energías utópicas, llevó a considerar que la formulación de un objetivo general para el movimiento obrero debía considerarse como carente de valor (Bernstein, 1982). El reformismo asumió que lo que importaba era el camino (las reformas) y no el objetivo (el socialismo), cometiendo el error estratégico de evaluar sus logros como producto exclusivo de sus opciones tácticas, descontextualizando su marco de acción de una coyuntura histórica más amplia que era la que había permitido sus logros. En este sentido es meridiana la apreciación de Rosa de Luxemburgo al afirmar desde el núcleo de ese proceso que:
La lucha por las reformas no genera su propia fuerza independientemente de la revolución. Durante cada periodo histórico, las luchas por las reformas se llevan a cabo sólo en el sentido indicado por el ímpetu de la última revolución; y continúa hasta tanto el impulso de ella sigue haciéndose sentir (...) en cada periodo histórico la lucha por las reformas se lleva a cabo solamente dentro del marco de la forma social creada en la última revolución. Resulta antihistórico representar la lucha por las reformas como una simple proyección de la revolución y a ésta como una serie condensada de reformas (Rosa Luxemburgo, 1967: 88).
En este sentido, la acción huelguística revolucionaria en las primeras década del siglo y la consolidación de la URSS como superpotencia en la postguerra son factores históricos que explican en buen medida las concesiones parlamentarias que las clases dominantes burguesas realizaron en la construcción del Estado del Bienestar, un mal menor ante la eventual socialización de la economía capitalista (Offe, 1991; Esping-Andersen, 1990; Hobsbawm, 1995).
La ausencia de esta reflexión de fondo - sobre la interacción existente entre las diferentes estrategias mantenidas por distintas familias socialistas dentro de este complejo proceso histórico- constituye uno de los mayores obstáculos que gravitan sobre la actual crisis de la socialdemocracia -como parte de la señalada crisis más amplia de la izquierda- ante la fase globalizada de recomposición capitalista.
En relación a una eventual acción convergente de la izquierda, la socialdemocracia está atrasada en la reelaboración crítica de sus logros respecto del movimiento comunista occidental. Si ésste, salvo algunas excepciones y con diferentes velocidades, viene entonando su mea culpa respecto al estalinismo desde finales de los sesenta, permitiendo ese reconocimiento de errores comenzar un trabajo conjunto que se vería dificultado de mediar una interesada reconstrucción histórica, la socialdemocracia insiste a menudo en su carácter anticomunista (herencia de la guerra fría), realizando forzadas reconstrucciones del pasado que lejos de estar al servicio de la verdad o del futuro buscan en la supuesta maldad histórica de la izquierda no socialdemócrata la justificación de la gestión política del presente. No resulta ocioso señalar cómo Antonio Gramsci, un pensador ajeno tanto a la tradición socialdemócrata como al estalinismo -aunque con una polémica abierta respecto a su comprensión de la dictadura del proletariado- y con un discurso claramente defensor de la especificidad occidental y de la importancia de los elementos superestructrurales en las transformaciones sociales permanece dentro de la reflexión socialdemócrata comunmente ignorado (Paramio, 1992; Tezanos, 1993;) o se rescata para resaltar su contribución a la "confusión teórica" (Castañeda, 1995: 235).
Justificado por la incertidumbre que el desarrollo del capitalismo ha arrojado sobre el futuro de la humanidad es necesario retomar hoy la esencia de la discusión entre reforma y revolución, reflexionando sobre la naturaleza esencialmente conflictiva del proceso social, negando la naturaleza inherentemente positiva del consenso y su identificación acrítica con la idea de democracia. La democracia reclama igualmente, para poder recibir tal nombre, la fuerza constructiva y alternativa del disenso.
En la actual coyuntura histórica es pertinente disentir del consenso existente en torno a la idea de que el buen gobierno es la administración tecnocrática de la res pública que, por otra parte, es orquestada de forma ilusoria y desrresponsabilizadora por unos medios de comunicación social al servicio de una estructura de poder en la que convergen los intereses de los partidos políticos y unas corporaciones económicas crecientemente oligopólicas. En definitiva, para recuperar la conciencia de que la transformación y el control de una estructura de poder que produce los problemas que amenazan el futuro de la humanidad o debilita los contenidos humanistas en el presente, se exige la construcción de bases de poder desde la que generar alternativas al "pensamiento único" (Ramonet) existente. Este proceso que implica retomar la movilización social con su correlativa conflictividad política, perfectamente asumible dentro de los parámetros dialógicos en los que se mueven las instituciones democráticas creadas en la historia reciente de occidente.
(2) La gestión socialdemócrata del Estado en la democracia liberal: El conformismo con el programa mínimo, la paulatina renuncia al programa máximo y el intencional deterioro de la palabra revolución -vinculada exclusivamente a violencia-, posibilitó que los socialdemócratas se relajasen en sus intenciones transformadoras y empezasen a disfrutar sin tensiones dialécticas de las posiciones institucionales conseguidas, según su discurso, gracias a la "política parlamentaria".
El éxito del tándem "organizaciones obreras-partidos socialdemócratas" a lo largo de casi cinco décadas, con el logro de mejoras de las condiciones de vida de los trabajadores, terminó de conceder a los partidos de clase un halo de intangibilidad -iniciada cuando estos partidos eran la única garantía de mejora de los obreros (von Beyme, 1986)- que habría de transformarse en una coraza cada vez más insensible ante cualquier crítica alertadora de previsibles degeneraciones del principio de democracia interna o del principio de burocratización. Este problema ya afloró en la década del veinte en el debate abierto por Luxemburgo, Trotski y Gramsci y sus posteriores seguidores, respecto a los cuidados necesarios para que la división funcional del trabajo entre partidos y sindicatos no derivase en un distanciamiento entre política y sociedad ni entre cúpulas y bases. Extensión de este debate fue la discusión en torno a la idea de la dictadura de proletariado, la infabilidad del partido y el papel del líder (bien conocida es la expresión de Rosa Luxemburgo en su crítica al centralismo democrática, retomada por Trotski, según la cual el partido sustituía al pueblo, el comité central al partido y, finalmente, el secretario general al comité central), aportaciones leninistas que han constreñido el desarrollo de la izquierda no sólo en su momento inicial sino al cobrar vida propia más allá del contexto en el que fueron desarrolladas.
Sin embargo, la necesidad de este debate se vería postergada merced a la "etapa feliz" en términos de bienestar que vivió la Europa de la posguerra, etapa amplificada y distorsionada por el florecimiento de los medios de comunicación de masas en el contexto ideológico de guerra fría. Esto ha posibilitado un movimiento antitético en el que los ciudadanos se despreocupan de la política al tiempo que la politica se tecnocratiza, se desideologiza y extrema la conversión de los partidos en "partidos acaparadores" (Kirchheimer) cuya principal preocupación es alcanzar mayores cotas electorales.
Esta situación fue derivando hacia la especialización burocrática, en gran medida justificada por la expansión y complejización del aparato de Estado y la necesidad del conocimiento experto. En este proceso, la militancia y la identidad socialdemócrata fue vinculándose a esta gestión técnica, reforzándose el conocimiento experto frente al político, gravitando con un elevado grado de autonomía en el proceso decisorio gubernamental. Por su parte, los partidos políticos respondían a los nuevos retos con un proceso de especialización a partir de la división del trabajo que diferenciaba claramente a los militantes con responsabilidades dentro del partido en las siguientes categorías: miembros de la organización interna dedicada a atender el momento electoral o el funcionamiento cotidiano del aparato, tecnócratas-gestores de los distintos organismos estatales, ideólogos que elaboran programas y piensan sobre el fututo del partido desde las necesidades de justificación de la acción presente y líderes de creciente perfil medíatico. Estas tareas se desarrollan dentro de una cierta dinámica competitiva dentro del poder del aparato partidario, alcanzando una dinámica convergente en el momento electoral, aunque sin lograr una unificación orgánica en la consecución de nuevos horizontes temporales para el trabajo partidario. La ausencia de objetivos de largo alcance termina convirtiendo estas actividades, que son un medio, en fines en sí mismas. Consecuencia de ello es una nueva distribución del poder dentro de los partidos a favor de los cargos que cuentan con recursos institucionales -vitales en la consecución de votos, en detrimento de las bases e, incluso, de los grupos parlamentarios, si bien en este aspecto las dinámicas nacionales abren un variado abanico de posibilidades. Merecen una mención las secretarías generales de los partidos socialdemócratas. Éstas son ocupadas comúnmente (de forma más obvia en el socialismo meridional) por personas que llevan incluso decenas de años en las labores de máxima responsabilidad en el partido y/o, en su caso, en el gobierno. La existencia de la figura del "delfín" garantiza una línea de continuidad que dificulta especialmente la renovación de ideas y de equipos. Vinculado a esto hay que señalar el uso corriente por parte de estas fuerzas de "heroes salvadores" -cierto que también como consecuencia del creciente poder mediático- que se sitúan por encima de la organización y sobre los que se hace pivotar la existencia misma del partido. Estos "héroes" pasan a representar por antonomasia al partido, obviando la discusión interna, rebajando a la militancia a la simple función de acompañantes del líder y sometiendo al partido al riesgo de los avatares que acompañen a una única persona, al tiempo que debilitan el carácter coral que tradicionalmente reclama el ideario socialdemócrata para la ciudadanía y la militancia).
Por otro lado, prevalece en el discurso socialdemócrata la inevitabilidad de las medidas tomadas, constituyendo la inapelabilidad de lo realizado el eje de la discusión política, con el consiguiente cierre de toda posibilidad de construir una crítica que pueda imprimir una nueva dirección en su programa político. La renuncia al pleno empleo, el apoyo a guerras sólo justificadas a partir de un dudoso contenido solidario y la renuncia a apoyar con similar contundencia causas más objetivamente acordes con la declaración universal de los derechos humanos, el retraso en la asunción de cuestiones de defensa del medio ambiente o su sacrificio en aras de otro tipo de razones, una concepción exclusivamente pragmatica en la construcción europea, el uso justificatorio de la razón de Estado, una dinámica cooptativa y desactivadora en relación a los diversos movimientos sociales o el abuso del poder para fines privados, son posicionamientos que, pese a su justificación en nombre de la gobernabilidad, la competitividad o la inevitabilidad, alejan a la socialdemocracia de la matriz emancipadora que ha caracterizado a la cultura de la izquierda.
Los fenómenos de corrupción vinculados a la financiación ilegal de sus partidos (violentando con su mayor disponibilidad para el gasto electoral las reglas del juego democrático), y su posterior y necesario incremento de la degeneración inicial al traducirse en fenómenos de enriquecimiento personal (algo no muy extraño cuando no existe un referente global que otorgue sentido a la labor política más allá del mantenimiento de una cuota de poder) han terminado por borrar ciertas diferencias que caracterizaban el uso del poder por parte de la izquierda. Estos procesos de institucionalización burocratizadora, que de una manera u otra responden a las exigencias de la gobernabilidad de la democracia competitiva (conquistar el poder y conservarlo), han ido minando los valores éticos que dinamizaron los comienzos del movimiento socialista y sobre los que reflexionó en profundidad el marxismo austriaco del periodo de entreguerras.
(3) La reflexión sobre el desarrollo capitalista: la evolución tecnológica impulsada a partir de la revolución microelectrónica ha llevado al capitalismo en su última fase a una dinámica global que excede con creces la internacionalización de la economía iniciada con el siglo: la mundialización de los mercados financieros y la transnacionalización del proceso productivo han superado de forma irreversible el espacio de gobernabilidad económica que hasta los años sesenta se encontraba enmarcado por las fronteras del estado-nación.
Desde los espacios no regulados del ámbito internacional poderosas corporaciones económicas multinacionales realizan movimientos masivos de capitales (beneficiándose de la política de déficit público vinculada a la ejecución del Estado del bienestar) que condicionan fuertemente el ámbito de decisión de las autoridades económica nacionales. Éstas se hallan limitadas en un escaso margen de maniobra para escapar a la lógica competitiva impuesta por estos imperios económicos sin territorio ni población y, por tanto, carentes de responsabilidades sociales o ambientales como las que poseen aquellos que han de pedir su opinión a los electores. Está lógica competitiva se ve refrendada por unas instituciones económicas internacionales que realizan sus diagnósticos y recomendaciones considerando esta situación como un dato positivo: la competitividad de la lógica del mercado es el mejor remedio para curar las enfermedades socioeconómicas de los pueblos y las malas costumbres políticas de los gobiernos. Vuelve a emerger así una concepción darwinista de lo social que había sido arrinconada en el pensamiento social de occidente gracias a debates político-ideológicos prolongados a lo largo de más de un siglo.
La caída del muro de Berlín, en tanto que momento catártico del fin de la experiencia del socialismo real, hizo posible que la idea de mercado trasladase su creciente hegemonía desde el ámbito del pensamiento económico al debate político. En esta discusión la socialdemocracia no sólo no estaba preparada para enfrentar nuevos o viejos argumentos, sino que, por el contrario, gran parte de sus reconocidos líderes e ideológos asumieron los posicionamientos a favor de un mercado omnipotente, participando de la crítica neoconservadora a la planificación estatal para, por un lado, justificar la inevitabilidad de las medidas privatizadoras (mercantilizadoras) tomadas por sus gobiernos y, por otro, para desacreditar a sus competidores electorales de la izquierda.
Identificando la planificación con la pésima versión que se dió en el socialismo real, principalmente en la URSS (lo que puede dar muestras de un precario bagaje ideológico), y optando por la renuncia a una gestión diferente del Estado en occidente, la socialdemocracia abdicó a la hora de enfrentar en términos políticos la falacia neoconservadora del mercado libre, la utopía liberal por excelencia ahora triunfante. En la pacatería ideológica que equipara la planificación con "trasnochados jacobinismos", se ignora que las multinacionales planifican sus estrategias de mercado e inversión, en perfecta sincronía con el mundo de la comunicación, en horizontes temporales que superan con mucho los planes quinquenales de los antiguos países de economías planificadas (Filias, 1993). Cuando el objetivo sigue siendo la consecución del máximo beneficio en una situación de libre competencia, la lógica concentradora de la propiedad continúa rigiendo la estrategia de estas empresas, en la que están contempladas las tácticas para evitar las legislaciones antimonopolio que puedan existir en determinados Estados.
En este sentido, la socialdemocracia, a pesar de que sus grandes éxitos históricos se deben a los límites que puso a la lógica del mercado con la planificación inherente a la cura keynesiana, no termina por articular un discurso que se oponga a esta contradictoria concepción principista del mercado, donde la visión cooperativa entre ambos términos -planificación y mercado- asuma la conflictividad social que acompaña a esta relación histórica. Todo ello a pesar de las grandes posibilidades que la informática abre tanto para la planificación, incluso a escala planetaria, como para la descentralización coordinada. En este ámbito, la gran paradoja está en que a pesar de los lúcidos intelectuales con los que cuenta en sus filas, muchos de los cuales siguen considerando válidas los postulados científicos del pensamiento marxista, la política socialdemócrata de partido y gobierno sigue actuando dentro de opciones y soluciones de carácter nacional (o zonal), sin terminar de considerar en toda su perspectiva los problemas derivados de la lógica transnacional de la actual fase de desarrollo capitalista.
(4) El abandono de la cultura transformadora. En el plano cultural se encuentra uno de los mayores problemas de la socialdemocracia, que se ha traducido en su principal laguna en términos de estrategia política y que, por tanto, constituye el nucleo del fracaso en sus esfuerzos emancipadores de la sociedad capitalista.
La asunción de la noción privado-público de la tradición liberal, con su inherente filosofía individualista, ha minado la posibilidad de la construcción social de la noción de responsabilidad colectiva. Entre el espacio de privacidad dedicado a la intimidad de la vida familiar y el espacio público ocupado por los representantes políticos -progresivamente autonomizados en un ámbito estatal en complejización y alejados de la sociedad real por la engañosa cercanía medíatica - la ciudadanía cuenta con escasos recursos políticos. Su principal recurso es el acto electoral, necesario pero no suficiente, que al tiempo que está temporalmente acotado, se encuentra cada vez más preso de la lógica de la publicidad y el consumo (aquella que consideran al votante como consumidor de un producto político producido por la empresa partido), y, por tanto, mediado por los diversos poderes económicos y audiovisuales.
Esta erosión de la dinámica democrática, si bien puede ser ideológicamente cuestionada, es compensada con una gestión pragmática del Estado, cada vez más identificada con el Estado benefactor. La socialdemocracia empieza a diferenciarse del resto de las opciones políticas no por aumentar el poder de control sobre el Estado sino por apoyar el aumento de las demandas sociales sobre el mismo, atendiendo a éstas de una forma paternalista tal que impide la construcción de una ciudadanía activa que inevitablemente cuestionaría, ampliándolos, los mecanismos de participación política previstos en la democracia competitiva (y esto no por cuestiones de "privilegio ontológico" de la clase obrera (Mouffe, Laclau, 1987) ni por ningún tipo de moral superior inherente a la citada clase (Mandel, 95), sino por un simple impulso antropológico vinculado al "mejor vivir"). En este sentido, se renunció a socializar la política, a democratizar al Estado y a fomentar en términos culturales y educativos una reflexión sobre el poder asentada sobre la correlativa corresponsabilización social. Esto no implica que la evolución de los derechos ciudadanos no sea positiva en lo que implica de desmercatilización de aspectos básicos para el desarrollo de una vida digna, sino que destaca el hecho de que en la evolución histórica concreta se constata la renuncia a ascender todos los peldaños de la escalera democrática al no haber insistido en los aspectos participativos que democratizan el poder no en su ámbito distributivo sino reproductivo.
Como ya se ha señalado, desde los años treinta se cuenta con una reflexión teórica, la de Antonio Gramsci, que aporta elementos claves para entender la centralidad de la dinámica cultural en el cambio social. Nociones como hegemonía, intelectual orgánico o sentido común atienden a la permanente interacción dialéctica en las relaciones de consenso/coerción entre la sociedad civil y las instituciones del Estado (Gramsci, 1970). Esta realidad da sobradas muestras de un hecho central: en tanto en cuanto la socialdemocracia no piense políticamente la transformacion de los más importantes mecanismos de reproducción social - la educación y los medios de comunicacón social a partir de los que se elabora la opinión pública- no podrá superar la crisis que sufre en tanto que fuerza con un ideario transformador. No hace falta extenderse respecto de la forma en que los media, en particular la televisión, han modificado las pautas de relación subjetiva, de sociabilidad y de dominación sociales. Estos cambios han afectado al entendimiento individual de la realidad social, que aparece descontextualizada de procesos sociales básicos como el trabajo, la reivindicación laboral o política o la noción de globalidad. Igualmente opera sobre la pasividad del espectador -mero consumidor de imágenes, a menudo irreales-, al tiempo que modifica el tiempo libre y enfatiza determinados valores, redefiniendo pautas de socialización que atomizan a los ciudadanos insistiendo en su vertiente de compradores en un mercado embellecido (el "narcisismo consumista" (Lash, 1986).
En la medida en que la publicidad es la que marca el valor del tiempo en pantalla, los mensajes políticos se han visto obligados a reducirse, simplificándose en una suerte de frases de efecto que tienden a igualar todos los discursos políticos; de esta manera la forma empieza a ser el contenido, se magnifican los personajes y se desvalorizan las ideas, por lo que la mercadotecnia gana terreno en la política. A pesar de las facilidades de información, paradójicamente no se conocen mejor sus programas políticos. Al contrario, los partidos políticos han visto modificada su actividad: se retrocede en los mecanismos de articulación de propaganda tanto interna como externamente (la militancia cuenta menos, y los oradores televisivos expanden su poder dentro de los partidos). La televisión ha transformado la manera de entender el mundo y la izquierda, y la socialdemocracia en particular, no se han planteado disputar esta visión del mundo por medio de un uso alternativo de los medios. El poder de los medios de información ha consistido en amplificar unas parcelas de la realidad y esconder otras. Antaño, una de las batallas de la socialdemocracia fue contrarrestar la hegemonía de opinión de los periodicos burgueses con la prensa proletaria y los clubs de cultura socialista. Contra la unidireccionalidad y verticalidad de la televisión no hay más alternativas que la horizontalidad y reciprocidad de otras formas de usar el medio: una televisión ciudadana, no dinamizada por la lógica del consumo de la publicidad.

IV. Dilemas y perspectivas de la socialdemocracia.
El dilema crucial de la socialdemocracia, compartido con el resto de fuerzas de izquierda, consiste en definir la idea de progreso y establecer los pasos concretos para su aplicación (ni análisis sin propuestas, ni propuestas sin análisis). Esta compleja tarea adquiere un mayor grado de dificultad desde el momento en que se asume que la actual indefinición ideológica -la auténtica crisis de la socialdemocracia- obliga a defender, frente al renovado ímpetu de las fuerzas que dinamizan un mercado de escala planetaria, un programa cuyo mínimo ha de ser la conservación de las conquistas sociales y morales del pasado -con atención a los nuevos problemas de medio ambiente y sin olvidar la generalización de esos logros a aquellos colectivos aún no integrados-, y su máximo una "estrategia de poder" que permita hacer cierta en el menor plazo posible su definición utópica transformadora.
La labor de conservación debe articularse desde un uso renovado de las instituciones políticas existentes. Aún reconociéndose la absoluta validez de los mecanismos de democracia representativa y de los partidos políticos democráticos, ha de entenderse la necesidad de su complemento con nuevos mecanismos de participación para los diferentes actores sociales. Fórmulas de incorporación -no de colonización- entre los partidos políticos y los movimientos sociales aparecen en la agenda de las prioridades de una ideología emancipadora (Reichmann, 1994).
La socialdemocracia vive otro gran dilema al plantearse la necesidad de crear mecanismos que generen una gobernabilidad legítima (consentida tras un discurso libre) en ese espacio transnacional gobernado por un mercado mundial al que dinamiza la lógica financiera especulativa que, paradójicamente, empieza a cuestionar el alto grado de consumo y bienestar del primer mundo, beneficiario de la actual configuración de la estructura económica mundial. El entonces Presidente francés Mitterrand, en una de sus últimas apariciones oficiales, con motivo de la Cumbre Mundial sobre Desarrollo Social (Copenhague,1995), dejaba entrever una preocupación clave en este aspecto cuando, en solitario, apoyaba como gobernante de un país del norte la propuesta de establecer impuestos especiales a los movimientos internacionales de capital. Tambien es destacable que en esta cumbre se presentó, a propuesta del foro alternativo de ONG's, un código de conducta para las empresas transnacionales que finalmente sería desestimado por el foro oficial, quien realmente podía hacerlo ejecutivo.
Desde esta perspectiva, se hace cada vez más evidente la necesidad de recuperar el viejo sueño ilustrado - el gobierno mundial kantiano- como núcleo de la nueva utopía desde la que movilizar y organizar las energías sociales para enfrentar la inercia de un sistema aparentemente autorregulado. El paciente trabajo de armonización reglamentaria, monetaria, social y política emprendido en Europa hace ya medio siglo, a pesar de su timidez es un ejemplo a extender al resto del mundo, si bien reequilibrando sus aspectos económicos y sus aspectos sociales (Jerez, 1993).
Junto a esta meta revolucionaria -en tanto objetivo de transformación de largo alcance-, el socialismo posindustrial se enfrenta a un segundo dilema: cuestionar la idea de progreso material perpetuo y asumir una reflexión de fondo, la antiproductivista (Gorz, 1988), que tradicionalmente le ha sido ajena.
En esta dirección, se plantea a la socialdemocracia la necesidad de una alianza estratégica con los nuevos movimientos sociales en torno a dos temas principales y complementarios. Primero, el cuestionamiento, a partir de la reflexión sobre los límites medioambientales, del consumo ilimitado. La obsolescencia programada de productos puede ser racional desde el punto de vista mercantil pero no lo es desde el punto de vista socioambiental. Ante este problema, no se puede confiar a soluciones tecnológicas el problema de los desequilibrios ecológicos de la biosfera, ya que no deja de ser una confianza en la correcta asignación de recursos del mercado: la demanda de soluciones creará su propia oferta. Al problema de los tiempos -el establecer medidas cuando los daños sean irreversibles-, hay que añadir el problema de la distribución social -entre las clases- y geográfica -norte y sur- de estas soluciones "autorreguladas". El capitalismo en crisis busca su ajuste allí donde menos resistencias encuentra, siendo el primer referente -por su incapacidad de plantear protestas en el corto plazo- la esquilmación del medio ambiente como forma de reconstruir la tasa de ganancia.
Un segundo problema vinculado a esta dimensión antiproductivista se encuentra en la cuestión participativa. Las propuestas de participación que manejan los nuevos movimientos sociales y organizaciones no gubernamentales se mueven en dos direcciones básicas: (1) cuestionando el monopolio del conocimiento experto, crítica que, como segundo momento, conlleva una democratización de la responsabilidad social sobre el proceso decisorio institucional más allá de la cultura paternalista del Estado de bienestar; y (2) una redefinición del trabajo productivo - no necesariamente asalariado pero de utilidad social- al que atienden gran parte de esas organizaciones y movimientos que configuran lo que empieza a llamarse Tercer Sector (no lucrativo, no gubernamental, de iniciativas privado-sociales encaminadas a la búsqueda del bien común por medio de rearticular un espacio público, no necesariamente estatal).
En este marco es donde hay que situar la crítica a la principal respuesta socialdemócrata a la ofensiva neoliberal, el ingreso mínimo garantizado. Esta propuesta no puede entenderse al margen de una profunda reflexión cultural global a medio plazo (los cambios culturales precisan un horizonte temporal de al menos una generación) que entienda que en una sociedad de clases y con un contexto medíatico que potencia la privacidad, el escapismo consumista y la no participación, tal ingreso, pese a solucionar situaciones de máxima indigencia, insistirá en bordear el núcleo del problema. El Estado benefactor se combina en este momento con amplios procesos de desintegración social, agresividad y violencia inherentes al vacio psicológico producto del hundimiento de la cultura del trabajo, procesos contra los que la gestión estatal está fracasando. De esta manera, la solución no habría de encontrarla en la desconsideración de tal ingreso, sino en la puesta en marcha de mecanismos participativos que puedan reconstruir los vínculos comunitarios ineludibles para otorgar una dimensión de utilidad social a este tipo de salario, al tiempo que ayude a disminuir la brecha social vinculada a las diferentes relaciones laborales.
La voluntad participativa de determinados actores sociales (movimientos, ONG's, asociacionismo civil) para implicarse en la producción legislativa que atañe a sus ámbitos de actuación así como en la gestión de las políticas públicas ahí desarrolladas puede aportar dinámicas de interés desde diferentes puntos de vista: (1) por la legitimación de las autoridades públicas merced a su voluntad democrática; (2) por la eficacia, informando del proceso decisorio y supervisando el manejo de fondos públicos; (3) en relación a la justicia redistributiva, optimizando el uso de recursos y coadyuvando a la desprivatización de determinadas áreas de los negocios públicos privatizada por actores mercantiles. La puesta en marcha de este tipo de participación requiere, desde el punto de vista de la reflexión y la acción partidarias, la apertura de un debate acerca de la necesidad de repolitización de la gestión cuasiautomática de la cosa pública y de resocialización de la política. En este proceso de redefiniciones la utilización de mecanismos de democracia semidirecta pueden colaborar en la polítización de aspectos gubernamentales básicos. La articulación de estos mecanismos puede superar la noción de participación liberal de nuestra democracia (basada en la inhibición postelectoral, la desconfianza en el ciudadano y la supuesta inevitabilidad de la democracia formal como condición "necesaria y suficiente" (Monedero, 1995)- para cultivar una democracia de tipo socialista, cuya razón de ser está en la incorporación social de la política en su cotidianeidad, entendida como preocupación y compromiso con lo público, de manera que, sin renunciar a los compromisos formales, pueda avancerse en los contenidos reales de la igualdad de oportunidades.
Un nuevo problema surge al preguntarse si las sociedades querrían este tipo de participación. Posiblemente sean sectores minoritarios los que perciban la participación como un mecanismo que va más allá de la presión de tipo corporativo para cubrir determinada demanda. Estos sectores intentan recuperar, a través de la participación, una significado de la idea de calidad de vida que tenga presente sus connotaciones de sociabilidad compartida y de ciudadanía, frente a la ideología feliz del consumismo narcisista, de carácter individualizador, egoista, compulsivo y antipolítico.
Estos sectores participativos tendrán escasas posibilidades de expandirse si, como se ha señalado, no se abordan los problemas ligados a los medios de comunicación y a la industria cultural que construyen la hegemonía de unos valores antisociales en el capitalismo de la aldea global.
En esta esfera se presenta el tercer dilema. A pesar de reconocer el valor de las conquistas socialdemócratas a lo largo de décadas en el marco capitalista, se plantean como reversibles a partir de su articulación con la dinámica adquirida por un sector económico de una trascendencia cultural no ponderada. En este sentido, se presenta la necesidad de hacer efectiva la función social de los medios de comunicación, tanto los de propiedad privada como pública, realizando una socialización democratizadora de sus contenidos que cuestione la dictadura de las audiencias que no es otra que la de los propietarios. Es la la única vía para que, como plantea Habermas, el mundo de vida adquiera visibilidad en una opinión pública en la que sólo aparece como relevante las urgencias y necesidades del mercado y del Estado, pero nunca los planteamientos críticos realizados por los sectores organizados de la sociedad civil (Habermas, 1991). Éstos podrían dar usos alternativos de los medios audiovisuales en la explicación de la complejidad del mundo de hoy, paso ineludible en la consecución de la comunidad de diálogo.
Afrontar estos dilemas supera los recursos humanos e ideológicos de la socialdemocracia, y exige una rearticulación de las fuerzas políticas de tradición emancipadora. Por tanto, )cuál es la perspectiva para que las fuerzas políticas y la ideología socialdemocracia participen en la emergencia de un sujeto histórico transformador?
La clase obrera "clásica", que orientó como sujeto la reflexión política del pensamiento marxista a lo largo de este siglo, ha sido transformada cualitativamente y arrinconada numéricamente a través de los cambios en las estructuras productivas del capitalismo tardío. En la medida en que las esperanzas depositadas por algunos teóricos de la izquierda en los nuevos trabajadores del conocimiento y la información - que pese a ser asalariados son poseedores de un saber específico y, por tanto, son susceptibles de ser, al menos subjetivamente, clase dominante- se desvanecen, es pertinente interrogarse sobre qué grupos sociales confomarían este nuevo sujeto de vocación transformadora. El núcleo sociológico más importante pasan a ser las clases medias, que pese a estar mayoritariamente subordinadas a la lógica de dominación del capital, siguen siendo una clase puente que en determinadas coyunturas rearticula y orienta las alianzas sociales y políticas partidarias. En grandes rasgos, y tal como observa Offe respecto de los movimientos sociales, hay un sector amplio de clases medias vinculada al sector público, específicamente a sus áreas sociales, del que emergen los articuladores y líderes de los nuevos movimientos sociales de carácter progresista.
Por su parte el sindicalismo de clase se ve abocado a responder con nuevas estrategias a la presión fragmentadora del sindicalismo de resultados, que durante las últimas décadas ha marcado la dinámica del conflicto laboral, enfatizando casi con exclusivadad la vigilancia a las conquistas conseguidas en el pasado y en la reposición salarial de segmentos cada vez más minoritarios del mercado laboral.
En este sentido, los sindicatos de clase tienen su propio dilema al encontrarse ante la disyuntiva de, o bien contemplar cómo descienden sus tasas de afiliación y su capacidad de representación y movilización, o realizar el análisis crítico de su gestión y superar el alejamiento de sectores cada vez más amplios de trabajadores. Esta labor de reestructuración del movimiento sindical - con colectivos con grados muy diferenciados de organización e, incluso, inorgánicos, dada su posición de marginación y dependencia - es ineludible si realmente se plantea superar unas estrategias defensivas ()dónde se sitúa el punto de partida de lo defendible? )en lo prometido y no alcanzado? )en cada momento concreto? )respecto del punto más alto existente?) tendencialmente condenadas al fracaso y al enquistamiento corporativo por su aislamiento de la sociedad. Sin obviar que en los comienzos es realmente complicado conseguir una acción unitaria de las distintas sensibilidades sindicales, los núcleos más dinámicos van abriendo, con gran lentitud, su agenda de trabajo al resto de los problemas vinculados al mundo laboral de la sociedad postindiustrial. La reducción de la jornada laboral con la intención de repartir el trabajo ante una situación de desempleo debido a causas tecnológicas; la organización de mecanismos de comunicación, para garantizar las condiciones mínimas de trabajo y de cumplimiento de los derechos laborales en áreas caracterizadas por su precariedad, tales como el empleo parcial y juvenil o la contratación a través de agencias privadas de empleo, así como en el ámbito internacional para evitar el tan denunciado dumping social-; la organización de los parados de larga duración en torno a la reducción de la jornada de trabajo y la redefinición del trabajo de utilidad social son algunos aspectos de esta reflexión.
Al mismo tiempo esta recomposición estratégica en el ámbito laboral y sindical no puede renunciar a buscar la convergencia, tanto a nivel local y sectorial, de los distintos campos de conflicto que protagonizan los nuevos movimientos sociales, buscando su racionalidad común (Offe 1988), su mínimo denominador (lo que une antes que lo que separa).
En esta línea, desde la perspectiva político organizativa, la forma de estrutura de partido arrecife (Reichmann, 1994), puede permitir: 1) la comunicación infomadora y formativa entre las actuaciones de los distintos ámbitos así como el apoyo en sus momentos de conflicto; 2) la entrada de estas reivindicaciones dentro de la lógica de las instituciones políticas con el fín de solicitar el apoyo de ciudadanos que no están directamente implicados en estos procesos, otorgándoles visivilidad en los distintos momentos del proceso político (Parlamento e instituciones del Estado, medios de comunicación y campañas electorales). Sin duda, esta labor de rearticulación política es díficilmente compatible con la imposición de los tiempos electorales y requiere enfrentar de forma activa la autonomización de los funcionarios políticos en relación a la conquista de las responsabilidades gubernamentales. Como ya se apuntó respecto de la discusión "reforma-revolución", la dinámica "lógica electoral/institucional-frente ideológico" son las dos caras de una misma moneda que han de estar dialécticamente enfrentadas pero nunca al margen uno de otro.
Este proceso de superación de crisis de la socialdemocracia, que en realidad es el eje central de la rearticulación de la izquierda, requiere ingentes energías sociales que las opulentas y cómodas sociedades occidentales, hoy por hoy, no parecen dipuestas a ofrecer. En este sentido, el análisis aquí realizado transpira cierto pesimismo posmoderno desde el momento que existen serias dudas de si será necesario ver de cerca la catástrofe -ecológica, bélica, neoautoritaria- para que la sociedad reaccione, o si de hecho estamos imposibilitados para hacerlo incluso en esa situación. Mientras tanto, la sensibilidad de izquierda está condenada a permanecer, más allá del gramsciano optimismo de la voluntad, en las islas de subculturas que corresponden a las distintas tradiciones emancipadoras -comunistas, libertarias, ecologistas, teologías de liberación- en una postura que sólo puede aspirar a conectar dichas islas dentro de una lógica de la resistencia, creando un siempre amenazado archipiélago de libertad-solidaria.

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miércoles, 27 de febrero de 2008

LA PULVERIZACION DEL MARXISMO-LENINISMO


Publicado en Le Monde, 24 y 25 de abril de 1990. La redacción cambió su título por «El hundimiento del marxismo-leninismo». Incluido en el libro El ascenso de la insignificancia (traducción de Vicente Gómez). Versión electrónica que circula por Internet.
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La decadencia del Imperio romano duró tres siglos. Dos años han bastado, esta vez sin la ayuda de los bárbaros, para desarticular irreparablemente la red mundial de poder dirigida desde Moscú, sus pretensiones de hegemonía mundial, las relaciones económicas, políticas y sociales que la mantenían cohesionada. En vano se buscará un equivalente histórico a la pulverización de lo que hasta ayer parecía una fortaleza de acero. De pronto el monolito de piedra ha mostrado estar hecho de barro, mientras que los horrores, las monstruosidades, las mentiras y los absurdos revelados día a día eran aún más increíbles de lo que los más acerbos críticos de entre nosotros habíamos podido manifestar.
Al mismo tiempo que se desvanecen esos bolcheviques para los que «no existía fortaleza inexpugnable» (Stalin), se esfuma la nebulosa del «marxismo-leninismo», que, desde hace más de medio siglo, ha desempeñado prácticamente en todas partes el papel de ideología dominante, fascinando a unos, obligando a otros a posicionarse frente a ella. ¿Qué ha sido del marxismo, «filosofía insuperable de nuestro tiempo» (Sartre)? ¿En qué mapa, con qué lupa se descubrirá a partir de ahora el nuevo «continente del materialismo histórico», qué chamarilero nos procurará las tijeras del «corte epistemológico» (Althusser) que habría convertido en una antigualla metafísica la reflexión sobre la sociedad y la historia, sustituyéndola por la «ciencia del Capital?».
Apenas es necesario decir que sería inútil buscar la menor relación entre todo lo que hoy dice y hace Gorbachov y no ya la «ideología» marxista-leninista, sino cualquier idea.
Retrospectivamente, lo repentino del hundimiento puede parecer obvio. ¿No estaba acaso esta ideología, desde los primeros años de la toma del poder bolchevique en Rusia, en diametral contradicción con la realidad -pese a los esfuerzos conjugados de los comunistas, de los compañeros de viaje e incluso de la prensa respetable de los países occidentales (que, en su mayoría, había aceptado sin rechistar los procesos de Moscú)? ¿No era esta contradicción visible y cognoscible para quien quisiera ver y conocer? Considerada en sí misma, ¿no alcanzaba el colmo de la incoherencia y de la inconsistencia?
Pero el enigma no hace sino oscurecerse. ¿Cómo y por qué ha podido mantenerse en pie durante tanto tiempo este andamiaje? Una promesa de liberación radical del ser humano, de instauración de una sociedad «verdaderamente democrática» y «racional», que apelaba a la «ciencia» y a la «crítica de las ideologías» -pero que se realizaba como forma nunca antes llevada tan lejos de esclavización de las masas, de terror, de miseria «planificada», de absurdez, de mentira y de oscurantismo- ¿cómo ha podido funcionar durante tanto tiempo este engaño histórico sin precedentes?
Allí donde el marxismo-leninismo se ha instalado en el poder, la respuesta puede parecer sencilla: la sed de poder y el interés para unos, el terror para todos. Pero esto no es suficiente, pues, incluso en estos casos, la toma del poder ha sido casi siempre el producto de una importante movilización popular. Además, esta respuesta nada dice acerca de su atracción casi universal. Elucidar esto exigiría un análisis de la historia mundial en el último siglo y medio.
Aquí hemos de limitamos a considerar dos factores. En primer lugar, el marxismo-leninismo se ha presentado como la prolongación, como la radicalización del proyecto emancipatorio, democrático, revolucionario de Occidente. Presentación tanto más creíble por cuanto ha sido durante mucho tiempo -y esto es algo que hoy todo el mundo olvida alegremente- lo único que parecía oponerse a los encantos del capitalismo, tanto del metropolitano como del colonial.
Pero, detrás de esto, hay más, y en ello estriba su novedad histórica. En la superficie, lo que se denomina una ideología: una «teoría científica» laberíntica -la de Marx- en grado suficiente como para mantener ocupadas a cohortes enteras de intelectuales hasta el final de sus días; una versión simple, una vulgarización de esa teoría (formulada ya por el propio Marx), de fuerza explicativa suficiente para los simples fieles; finalmente, una versión «oculta» para los verdaderos iniciados que aparece con Lenin, que hace del poder absoluto del Partido el objetivo supremo y el punto arquimédico de la «transformación histórica». (No hablo de la cumbre de los Aparatos de Estado, donde la pura y simple obsesión por el poder conjugada con el cinismo total ha imperado al menos desde Stalin).
Pero lo que mantiene en pie el edificio no son las «ideas», ni los argumentos. Es un nuevo imaginario que se despliega y se transforma en dos etapas sucesivas. Como es sabido, en la fase propiamente «marxista», en una época de disolución de la vieja fe religiosa, su contenido es la idea de una salvación laica. El proyecto de emancipación, de La libertad como actividad, del pueblo como autor de su historia, se invierte y toma la forma de imaginario mesiánico de una Tierra prometida accesible y garantizada por el sucedáneo de trascendencia producido por la época: la «teoría científica»(1).
En la fase siguiente, la fase leninista, este elemento, aun sin desaparecer, es relegado progresivamente a un segundo plano por otro: más que las «leyes de la Historia», es el Partido, y su jefe, su poder efectivo, el poder sin más, la fuerza, la fuerza bruta los que se convierten no sólo en garantes, sino en objeto último de fascinación y de fijación de representaciones y deseos. No se trata solamente del temor a la fuerza -real e inmensa allí donde el comunismo está en el poder-, sino de la atracción positiva que ejerce sobre los seres humanos.
Si no comprendemos esto, nunca comprenderemos la historia del siglo XX, ni el nazismo, ni el comunismo. En el caso de este último, la conjunción de lo que se desearía creer y de la fuerza resultará irresistible durante mucho tiempo y sólo cuando esta fuerza ya no logre imponerse -Polonia, Afganistán-, se hará evidente que ni las bombas H ni los tanques rusos pueden «resolver» todos los problemas, que comienza verdaderamente la desbandada, y que los distintos arroyos de la descomposición confluyen en el Niágara que empieza a desbordarse en el verano de 1988 (primeras manifestaciones en Lituania).
Las reservas más fuertes, las críticas más radicales a Marx no anulan su importancia como pensador, ni la grandeza de su esfuerzo. Se seguirá reflexionando sobre Marx incluso cuando se busque con dificultad los nombres de von Hayek y Friedmann en los diccionarios. Pero no es por su obra por lo que Marx ha tenido un inmenso papel en la Historia real. Marx no habría pasado de ser un Hobbes, un Montesquieu o un Tocqueville más si de él no hubiera podido extraerse un dogma y si sus escritos no se prestaran a ello. Y si se prestan, es porque su teoría contiene algo más que simples elementos para ello.
La vulgarización del marxismo (debida a Engels), que señala como fuentes de Marx a Hegel, Ricardo y los socialistas «utópicos» franceses, oculta la mitad de la verdad. Marx es también heredero del movimiento emancipatorio y democrático -de ahí su fascinación, hasta el final de su vida, por la Revolución Francesa e incluso, en su juventud, por la pólis y el dêmos griegos. Movimiento de emancipación, proyecto de autonomía, en marcha durante muchos siglos antes en Europa y que halla su culminación en la Gran Revolución. Pero la Revolución deja un enorme y doble déficit. Mantiene e incluso acentúa, procurándole nuevas bases, la inmensa desigualdad del poder efectivo en la sociedad, enraizada en las desigualdades económicas y sociales. Mantiene y acrecienta la fuerza y la estructura burocrática del Estado, superficialmente «controlado» por una capa de «representantes» profesionales separados del pueblo. Es a estos déficits, así como a la existencia inhumana a la que somete a los trabajadores un capitalismo que se expande a una velocidad fulminante, a lo que responde el incipiente movimiento obrero, en Inglaterra y luego en el continente.
Los gérmenes de las ideas más importantes de Marx sobre la transformación de la sociedad -especialmente la idea de autogobierno de los productores- no se hallan en los escritos de los socialistas utópicos, sino en los diarios y en la autoorganización de los obreros ingleses de 1810 a 1840, muy anteriores a los primeros escritos de Marx. El incipiente movimiento obrero aparece así como la consecuencia lógica de un movimiento democrático que se ha quedado a medio camino.
Pero al mismo tiempo, otro proyecto, otro imaginario social-histórico invade la escena: lo imaginario capitalista, que transforma perceptiblemente la realidad social y parece a todas luces llamado a dominar el mundo. Contrariamente a un confuso prejuicio, todavía hoy dominante –el fundamento del "liberalismo" contemporáneo-, lo imaginario capitalista contradice frontalmente el proyecto de emancipación y de autonomía. Ya en 1906, Max Weber tornaba irrisoria la idea de que el capitalismo pudiera tener algo que ver con la democracia (y sigue siendo posible reírse con él cuando se piensa en la situación de Afrecha del Sur, Taiwan o Japón de 1870 a 1945 e incluso en su situación actual).
Todo ha de subordinarse al "desarrollo de las fuerzas productivas"; como productores e, inmediatamente, como consumidores, los hombres deben someterse íntegramente a él. La expansión ilimitada del dominio racional -del seudodominio, de la seudoracionalidad, hoy lo comprobamos sobradamente- se convierte así en la otra gran significación imaginaria del mundo moderno, poderosamente encarnada en la técnica y la organización.
Las potencialidades totalitarias de este proyecto son fáciles de ver -y son perfectamente visibles en la fábrica capitalista clásica. Si, ni en esta época, ni después el capitalismo logra transformar la sociedad en una única e inmensa fábrica sujeta a un único imperativo y a una sola lógica (lo que, a su modo y en cierta forma, el nazismo y el comunismo intentarán hacer más tarde), ello se debe sin duda a las rivalidades y a las luchas entre grupos y países capitalistas -pero sobre todo a la resistencia que le oponen desde un comienzo el movimiento democrático a escala social, y las luchas obreras a nivel de empresa.
La contaminación del proyecto emancipatorio de autonomía por lo imaginario capitalista de la racionalidad técnica y organizativa, que asegura un «progreso» automático de la Historia, tendrá lugar bastante rápidamente (ya en Saint-Simon). Pero será Marx el teórico y el artífice principal de la penetración en el movimiento obrero y socialista de las ideas del papel central de la técnica, la producción, la economía. Así, Marx interpretará el conjunto de la historia de la humanidad, mediante una proyección retroactiva del espíritu del capitalismo, como el resultado de la evolución de las fuerzas productivas -evolución que «garantiza», salvo accidente catastrófico, nuestra libertad futura.
La economía política es utilizada, tras su reelaboración, para mostrar la «inevitabilidad» del tránsito al socialismo -como lo es la filosofía hegeliana, «replanteada», para descubrir una razón que opera secretamente en la historia, que se realiza en la técnica y que asegura la reconciliación final de todos con todos y de cada uno consigo mismo. Las expectativas milenaristas y apocalípticas, de origen inmemorial, recibirán ahora un «fundamento» científico, plenamente acorde con lo imaginario de la época. Al proletariado, la «última clase», se le asignará el papel de salvador, pero su acción vendrá dictada necesariamente por sus «condiciones reales de existencia», a su vez constantemente determinadas por la acción de las leyes económicas, forzándolo a liberar a la humanidad liberándose a sí mismo.
Hoy se tiende a olvidar con demasiada facilidad la enorme fuerza explicativa que la concepción marxista, incluso en sus versiones más vulgares, parece haber tenido durante mucho tiempo. Esta concepción descubre y denuncia las mistificaciones de la ideología liberal, muestra que la economía funciona para el capital y el beneficio (algo que los sociólogos americanos descubren, atónitos, hace veinticinco años), predice los fenómenos de expansión mundial y de concentración capitalistas.
Las crisis económicas se suceden durante más de un siglo con una regularidad casi natural produciendo miseria, paro, absurda destrucción de las riquezas. En su momento, la carnicería de la Primera Guerra Mundial, la gran depresión de 1929-1933 y el ascenso de los fascismos no pueden entenderse más que como evidentes confirmaciones de las conclusiones marxistas y el rigor de los argumentos que a éstas conducen no pesa demasiado ante la gravosa realidad.
Pero bajo la presión de las luchas obreras, que no habían cesado, el capitalismo se había visto obligado a transformarse. Desde fines del siglo XIX, la «pauperización» (absoluta o relativa) empezaba a quedar desmentida por la subida de los salarios reales y la reducción de la duración del trabajo. La ampliación de los mercados interiores por el aumento del consumo de masas se convierte gradualmente en una estrategia consciente de las capas dominantes y, después de 1945, las políticas keynesianas asegurarán más o menos el pleno empleo.
Un abismo se abre entonces entre la teoría marxiana y la realidad de los países ricos. Pero mediante acrobacias teóricas, que los movimientos nacionalistas en los países ex coloniales parecerán apoyar, se transferirá a los países del Tercer Mundo y a los excluidos de la sociedad» el papel de edificadores del socialismo que Marx había atribuido, con menor inverosimilitud, al proletariado industrial de los países desarrollados.
Sin duda, la doctrina marxista ha ayudado enormemente a creer y por tanto a luchar. Pero el marxismo no era la condición necesaria de estas luchas que han transformado la condición obrera y el mismo capitalismo, como lo muestran los países (anglosajones, por ejemplo) en los que el marxismo apenas penetró. Y el precio pagado ha sido muy alto.
Si esa extraña alquimia que combina la «ciencia» (económica), una metafísica racionalista de la historia y una escatología laicizada ha podido ejercer durante tanto tiempo tan poderosa atracción es porque respondía a la sed de certeza y a la esperanza de una salvación garantizada, en última instancia por algo mucho más grande que las frágiles e inciertas actividades humanas: las «leyes de la Historia». De este modo incorporaba en el movimiento obrero una dimensión seudorreligiosa, repleta de catástrofes venideras. Al mismo tiempo, introducía la monstruosa noción de ortodoxia. Tampoco aquí la exclamación (en privado) de Marx «¡yo no soy marxista!» tiene demasiado peso en la realidad. Quien dice ortodoxia dice necesariamente guardianes titulares de la ortodoxia, funcionarios ideológicos y políticos, así como demonización de los herejes.
Junto a la irresistible tendencia de las sociedades modernas a la burocratización, que desde fines del siglo XIX penetra y domina el mismo movimiento obrero, la ortodoxia contribuye poderosamente a la constitución de los Partidos-Iglesia. Conduce también a una esterilización prácticamente completa del pensamiento. La «teoría revolucionaria» se torna comentario talmúdico de los textos sagrados mientras que, ante las inmensas transformaciones científicas, culturales y artísticas que se acumulan desde 1890, el marxismo se queda afónico o se limita a calificarlas de productos de la burguesía decadente. Un texto de Lukács y algunas frases de Trotski y Gramsci no bastan para invalidar el diagnóstico.
Homóloga y paralela es la transformación a la que el marxismo somete a los participantes en el movimiento. Durante la mayor parte del siglo XIX, la clase obrera de los países en vías de industrialización se autoconstituye, se alfabetiza y se forma a sí misma, hace surgir un tipo de individuo que confía en sus fuerzas y en su juicio, que se instruye tanto como puede, que piensa por sí mismo y que nunca abandona la reflexión crítica. El marxismo, acaparando el movimiento obrero, sustituye a este individuo por el militante adoctrinado en un evangelio que cree en la organización, en la teoría y en los jefes que la poseen e interpretan, un militante que tiende a obedecerles incondicionalmente, que se identifica con ellos y que, la mayoría de las veces, sólo puede romper esta identificación hundiéndose él mismo.
Ciertamente, algunos elementos del futuro totalitarismo están presentes ya en el marxismo: ilusión del dominio total heredada del capitalismo, ortodoxia, fetichismo de la organización, idea de una «necesidad histórica» capaz de justificarlo todo en nombre de la salvación final. Pero sería absurdo imputar al marxismo -y aún más al propio Marx- haber engendrado el totalitarismo, como se ha hecho cómoda y demagógicamente en los últimos sesenta años. Tanto y más (desde un punto de vista numérico) que en el leninismo, el marxismo se prolonga en la socialdemocracia, de la que puede decirse todo lo que se quiera salvo que es totalitaria, y a la que no le ha sido difícil hallar en Marx todas las citas necesarias para polemizar contra el bolchevismo en el poder.
El verdadero creador del totalitarismo es Lenin. Las contradicciones internas del personaje carecerían de importancia si no ilustraran, una vez más, lo absurdo de las explicaciones «racionales» de la historia. Aprendiz de brujo que sólo invoca a la «ciencia», inhumano y sin duda desinteresado y sincero, extremadamente lúcido para sus adversarios y ciego para sí mismo, que reconstruye el aparato de Estado zarista tras haberlo destruido y protesta contra esta reconstrucción, que crea comisiones burocráticas para luchar contra la burocracia que él mismo hacía proliferar, Lenin aparece finalmente a la vez como prácticamente el único artífice de una formidable transformación y como una gota de agua en la marea de los acontecimientos.
Pero es él quien creó la institución sin la que el totalitarismo resulta inconcebible y que hoy se desploma: el partido totalitario, el partido leninista, a la vez Iglesia ideológica, ejército militante, aparato de Estado in nuce incluso cuando cabía entero «en un coche de caballos», fábrica en la que cada cual tiene su lugar conforme a una estricta jerarquía y una rigurosa división del trabajo.
Lenin sintetizará estos elementos, todos ellos presentes desde hacía mucho pero aún dispersos, y conferirá un nuevo significado al todo que compondrá con ellos. Ortodoxia y disciplina son radicalizadas (Trotski se enorgullecerá de la comparación del partido bolchevique con la orden de los jesuitas) y extendidas a escala internacional (2).
El principio «quien no está con nosotros ha de ser exterminado» se pondrá en práctica inexorablemente, los modernos medios de Terror se inventarán, organizarán y aplicarán en forma masiva. Sobre todo, aparece y se instala, ya no como rasgo personal sino como determinante social-histórico, la obsesión por el poder, el poder por el poder, el poder como fin en sí mismo, por todos los medios y poco importa para qué. Ya no se trata de hacerse con el poder para introducir transformaciones concretas, sino de introducir las transformaciones que permitan mantenerse en el poder y reforzarlo sin cesar. Lenin, en 1917, sabe una sola cosa: que ha llegado el momento de tomar el poder y que mañana será demasiado tarde.
¿Para qué? Él no lo sabe, y así lo dirá: «Desgraciadamente, nuestros maestros no nos han dicho qué hemos de hacer para construir el socialismo». Y luego dirá también: «Si se hace inevitable un Termidor, nosotros mismos lo haremos posible». Entendamos: «Si, para conservar el poder, hemos de invertir completamente nuestra orientación, lo haremos». Y así lo hará, en efecto, en varias ocasiones (Stalin, posteriormente, llevará este arte a una perfección absoluta). Único objetivo fijo mantenido inexorablemente a lo largo de los más increíbles cambios de rumbo: la expansión ilimitada del poder del Partido, la transformación de todas las instituciones, empezando por el Estado, en simples instrumentos suyos y finalmente su pretensión, no sólo de dirigir la sociedad, ni siquiera de hablar en su nombre, sino de ser efectivamente la sociedad misma. Como es sabido, este proyecto alcanzará su forma extrema y demencial bajo Stalin. Y es también a partir de la muerte de éste cuando su fracaso comenzará a ponerse de manifiesto. El totalitarismo no es una esencia inmutable, tiene una historia que aquí no vamos a trazar pero de la que hay que recordar que es, fundamentalmente, la historia de la resistencia de los hombres y de las cosas a la ilusión de la absorción total de la sociedad y del modelado integral de la historia por el poder del Partido.
Quienes negaban la validez de la noción de totalitarismo vuelven hoy a la carga, argumentando que el régimen se hunde (según ellos, el régimen histórico jamás habría existido), o que había encontrado resistencias internas(3). Manifiestamente, estas mismas críticas compartían la ilusión totalitaria: el totalitarismo habría podido y debido ser, para lo mejor o para lo peor, lo que pretendía ser: un monolito sin fisuras. No era lo que decía ser -por tanto, simplemente no existió.
Pero quienes han discutido seriamente el régimen ruso jamás han sido víctimas de este espejismo. Siempre han subrayado y analizado sus contradicciones y antinomias internas(4). Indiferencia y resistencia pasiva de la población; sabotaje y despilfarro de la producción tanto industrial como agrícola; irracionalidad profunda del sistema desde su propio punto de vista, debida a su delirante burocratización, a las decisiones tomadas conforme a los caprichos del autócrata o de la camarilla de arribistas instalada en el poder; conspiración universal de la mentira convertida en rasgo estructural del sistema y en condición de la supervivencia de los individuos desde los zeks hasta los miembros del Politburó. Todo ello confirmado clarísimamente por los acontecimientos que se han sucedido desde 1953 y las informaciones que, desde entonces, no han dejado de verterse: revueltas de los zeks en los campos tras la muerte de Stalin, huelgas de Berlín-Este en junio de 1953, informe Kruschev, revoluciones polaca y húngara en 1956, movimientos checoslovaco en 1968 y polaco en 1970, oleada de literatura disidente, explosión polaca de 1980 haciendo ingobernable el país. Tras el fracaso de las incoherentes reformas de Kruschev, la necrosis que gangrenaba el sistema y no le dejaba otra salida que la huida hacia delante en el rearme y la expansión externa se hizo manifiesta, y a este respecto yo escribía, en 1981, que esto ya no podía concebirse en términos de totalitarismo «clásico»(5).
También es cierto que el régimen no habría podido sobrevivir durante setenta años si no hubiera logrado crearse en la sociedad importantes puntos de apoyo, desde la burocracia ultraprivilegiada hasta las capas que gozaron sucesivamente de una «promoción social»; sobre todo, sin un tipo de comportamiento y un tipo antropológico de individuo dominado por la apatía y el cinismo, preocupado únicamente por las ínfimas y preciosas mejoras que a fuerza de astucia e intrigas podía aportar a su nicho privado.
En este último punto, el régimen ha tenido un éxito a medias, como lo muestra la extrema lentitud de las reacciones populares en Rusia incluso después de 1985. Pero también ha fracasado a medias, y donde esto mejor se ve es, paradójicamente, en el seno del propio Aparato del partido. Cuando la fuerza de las circunstancias (problemas polaco y afgano, presión del rearme americano frente a un creciente retraso tecnológico y económico, incapacidad de soportar mucho más tiempo su sobreextensión mundial) mostró que, a la larga, la evolución «estratocrática» dominante bajo Breznev se hacía insostenible, pudo emerger, en el seno del aparato y en tomo a un líder de una habilidad poco común, un grupo «reformista» lo suficientemente importante como para imponerse e imponer una serie de cambios inimaginables poco tiempo antes -entre ellos el acta oficial de defunción del partido único, levantada el 13 de marzo de 1990-, cuyo futuro sigue siendo totalmente incierto, pero cuyos efectos son ya irreversibles.
Como el nazismo, el marxismo-leninismo permite apreciar la locura y la monstruosidad de la que los hombres son capaces, y su fascinación por la fuerza bruta. Pero más que en el nazismo, es en el marxismo-leninismo donde puede apreciarse la capacidad de los hombres de engañarse a sí mismos, de convertir en su contrario las ideas más liberadoras, de hacer de ellas instrumentos de una mistificación ilimitada.
En su caída, el marxismo-leninismo parece sepultar bajo sus ruinas tanto el proyecto de autonomía como la misma política. El odio activo de quienes lo han sufrido, en el Este, les conduce a rechazar cualquier proyecto que no sea la rápida adopción del modelo capitalista liberal. En el Oeste, la convicción de la población de que vive bajo el régimen menos malo posible se reforzará y acentuará su tendencia a sumirse en la irresponsabilidad, la distracción y la retirada a la esfera “privada” (evidentemente menos “privada” que nunca).
No es que la población se haga muchas ilusiones. En Estados Unidos, Lee Atwater, presidente del Partido Republicano, refiriéndose al cinismo de la población, afirma: «El pueblo americano está convencido de que la política y los políticos son un cuento; que la religión organizada es un cuento; que el big business es un cuento; que los grandes sindicatos son un cuento(6). Por lo que sabemos de Francia, todo apunta al mismo espíritu. Pero mucho más importantes que las opiniones son los hechos concretos. Las luchas contra el sistema, incluso las simples reacciones, tienden a desaparecer. Pero el capitalismo sólo se ha modificado y se ha vuelto un poco tolerable en función de las luchas económicas, sociales y políticas que jalonan dos siglos. Un capitalismo desgarrado por el conflicto y obligado a hacer frente a una fuerte oposición interna; y un capitalismo que sólo ha de vérselas con lobbies y corporaciones, pudiendo manipular tranquilamente a la gente y comprarla con un nuevo aparato cada año, son dos animales social-históricos completamente diferentes. La realidad así lo indica sobradamente.
La monstruosa historia del marxismo-leninismo muestra lo que no puede ni debe ser un movimiento de emancipación. Esta historia no permite concluir en absoluto que el capitalismo y la oligarquía liberal en los que vivimos encarnen el secreto por fin resuelto de la historia humana. El proyecto de un dominio total (tomado del capitalismo por el marxismo-leninismo y que, en ambos casos, se convierte en su contrario) es un delirio. De ello no se sigue que debamos sufrir nuestra historia como una fatalidad. La idea de hacer tabla rasa de todo lo que existe es una locura que conduce al crimen. De ello tampoco se sigue que debamos renunciar a lo que define nuestra historia desde Grecia y a lo que Europa ha conferido nuevas dimensiones: nosotros hacemos nuestras leyes e instituciones, queremos nuestra autonomía individual y colectiva, y esta autonomía sólo nosotros podemos y debemos limitarla. El término «igualdad» ha servido de tapadera a un régimen en el que las desigualdades reales eran de hecho peores que las del capitalismo. Sin embargo, no podemos olvidar que no hay libertad política sin igualdad política y que ésta es imposible cuando existen y se acentúan enormes desigualdades de poder económico, traducido directamente en poder político. La idea de Marx según la cual podrían eliminarse mercado y dinero es una utopía incoherente. Comprenderlo no significa avalar la omnipotencia del dinero, ni creer en la “racionalidad” de una economía que nada tiene que ver con un verdadero mercado y que se asemeja cada vez más a un casino planetario. No por el hecho de que sin producción y consumo no hay sociedad, han de erigirse éstos en fines últimos de la existencia humana, lo que constituye la sustancia efectiva del “individualismo” y del “liberalismo” de hoy.
Éstas son algunas de las conclusiones a las que debe llegar la experiencia conjugada de la pulverización del marxismo-leninismo y de la evolución del capitalismo contemporáneo. No son las que la opinión sacará por ahora. Pero cuando haya desaparecido la polvareda, la humanidad deberá llegar a ellas, a menos que continúe su marcha hacia un ilusorio más que, tarde o temprano, se estrellará contra los límites naturales del planeta, si es que no se hunde antes aplastada por su falta de sentido.
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Notas
(1) A propósito del mesianismo, el Padre J.-Y. Calvez, con toda la buena voluntad cristiana, asesta al marxismo un magnífico golpe en Le Monde del 14 de abril de 1990. (Aquí el Padre Calvez ensalzaba el marxismo como salvaguarda de la esperanza mesiánica).
(2) No está de más recordar, para las nuevas generaciones, algunas de las “21 cláusulas” adoptadas en el II Congreso de la III Internacional (17 de julio-7 de agosto de 1920): “1.Todos los órganos de prensa deben ser redactados por comunistas leales... La prensa y todos los servicios editoriales estarán enteramente subordinados al Comité central frl partido... 9.Estos núcleos comunistas –en los sindicatos, etc.- deben estar completamente subordinados al resto del Partido... 12.En la época actual de encarnizada guerra civil, el Partido comunista sólo podrá cumplir su papel si se organiza de la forma más centralizada, si se admite en él una férrea disciplina próxima a la disciplina militar y si se dota a su organismo central de amplios poderes, si ejerce una autoridad indiscutida y si goza de la confianza unánime de los militantes. 13. Los PC de los países en los que los comunistas militan legalmente deben proceder a depurar periódicamente sus organizaciones, con el fin de apartar los elementos interesados y pequeño-burgueses... 15. Se tiene por norma que los programas de los partidos afiliados a la Internacional comunista sean confirmados por el Congreso internacional o por el Comité ejecutivo (subrayado por mí, C.C.)... 16. Todas las decisiones de los Congresos de la IC, así como las del Comité ejecutivo (subrayado por mí), han de ser acatadas por todos los países afiliados a la IC ".
(3) Véase, por ejemplo, las recensiones de S. Ingerflohm en el Liber de marzo de 1990.
(4) Por mi parte, lo he hecho desde 1946 y desde entonces jamás he dejado de hacerlo. La Societé bureaucratique, vol. 1 y 2, París, 10/18, 1973 (2ª edición en Christian Bourgois, 1990). (trad. castellana: La sociedad burocrática, vol. 1 y 2, Barcelona, Tusquets, 1976).
(5) «Les destinées du totalitarisme», en Domaines de l'homme, págs. 201-218. [Traducción española: "El destino de los totalitarismos", en Los dominios del hombre: las encrucijadas del laberinto, Barcelona, Gedisa, 1988].
(6) Por «boniment» (cuento) traduzco baloncy, cuyo equivalente más exacto sería «tontería» o «chorrada». Intemational Herald Tríbune, 19 de abril de 1990.