Publicado en Le Monde, 24 y 25 de abril de 1990. La redacción cambió su título por «El hundimiento del marxismo-leninismo». Incluido en el libro El ascenso de la insignificancia (traducción de Vicente Gómez). Versión electrónica que circula por Internet.
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La decadencia del Imperio romano duró tres siglos. Dos años han bastado, esta vez sin la ayuda de los bárbaros, para desarticular irreparablemente la red mundial de poder dirigida desde Moscú, sus pretensiones de hegemonía mundial, las relaciones económicas, políticas y sociales que la mantenían cohesionada. En vano se buscará un equivalente histórico a la pulverización de lo que hasta ayer parecía una fortaleza de acero. De pronto el monolito de piedra ha mostrado estar hecho de barro, mientras que los horrores, las monstruosidades, las mentiras y los absurdos revelados día a día eran aún más increíbles de lo que los más acerbos críticos de entre nosotros habíamos podido manifestar.
Al mismo tiempo que se desvanecen esos bolcheviques para los que «no existía fortaleza inexpugnable» (Stalin), se esfuma la nebulosa del «marxismo-leninismo», que, desde hace más de medio siglo, ha desempeñado prácticamente en todas partes el papel de ideología dominante, fascinando a unos, obligando a otros a posicionarse frente a ella. ¿Qué ha sido del marxismo, «filosofía insuperable de nuestro tiempo» (Sartre)? ¿En qué mapa, con qué lupa se descubrirá a partir de ahora el nuevo «continente del materialismo histórico», qué chamarilero nos procurará las tijeras del «corte epistemológico» (Althusser) que habría convertido en una antigualla metafísica la reflexión sobre la sociedad y la historia, sustituyéndola por la «ciencia del Capital?».
Apenas es necesario decir que sería inútil buscar la menor relación entre todo lo que hoy dice y hace Gorbachov y no ya la «ideología» marxista-leninista, sino cualquier idea.
Retrospectivamente, lo repentino del hundimiento puede parecer obvio. ¿No estaba acaso esta ideología, desde los primeros años de la toma del poder bolchevique en Rusia, en diametral contradicción con la realidad -pese a los esfuerzos conjugados de los comunistas, de los compañeros de viaje e incluso de la prensa respetable de los países occidentales (que, en su mayoría, había aceptado sin rechistar los procesos de Moscú)? ¿No era esta contradicción visible y cognoscible para quien quisiera ver y conocer? Considerada en sí misma, ¿no alcanzaba el colmo de la incoherencia y de la inconsistencia?
Pero el enigma no hace sino oscurecerse. ¿Cómo y por qué ha podido mantenerse en pie durante tanto tiempo este andamiaje? Una promesa de liberación radical del ser humano, de instauración de una sociedad «verdaderamente democrática» y «racional», que apelaba a la «ciencia» y a la «crítica de las ideologías» -pero que se realizaba como forma nunca antes llevada tan lejos de esclavización de las masas, de terror, de miseria «planificada», de absurdez, de mentira y de oscurantismo- ¿cómo ha podido funcionar durante tanto tiempo este engaño histórico sin precedentes?
Allí donde el marxismo-leninismo se ha instalado en el poder, la respuesta puede parecer sencilla: la sed de poder y el interés para unos, el terror para todos. Pero esto no es suficiente, pues, incluso en estos casos, la toma del poder ha sido casi siempre el producto de una importante movilización popular. Además, esta respuesta nada dice acerca de su atracción casi universal. Elucidar esto exigiría un análisis de la historia mundial en el último siglo y medio.
Aquí hemos de limitamos a considerar dos factores. En primer lugar, el marxismo-leninismo se ha presentado como la prolongación, como la radicalización del proyecto emancipatorio, democrático, revolucionario de Occidente. Presentación tanto más creíble por cuanto ha sido durante mucho tiempo -y esto es algo que hoy todo el mundo olvida alegremente- lo único que parecía oponerse a los encantos del capitalismo, tanto del metropolitano como del colonial.
Pero, detrás de esto, hay más, y en ello estriba su novedad histórica. En la superficie, lo que se denomina una ideología: una «teoría científica» laberíntica -la de Marx- en grado suficiente como para mantener ocupadas a cohortes enteras de intelectuales hasta el final de sus días; una versión simple, una vulgarización de esa teoría (formulada ya por el propio Marx), de fuerza explicativa suficiente para los simples fieles; finalmente, una versión «oculta» para los verdaderos iniciados que aparece con Lenin, que hace del poder absoluto del Partido el objetivo supremo y el punto arquimédico de la «transformación histórica». (No hablo de la cumbre de los Aparatos de Estado, donde la pura y simple obsesión por el poder conjugada con el cinismo total ha imperado al menos desde Stalin).
Pero lo que mantiene en pie el edificio no son las «ideas», ni los argumentos. Es un nuevo imaginario que se despliega y se transforma en dos etapas sucesivas. Como es sabido, en la fase propiamente «marxista», en una época de disolución de la vieja fe religiosa, su contenido es la idea de una salvación laica. El proyecto de emancipación, de La libertad como actividad, del pueblo como autor de su historia, se invierte y toma la forma de imaginario mesiánico de una Tierra prometida accesible y garantizada por el sucedáneo de trascendencia producido por la época: la «teoría científica»(1).
En la fase siguiente, la fase leninista, este elemento, aun sin desaparecer, es relegado progresivamente a un segundo plano por otro: más que las «leyes de la Historia», es el Partido, y su jefe, su poder efectivo, el poder sin más, la fuerza, la fuerza bruta los que se convierten no sólo en garantes, sino en objeto último de fascinación y de fijación de representaciones y deseos. No se trata solamente del temor a la fuerza -real e inmensa allí donde el comunismo está en el poder-, sino de la atracción positiva que ejerce sobre los seres humanos.
Si no comprendemos esto, nunca comprenderemos la historia del siglo XX, ni el nazismo, ni el comunismo. En el caso de este último, la conjunción de lo que se desearía creer y de la fuerza resultará irresistible durante mucho tiempo y sólo cuando esta fuerza ya no logre imponerse -Polonia, Afganistán-, se hará evidente que ni las bombas H ni los tanques rusos pueden «resolver» todos los problemas, que comienza verdaderamente la desbandada, y que los distintos arroyos de la descomposición confluyen en el Niágara que empieza a desbordarse en el verano de 1988 (primeras manifestaciones en Lituania).
Las reservas más fuertes, las críticas más radicales a Marx no anulan su importancia como pensador, ni la grandeza de su esfuerzo. Se seguirá reflexionando sobre Marx incluso cuando se busque con dificultad los nombres de von Hayek y Friedmann en los diccionarios. Pero no es por su obra por lo que Marx ha tenido un inmenso papel en la Historia real. Marx no habría pasado de ser un Hobbes, un Montesquieu o un Tocqueville más si de él no hubiera podido extraerse un dogma y si sus escritos no se prestaran a ello. Y si se prestan, es porque su teoría contiene algo más que simples elementos para ello.
La vulgarización del marxismo (debida a Engels), que señala como fuentes de Marx a Hegel, Ricardo y los socialistas «utópicos» franceses, oculta la mitad de la verdad. Marx es también heredero del movimiento emancipatorio y democrático -de ahí su fascinación, hasta el final de su vida, por la Revolución Francesa e incluso, en su juventud, por la pólis y el dêmos griegos. Movimiento de emancipación, proyecto de autonomía, en marcha durante muchos siglos antes en Europa y que halla su culminación en la Gran Revolución. Pero la Revolución deja un enorme y doble déficit. Mantiene e incluso acentúa, procurándole nuevas bases, la inmensa desigualdad del poder efectivo en la sociedad, enraizada en las desigualdades económicas y sociales. Mantiene y acrecienta la fuerza y la estructura burocrática del Estado, superficialmente «controlado» por una capa de «representantes» profesionales separados del pueblo. Es a estos déficits, así como a la existencia inhumana a la que somete a los trabajadores un capitalismo que se expande a una velocidad fulminante, a lo que responde el incipiente movimiento obrero, en Inglaterra y luego en el continente.
Los gérmenes de las ideas más importantes de Marx sobre la transformación de la sociedad -especialmente la idea de autogobierno de los productores- no se hallan en los escritos de los socialistas utópicos, sino en los diarios y en la autoorganización de los obreros ingleses de 1810 a 1840, muy anteriores a los primeros escritos de Marx. El incipiente movimiento obrero aparece así como la consecuencia lógica de un movimiento democrático que se ha quedado a medio camino.
Pero al mismo tiempo, otro proyecto, otro imaginario social-histórico invade la escena: lo imaginario capitalista, que transforma perceptiblemente la realidad social y parece a todas luces llamado a dominar el mundo. Contrariamente a un confuso prejuicio, todavía hoy dominante –el fundamento del "liberalismo" contemporáneo-, lo imaginario capitalista contradice frontalmente el proyecto de emancipación y de autonomía. Ya en 1906, Max Weber tornaba irrisoria la idea de que el capitalismo pudiera tener algo que ver con la democracia (y sigue siendo posible reírse con él cuando se piensa en la situación de Afrecha del Sur, Taiwan o Japón de 1870 a 1945 e incluso en su situación actual).
Todo ha de subordinarse al "desarrollo de las fuerzas productivas"; como productores e, inmediatamente, como consumidores, los hombres deben someterse íntegramente a él. La expansión ilimitada del dominio racional -del seudodominio, de la seudoracionalidad, hoy lo comprobamos sobradamente- se convierte así en la otra gran significación imaginaria del mundo moderno, poderosamente encarnada en la técnica y la organización.
Las potencialidades totalitarias de este proyecto son fáciles de ver -y son perfectamente visibles en la fábrica capitalista clásica. Si, ni en esta época, ni después el capitalismo logra transformar la sociedad en una única e inmensa fábrica sujeta a un único imperativo y a una sola lógica (lo que, a su modo y en cierta forma, el nazismo y el comunismo intentarán hacer más tarde), ello se debe sin duda a las rivalidades y a las luchas entre grupos y países capitalistas -pero sobre todo a la resistencia que le oponen desde un comienzo el movimiento democrático a escala social, y las luchas obreras a nivel de empresa.
La contaminación del proyecto emancipatorio de autonomía por lo imaginario capitalista de la racionalidad técnica y organizativa, que asegura un «progreso» automático de la Historia, tendrá lugar bastante rápidamente (ya en Saint-Simon). Pero será Marx el teórico y el artífice principal de la penetración en el movimiento obrero y socialista de las ideas del papel central de la técnica, la producción, la economía. Así, Marx interpretará el conjunto de la historia de la humanidad, mediante una proyección retroactiva del espíritu del capitalismo, como el resultado de la evolución de las fuerzas productivas -evolución que «garantiza», salvo accidente catastrófico, nuestra libertad futura.
La economía política es utilizada, tras su reelaboración, para mostrar la «inevitabilidad» del tránsito al socialismo -como lo es la filosofía hegeliana, «replanteada», para descubrir una razón que opera secretamente en la historia, que se realiza en la técnica y que asegura la reconciliación final de todos con todos y de cada uno consigo mismo. Las expectativas milenaristas y apocalípticas, de origen inmemorial, recibirán ahora un «fundamento» científico, plenamente acorde con lo imaginario de la época. Al proletariado, la «última clase», se le asignará el papel de salvador, pero su acción vendrá dictada necesariamente por sus «condiciones reales de existencia», a su vez constantemente determinadas por la acción de las leyes económicas, forzándolo a liberar a la humanidad liberándose a sí mismo.
Hoy se tiende a olvidar con demasiada facilidad la enorme fuerza explicativa que la concepción marxista, incluso en sus versiones más vulgares, parece haber tenido durante mucho tiempo. Esta concepción descubre y denuncia las mistificaciones de la ideología liberal, muestra que la economía funciona para el capital y el beneficio (algo que los sociólogos americanos descubren, atónitos, hace veinticinco años), predice los fenómenos de expansión mundial y de concentración capitalistas.
Las crisis económicas se suceden durante más de un siglo con una regularidad casi natural produciendo miseria, paro, absurda destrucción de las riquezas. En su momento, la carnicería de la Primera Guerra Mundial, la gran depresión de 1929-1933 y el ascenso de los fascismos no pueden entenderse más que como evidentes confirmaciones de las conclusiones marxistas y el rigor de los argumentos que a éstas conducen no pesa demasiado ante la gravosa realidad.
Pero bajo la presión de las luchas obreras, que no habían cesado, el capitalismo se había visto obligado a transformarse. Desde fines del siglo XIX, la «pauperización» (absoluta o relativa) empezaba a quedar desmentida por la subida de los salarios reales y la reducción de la duración del trabajo. La ampliación de los mercados interiores por el aumento del consumo de masas se convierte gradualmente en una estrategia consciente de las capas dominantes y, después de 1945, las políticas keynesianas asegurarán más o menos el pleno empleo.
Un abismo se abre entonces entre la teoría marxiana y la realidad de los países ricos. Pero mediante acrobacias teóricas, que los movimientos nacionalistas en los países ex coloniales parecerán apoyar, se transferirá a los países del Tercer Mundo y a los excluidos de la sociedad» el papel de edificadores del socialismo que Marx había atribuido, con menor inverosimilitud, al proletariado industrial de los países desarrollados.
Sin duda, la doctrina marxista ha ayudado enormemente a creer y por tanto a luchar. Pero el marxismo no era la condición necesaria de estas luchas que han transformado la condición obrera y el mismo capitalismo, como lo muestran los países (anglosajones, por ejemplo) en los que el marxismo apenas penetró. Y el precio pagado ha sido muy alto.
Si esa extraña alquimia que combina la «ciencia» (económica), una metafísica racionalista de la historia y una escatología laicizada ha podido ejercer durante tanto tiempo tan poderosa atracción es porque respondía a la sed de certeza y a la esperanza de una salvación garantizada, en última instancia por algo mucho más grande que las frágiles e inciertas actividades humanas: las «leyes de la Historia». De este modo incorporaba en el movimiento obrero una dimensión seudorreligiosa, repleta de catástrofes venideras. Al mismo tiempo, introducía la monstruosa noción de ortodoxia. Tampoco aquí la exclamación (en privado) de Marx «¡yo no soy marxista!» tiene demasiado peso en la realidad. Quien dice ortodoxia dice necesariamente guardianes titulares de la ortodoxia, funcionarios ideológicos y políticos, así como demonización de los herejes.
Junto a la irresistible tendencia de las sociedades modernas a la burocratización, que desde fines del siglo XIX penetra y domina el mismo movimiento obrero, la ortodoxia contribuye poderosamente a la constitución de los Partidos-Iglesia. Conduce también a una esterilización prácticamente completa del pensamiento. La «teoría revolucionaria» se torna comentario talmúdico de los textos sagrados mientras que, ante las inmensas transformaciones científicas, culturales y artísticas que se acumulan desde 1890, el marxismo se queda afónico o se limita a calificarlas de productos de la burguesía decadente. Un texto de Lukács y algunas frases de Trotski y Gramsci no bastan para invalidar el diagnóstico.
Homóloga y paralela es la transformación a la que el marxismo somete a los participantes en el movimiento. Durante la mayor parte del siglo XIX, la clase obrera de los países en vías de industrialización se autoconstituye, se alfabetiza y se forma a sí misma, hace surgir un tipo de individuo que confía en sus fuerzas y en su juicio, que se instruye tanto como puede, que piensa por sí mismo y que nunca abandona la reflexión crítica. El marxismo, acaparando el movimiento obrero, sustituye a este individuo por el militante adoctrinado en un evangelio que cree en la organización, en la teoría y en los jefes que la poseen e interpretan, un militante que tiende a obedecerles incondicionalmente, que se identifica con ellos y que, la mayoría de las veces, sólo puede romper esta identificación hundiéndose él mismo.
Ciertamente, algunos elementos del futuro totalitarismo están presentes ya en el marxismo: ilusión del dominio total heredada del capitalismo, ortodoxia, fetichismo de la organización, idea de una «necesidad histórica» capaz de justificarlo todo en nombre de la salvación final. Pero sería absurdo imputar al marxismo -y aún más al propio Marx- haber engendrado el totalitarismo, como se ha hecho cómoda y demagógicamente en los últimos sesenta años. Tanto y más (desde un punto de vista numérico) que en el leninismo, el marxismo se prolonga en la socialdemocracia, de la que puede decirse todo lo que se quiera salvo que es totalitaria, y a la que no le ha sido difícil hallar en Marx todas las citas necesarias para polemizar contra el bolchevismo en el poder.
El verdadero creador del totalitarismo es Lenin. Las contradicciones internas del personaje carecerían de importancia si no ilustraran, una vez más, lo absurdo de las explicaciones «racionales» de la historia. Aprendiz de brujo que sólo invoca a la «ciencia», inhumano y sin duda desinteresado y sincero, extremadamente lúcido para sus adversarios y ciego para sí mismo, que reconstruye el aparato de Estado zarista tras haberlo destruido y protesta contra esta reconstrucción, que crea comisiones burocráticas para luchar contra la burocracia que él mismo hacía proliferar, Lenin aparece finalmente a la vez como prácticamente el único artífice de una formidable transformación y como una gota de agua en la marea de los acontecimientos.
Pero es él quien creó la institución sin la que el totalitarismo resulta inconcebible y que hoy se desploma: el partido totalitario, el partido leninista, a la vez Iglesia ideológica, ejército militante, aparato de Estado in nuce incluso cuando cabía entero «en un coche de caballos», fábrica en la que cada cual tiene su lugar conforme a una estricta jerarquía y una rigurosa división del trabajo.
Lenin sintetizará estos elementos, todos ellos presentes desde hacía mucho pero aún dispersos, y conferirá un nuevo significado al todo que compondrá con ellos. Ortodoxia y disciplina son radicalizadas (Trotski se enorgullecerá de la comparación del partido bolchevique con la orden de los jesuitas) y extendidas a escala internacional (2).
El principio «quien no está con nosotros ha de ser exterminado» se pondrá en práctica inexorablemente, los modernos medios de Terror se inventarán, organizarán y aplicarán en forma masiva. Sobre todo, aparece y se instala, ya no como rasgo personal sino como determinante social-histórico, la obsesión por el poder, el poder por el poder, el poder como fin en sí mismo, por todos los medios y poco importa para qué. Ya no se trata de hacerse con el poder para introducir transformaciones concretas, sino de introducir las transformaciones que permitan mantenerse en el poder y reforzarlo sin cesar. Lenin, en 1917, sabe una sola cosa: que ha llegado el momento de tomar el poder y que mañana será demasiado tarde.
¿Para qué? Él no lo sabe, y así lo dirá: «Desgraciadamente, nuestros maestros no nos han dicho qué hemos de hacer para construir el socialismo». Y luego dirá también: «Si se hace inevitable un Termidor, nosotros mismos lo haremos posible». Entendamos: «Si, para conservar el poder, hemos de invertir completamente nuestra orientación, lo haremos». Y así lo hará, en efecto, en varias ocasiones (Stalin, posteriormente, llevará este arte a una perfección absoluta). Único objetivo fijo mantenido inexorablemente a lo largo de los más increíbles cambios de rumbo: la expansión ilimitada del poder del Partido, la transformación de todas las instituciones, empezando por el Estado, en simples instrumentos suyos y finalmente su pretensión, no sólo de dirigir la sociedad, ni siquiera de hablar en su nombre, sino de ser efectivamente la sociedad misma. Como es sabido, este proyecto alcanzará su forma extrema y demencial bajo Stalin. Y es también a partir de la muerte de éste cuando su fracaso comenzará a ponerse de manifiesto. El totalitarismo no es una esencia inmutable, tiene una historia que aquí no vamos a trazar pero de la que hay que recordar que es, fundamentalmente, la historia de la resistencia de los hombres y de las cosas a la ilusión de la absorción total de la sociedad y del modelado integral de la historia por el poder del Partido.
Quienes negaban la validez de la noción de totalitarismo vuelven hoy a la carga, argumentando que el régimen se hunde (según ellos, el régimen histórico jamás habría existido), o que había encontrado resistencias internas(3). Manifiestamente, estas mismas críticas compartían la ilusión totalitaria: el totalitarismo habría podido y debido ser, para lo mejor o para lo peor, lo que pretendía ser: un monolito sin fisuras. No era lo que decía ser -por tanto, simplemente no existió.
Pero quienes han discutido seriamente el régimen ruso jamás han sido víctimas de este espejismo. Siempre han subrayado y analizado sus contradicciones y antinomias internas(4). Indiferencia y resistencia pasiva de la población; sabotaje y despilfarro de la producción tanto industrial como agrícola; irracionalidad profunda del sistema desde su propio punto de vista, debida a su delirante burocratización, a las decisiones tomadas conforme a los caprichos del autócrata o de la camarilla de arribistas instalada en el poder; conspiración universal de la mentira convertida en rasgo estructural del sistema y en condición de la supervivencia de los individuos desde los zeks hasta los miembros del Politburó. Todo ello confirmado clarísimamente por los acontecimientos que se han sucedido desde 1953 y las informaciones que, desde entonces, no han dejado de verterse: revueltas de los zeks en los campos tras la muerte de Stalin, huelgas de Berlín-Este en junio de 1953, informe Kruschev, revoluciones polaca y húngara en 1956, movimientos checoslovaco en 1968 y polaco en 1970, oleada de literatura disidente, explosión polaca de 1980 haciendo ingobernable el país. Tras el fracaso de las incoherentes reformas de Kruschev, la necrosis que gangrenaba el sistema y no le dejaba otra salida que la huida hacia delante en el rearme y la expansión externa se hizo manifiesta, y a este respecto yo escribía, en 1981, que esto ya no podía concebirse en términos de totalitarismo «clásico»(5).
También es cierto que el régimen no habría podido sobrevivir durante setenta años si no hubiera logrado crearse en la sociedad importantes puntos de apoyo, desde la burocracia ultraprivilegiada hasta las capas que gozaron sucesivamente de una «promoción social»; sobre todo, sin un tipo de comportamiento y un tipo antropológico de individuo dominado por la apatía y el cinismo, preocupado únicamente por las ínfimas y preciosas mejoras que a fuerza de astucia e intrigas podía aportar a su nicho privado.
En este último punto, el régimen ha tenido un éxito a medias, como lo muestra la extrema lentitud de las reacciones populares en Rusia incluso después de 1985. Pero también ha fracasado a medias, y donde esto mejor se ve es, paradójicamente, en el seno del propio Aparato del partido. Cuando la fuerza de las circunstancias (problemas polaco y afgano, presión del rearme americano frente a un creciente retraso tecnológico y económico, incapacidad de soportar mucho más tiempo su sobreextensión mundial) mostró que, a la larga, la evolución «estratocrática» dominante bajo Breznev se hacía insostenible, pudo emerger, en el seno del aparato y en tomo a un líder de una habilidad poco común, un grupo «reformista» lo suficientemente importante como para imponerse e imponer una serie de cambios inimaginables poco tiempo antes -entre ellos el acta oficial de defunción del partido único, levantada el 13 de marzo de 1990-, cuyo futuro sigue siendo totalmente incierto, pero cuyos efectos son ya irreversibles.
Como el nazismo, el marxismo-leninismo permite apreciar la locura y la monstruosidad de la que los hombres son capaces, y su fascinación por la fuerza bruta. Pero más que en el nazismo, es en el marxismo-leninismo donde puede apreciarse la capacidad de los hombres de engañarse a sí mismos, de convertir en su contrario las ideas más liberadoras, de hacer de ellas instrumentos de una mistificación ilimitada.
En su caída, el marxismo-leninismo parece sepultar bajo sus ruinas tanto el proyecto de autonomía como la misma política. El odio activo de quienes lo han sufrido, en el Este, les conduce a rechazar cualquier proyecto que no sea la rápida adopción del modelo capitalista liberal. En el Oeste, la convicción de la población de que vive bajo el régimen menos malo posible se reforzará y acentuará su tendencia a sumirse en la irresponsabilidad, la distracción y la retirada a la esfera “privada” (evidentemente menos “privada” que nunca).
No es que la población se haga muchas ilusiones. En Estados Unidos, Lee Atwater, presidente del Partido Republicano, refiriéndose al cinismo de la población, afirma: «El pueblo americano está convencido de que la política y los políticos son un cuento; que la religión organizada es un cuento; que el big business es un cuento; que los grandes sindicatos son un cuento(6). Por lo que sabemos de Francia, todo apunta al mismo espíritu. Pero mucho más importantes que las opiniones son los hechos concretos. Las luchas contra el sistema, incluso las simples reacciones, tienden a desaparecer. Pero el capitalismo sólo se ha modificado y se ha vuelto un poco tolerable en función de las luchas económicas, sociales y políticas que jalonan dos siglos. Un capitalismo desgarrado por el conflicto y obligado a hacer frente a una fuerte oposición interna; y un capitalismo que sólo ha de vérselas con lobbies y corporaciones, pudiendo manipular tranquilamente a la gente y comprarla con un nuevo aparato cada año, son dos animales social-históricos completamente diferentes. La realidad así lo indica sobradamente.
La monstruosa historia del marxismo-leninismo muestra lo que no puede ni debe ser un movimiento de emancipación. Esta historia no permite concluir en absoluto que el capitalismo y la oligarquía liberal en los que vivimos encarnen el secreto por fin resuelto de la historia humana. El proyecto de un dominio total (tomado del capitalismo por el marxismo-leninismo y que, en ambos casos, se convierte en su contrario) es un delirio. De ello no se sigue que debamos sufrir nuestra historia como una fatalidad. La idea de hacer tabla rasa de todo lo que existe es una locura que conduce al crimen. De ello tampoco se sigue que debamos renunciar a lo que define nuestra historia desde Grecia y a lo que Europa ha conferido nuevas dimensiones: nosotros hacemos nuestras leyes e instituciones, queremos nuestra autonomía individual y colectiva, y esta autonomía sólo nosotros podemos y debemos limitarla. El término «igualdad» ha servido de tapadera a un régimen en el que las desigualdades reales eran de hecho peores que las del capitalismo. Sin embargo, no podemos olvidar que no hay libertad política sin igualdad política y que ésta es imposible cuando existen y se acentúan enormes desigualdades de poder económico, traducido directamente en poder político. La idea de Marx según la cual podrían eliminarse mercado y dinero es una utopía incoherente. Comprenderlo no significa avalar la omnipotencia del dinero, ni creer en la “racionalidad” de una economía que nada tiene que ver con un verdadero mercado y que se asemeja cada vez más a un casino planetario. No por el hecho de que sin producción y consumo no hay sociedad, han de erigirse éstos en fines últimos de la existencia humana, lo que constituye la sustancia efectiva del “individualismo” y del “liberalismo” de hoy.
Éstas son algunas de las conclusiones a las que debe llegar la experiencia conjugada de la pulverización del marxismo-leninismo y de la evolución del capitalismo contemporáneo. No son las que la opinión sacará por ahora. Pero cuando haya desaparecido la polvareda, la humanidad deberá llegar a ellas, a menos que continúe su marcha hacia un ilusorio más que, tarde o temprano, se estrellará contra los límites naturales del planeta, si es que no se hunde antes aplastada por su falta de sentido.
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Notas
(1) A propósito del mesianismo, el Padre J.-Y. Calvez, con toda la buena voluntad cristiana, asesta al marxismo un magnífico golpe en Le Monde del 14 de abril de 1990. (Aquí el Padre Calvez ensalzaba el marxismo como salvaguarda de la esperanza mesiánica).
(2) No está de más recordar, para las nuevas generaciones, algunas de las “21 cláusulas” adoptadas en el II Congreso de la III Internacional (17 de julio-7 de agosto de 1920): “1.Todos los órganos de prensa deben ser redactados por comunistas leales... La prensa y todos los servicios editoriales estarán enteramente subordinados al Comité central frl partido... 9.Estos núcleos comunistas –en los sindicatos, etc.- deben estar completamente subordinados al resto del Partido... 12.En la época actual de encarnizada guerra civil, el Partido comunista sólo podrá cumplir su papel si se organiza de la forma más centralizada, si se admite en él una férrea disciplina próxima a la disciplina militar y si se dota a su organismo central de amplios poderes, si ejerce una autoridad indiscutida y si goza de la confianza unánime de los militantes. 13. Los PC de los países en los que los comunistas militan legalmente deben proceder a depurar periódicamente sus organizaciones, con el fin de apartar los elementos interesados y pequeño-burgueses... 15. Se tiene por norma que los programas de los partidos afiliados a la Internacional comunista sean confirmados por el Congreso internacional o por el Comité ejecutivo (subrayado por mí, C.C.)... 16. Todas las decisiones de los Congresos de la IC, así como las del Comité ejecutivo (subrayado por mí), han de ser acatadas por todos los países afiliados a la IC ".
(3) Véase, por ejemplo, las recensiones de S. Ingerflohm en el Liber de marzo de 1990.
(4) Por mi parte, lo he hecho desde 1946 y desde entonces jamás he dejado de hacerlo. La Societé bureaucratique, vol. 1 y 2, París, 10/18, 1973 (2ª edición en Christian Bourgois, 1990). (trad. castellana: La sociedad burocrática, vol. 1 y 2, Barcelona, Tusquets, 1976).
(5) «Les destinées du totalitarisme», en Domaines de l'homme, págs. 201-218. [Traducción española: "El destino de los totalitarismos", en Los dominios del hombre: las encrucijadas del laberinto, Barcelona, Gedisa, 1988].
(6) Por «boniment» (cuento) traduzco baloncy, cuyo equivalente más exacto sería «tontería» o «chorrada». Intemational Herald Tríbune, 19 de abril de 1990.
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La decadencia del Imperio romano duró tres siglos. Dos años han bastado, esta vez sin la ayuda de los bárbaros, para desarticular irreparablemente la red mundial de poder dirigida desde Moscú, sus pretensiones de hegemonía mundial, las relaciones económicas, políticas y sociales que la mantenían cohesionada. En vano se buscará un equivalente histórico a la pulverización de lo que hasta ayer parecía una fortaleza de acero. De pronto el monolito de piedra ha mostrado estar hecho de barro, mientras que los horrores, las monstruosidades, las mentiras y los absurdos revelados día a día eran aún más increíbles de lo que los más acerbos críticos de entre nosotros habíamos podido manifestar.
Al mismo tiempo que se desvanecen esos bolcheviques para los que «no existía fortaleza inexpugnable» (Stalin), se esfuma la nebulosa del «marxismo-leninismo», que, desde hace más de medio siglo, ha desempeñado prácticamente en todas partes el papel de ideología dominante, fascinando a unos, obligando a otros a posicionarse frente a ella. ¿Qué ha sido del marxismo, «filosofía insuperable de nuestro tiempo» (Sartre)? ¿En qué mapa, con qué lupa se descubrirá a partir de ahora el nuevo «continente del materialismo histórico», qué chamarilero nos procurará las tijeras del «corte epistemológico» (Althusser) que habría convertido en una antigualla metafísica la reflexión sobre la sociedad y la historia, sustituyéndola por la «ciencia del Capital?».
Apenas es necesario decir que sería inútil buscar la menor relación entre todo lo que hoy dice y hace Gorbachov y no ya la «ideología» marxista-leninista, sino cualquier idea.
Retrospectivamente, lo repentino del hundimiento puede parecer obvio. ¿No estaba acaso esta ideología, desde los primeros años de la toma del poder bolchevique en Rusia, en diametral contradicción con la realidad -pese a los esfuerzos conjugados de los comunistas, de los compañeros de viaje e incluso de la prensa respetable de los países occidentales (que, en su mayoría, había aceptado sin rechistar los procesos de Moscú)? ¿No era esta contradicción visible y cognoscible para quien quisiera ver y conocer? Considerada en sí misma, ¿no alcanzaba el colmo de la incoherencia y de la inconsistencia?
Pero el enigma no hace sino oscurecerse. ¿Cómo y por qué ha podido mantenerse en pie durante tanto tiempo este andamiaje? Una promesa de liberación radical del ser humano, de instauración de una sociedad «verdaderamente democrática» y «racional», que apelaba a la «ciencia» y a la «crítica de las ideologías» -pero que se realizaba como forma nunca antes llevada tan lejos de esclavización de las masas, de terror, de miseria «planificada», de absurdez, de mentira y de oscurantismo- ¿cómo ha podido funcionar durante tanto tiempo este engaño histórico sin precedentes?
Allí donde el marxismo-leninismo se ha instalado en el poder, la respuesta puede parecer sencilla: la sed de poder y el interés para unos, el terror para todos. Pero esto no es suficiente, pues, incluso en estos casos, la toma del poder ha sido casi siempre el producto de una importante movilización popular. Además, esta respuesta nada dice acerca de su atracción casi universal. Elucidar esto exigiría un análisis de la historia mundial en el último siglo y medio.
Aquí hemos de limitamos a considerar dos factores. En primer lugar, el marxismo-leninismo se ha presentado como la prolongación, como la radicalización del proyecto emancipatorio, democrático, revolucionario de Occidente. Presentación tanto más creíble por cuanto ha sido durante mucho tiempo -y esto es algo que hoy todo el mundo olvida alegremente- lo único que parecía oponerse a los encantos del capitalismo, tanto del metropolitano como del colonial.
Pero, detrás de esto, hay más, y en ello estriba su novedad histórica. En la superficie, lo que se denomina una ideología: una «teoría científica» laberíntica -la de Marx- en grado suficiente como para mantener ocupadas a cohortes enteras de intelectuales hasta el final de sus días; una versión simple, una vulgarización de esa teoría (formulada ya por el propio Marx), de fuerza explicativa suficiente para los simples fieles; finalmente, una versión «oculta» para los verdaderos iniciados que aparece con Lenin, que hace del poder absoluto del Partido el objetivo supremo y el punto arquimédico de la «transformación histórica». (No hablo de la cumbre de los Aparatos de Estado, donde la pura y simple obsesión por el poder conjugada con el cinismo total ha imperado al menos desde Stalin).
Pero lo que mantiene en pie el edificio no son las «ideas», ni los argumentos. Es un nuevo imaginario que se despliega y se transforma en dos etapas sucesivas. Como es sabido, en la fase propiamente «marxista», en una época de disolución de la vieja fe religiosa, su contenido es la idea de una salvación laica. El proyecto de emancipación, de La libertad como actividad, del pueblo como autor de su historia, se invierte y toma la forma de imaginario mesiánico de una Tierra prometida accesible y garantizada por el sucedáneo de trascendencia producido por la época: la «teoría científica»(1).
En la fase siguiente, la fase leninista, este elemento, aun sin desaparecer, es relegado progresivamente a un segundo plano por otro: más que las «leyes de la Historia», es el Partido, y su jefe, su poder efectivo, el poder sin más, la fuerza, la fuerza bruta los que se convierten no sólo en garantes, sino en objeto último de fascinación y de fijación de representaciones y deseos. No se trata solamente del temor a la fuerza -real e inmensa allí donde el comunismo está en el poder-, sino de la atracción positiva que ejerce sobre los seres humanos.
Si no comprendemos esto, nunca comprenderemos la historia del siglo XX, ni el nazismo, ni el comunismo. En el caso de este último, la conjunción de lo que se desearía creer y de la fuerza resultará irresistible durante mucho tiempo y sólo cuando esta fuerza ya no logre imponerse -Polonia, Afganistán-, se hará evidente que ni las bombas H ni los tanques rusos pueden «resolver» todos los problemas, que comienza verdaderamente la desbandada, y que los distintos arroyos de la descomposición confluyen en el Niágara que empieza a desbordarse en el verano de 1988 (primeras manifestaciones en Lituania).
Las reservas más fuertes, las críticas más radicales a Marx no anulan su importancia como pensador, ni la grandeza de su esfuerzo. Se seguirá reflexionando sobre Marx incluso cuando se busque con dificultad los nombres de von Hayek y Friedmann en los diccionarios. Pero no es por su obra por lo que Marx ha tenido un inmenso papel en la Historia real. Marx no habría pasado de ser un Hobbes, un Montesquieu o un Tocqueville más si de él no hubiera podido extraerse un dogma y si sus escritos no se prestaran a ello. Y si se prestan, es porque su teoría contiene algo más que simples elementos para ello.
La vulgarización del marxismo (debida a Engels), que señala como fuentes de Marx a Hegel, Ricardo y los socialistas «utópicos» franceses, oculta la mitad de la verdad. Marx es también heredero del movimiento emancipatorio y democrático -de ahí su fascinación, hasta el final de su vida, por la Revolución Francesa e incluso, en su juventud, por la pólis y el dêmos griegos. Movimiento de emancipación, proyecto de autonomía, en marcha durante muchos siglos antes en Europa y que halla su culminación en la Gran Revolución. Pero la Revolución deja un enorme y doble déficit. Mantiene e incluso acentúa, procurándole nuevas bases, la inmensa desigualdad del poder efectivo en la sociedad, enraizada en las desigualdades económicas y sociales. Mantiene y acrecienta la fuerza y la estructura burocrática del Estado, superficialmente «controlado» por una capa de «representantes» profesionales separados del pueblo. Es a estos déficits, así como a la existencia inhumana a la que somete a los trabajadores un capitalismo que se expande a una velocidad fulminante, a lo que responde el incipiente movimiento obrero, en Inglaterra y luego en el continente.
Los gérmenes de las ideas más importantes de Marx sobre la transformación de la sociedad -especialmente la idea de autogobierno de los productores- no se hallan en los escritos de los socialistas utópicos, sino en los diarios y en la autoorganización de los obreros ingleses de 1810 a 1840, muy anteriores a los primeros escritos de Marx. El incipiente movimiento obrero aparece así como la consecuencia lógica de un movimiento democrático que se ha quedado a medio camino.
Pero al mismo tiempo, otro proyecto, otro imaginario social-histórico invade la escena: lo imaginario capitalista, que transforma perceptiblemente la realidad social y parece a todas luces llamado a dominar el mundo. Contrariamente a un confuso prejuicio, todavía hoy dominante –el fundamento del "liberalismo" contemporáneo-, lo imaginario capitalista contradice frontalmente el proyecto de emancipación y de autonomía. Ya en 1906, Max Weber tornaba irrisoria la idea de que el capitalismo pudiera tener algo que ver con la democracia (y sigue siendo posible reírse con él cuando se piensa en la situación de Afrecha del Sur, Taiwan o Japón de 1870 a 1945 e incluso en su situación actual).
Todo ha de subordinarse al "desarrollo de las fuerzas productivas"; como productores e, inmediatamente, como consumidores, los hombres deben someterse íntegramente a él. La expansión ilimitada del dominio racional -del seudodominio, de la seudoracionalidad, hoy lo comprobamos sobradamente- se convierte así en la otra gran significación imaginaria del mundo moderno, poderosamente encarnada en la técnica y la organización.
Las potencialidades totalitarias de este proyecto son fáciles de ver -y son perfectamente visibles en la fábrica capitalista clásica. Si, ni en esta época, ni después el capitalismo logra transformar la sociedad en una única e inmensa fábrica sujeta a un único imperativo y a una sola lógica (lo que, a su modo y en cierta forma, el nazismo y el comunismo intentarán hacer más tarde), ello se debe sin duda a las rivalidades y a las luchas entre grupos y países capitalistas -pero sobre todo a la resistencia que le oponen desde un comienzo el movimiento democrático a escala social, y las luchas obreras a nivel de empresa.
La contaminación del proyecto emancipatorio de autonomía por lo imaginario capitalista de la racionalidad técnica y organizativa, que asegura un «progreso» automático de la Historia, tendrá lugar bastante rápidamente (ya en Saint-Simon). Pero será Marx el teórico y el artífice principal de la penetración en el movimiento obrero y socialista de las ideas del papel central de la técnica, la producción, la economía. Así, Marx interpretará el conjunto de la historia de la humanidad, mediante una proyección retroactiva del espíritu del capitalismo, como el resultado de la evolución de las fuerzas productivas -evolución que «garantiza», salvo accidente catastrófico, nuestra libertad futura.
La economía política es utilizada, tras su reelaboración, para mostrar la «inevitabilidad» del tránsito al socialismo -como lo es la filosofía hegeliana, «replanteada», para descubrir una razón que opera secretamente en la historia, que se realiza en la técnica y que asegura la reconciliación final de todos con todos y de cada uno consigo mismo. Las expectativas milenaristas y apocalípticas, de origen inmemorial, recibirán ahora un «fundamento» científico, plenamente acorde con lo imaginario de la época. Al proletariado, la «última clase», se le asignará el papel de salvador, pero su acción vendrá dictada necesariamente por sus «condiciones reales de existencia», a su vez constantemente determinadas por la acción de las leyes económicas, forzándolo a liberar a la humanidad liberándose a sí mismo.
Hoy se tiende a olvidar con demasiada facilidad la enorme fuerza explicativa que la concepción marxista, incluso en sus versiones más vulgares, parece haber tenido durante mucho tiempo. Esta concepción descubre y denuncia las mistificaciones de la ideología liberal, muestra que la economía funciona para el capital y el beneficio (algo que los sociólogos americanos descubren, atónitos, hace veinticinco años), predice los fenómenos de expansión mundial y de concentración capitalistas.
Las crisis económicas se suceden durante más de un siglo con una regularidad casi natural produciendo miseria, paro, absurda destrucción de las riquezas. En su momento, la carnicería de la Primera Guerra Mundial, la gran depresión de 1929-1933 y el ascenso de los fascismos no pueden entenderse más que como evidentes confirmaciones de las conclusiones marxistas y el rigor de los argumentos que a éstas conducen no pesa demasiado ante la gravosa realidad.
Pero bajo la presión de las luchas obreras, que no habían cesado, el capitalismo se había visto obligado a transformarse. Desde fines del siglo XIX, la «pauperización» (absoluta o relativa) empezaba a quedar desmentida por la subida de los salarios reales y la reducción de la duración del trabajo. La ampliación de los mercados interiores por el aumento del consumo de masas se convierte gradualmente en una estrategia consciente de las capas dominantes y, después de 1945, las políticas keynesianas asegurarán más o menos el pleno empleo.
Un abismo se abre entonces entre la teoría marxiana y la realidad de los países ricos. Pero mediante acrobacias teóricas, que los movimientos nacionalistas en los países ex coloniales parecerán apoyar, se transferirá a los países del Tercer Mundo y a los excluidos de la sociedad» el papel de edificadores del socialismo que Marx había atribuido, con menor inverosimilitud, al proletariado industrial de los países desarrollados.
Sin duda, la doctrina marxista ha ayudado enormemente a creer y por tanto a luchar. Pero el marxismo no era la condición necesaria de estas luchas que han transformado la condición obrera y el mismo capitalismo, como lo muestran los países (anglosajones, por ejemplo) en los que el marxismo apenas penetró. Y el precio pagado ha sido muy alto.
Si esa extraña alquimia que combina la «ciencia» (económica), una metafísica racionalista de la historia y una escatología laicizada ha podido ejercer durante tanto tiempo tan poderosa atracción es porque respondía a la sed de certeza y a la esperanza de una salvación garantizada, en última instancia por algo mucho más grande que las frágiles e inciertas actividades humanas: las «leyes de la Historia». De este modo incorporaba en el movimiento obrero una dimensión seudorreligiosa, repleta de catástrofes venideras. Al mismo tiempo, introducía la monstruosa noción de ortodoxia. Tampoco aquí la exclamación (en privado) de Marx «¡yo no soy marxista!» tiene demasiado peso en la realidad. Quien dice ortodoxia dice necesariamente guardianes titulares de la ortodoxia, funcionarios ideológicos y políticos, así como demonización de los herejes.
Junto a la irresistible tendencia de las sociedades modernas a la burocratización, que desde fines del siglo XIX penetra y domina el mismo movimiento obrero, la ortodoxia contribuye poderosamente a la constitución de los Partidos-Iglesia. Conduce también a una esterilización prácticamente completa del pensamiento. La «teoría revolucionaria» se torna comentario talmúdico de los textos sagrados mientras que, ante las inmensas transformaciones científicas, culturales y artísticas que se acumulan desde 1890, el marxismo se queda afónico o se limita a calificarlas de productos de la burguesía decadente. Un texto de Lukács y algunas frases de Trotski y Gramsci no bastan para invalidar el diagnóstico.
Homóloga y paralela es la transformación a la que el marxismo somete a los participantes en el movimiento. Durante la mayor parte del siglo XIX, la clase obrera de los países en vías de industrialización se autoconstituye, se alfabetiza y se forma a sí misma, hace surgir un tipo de individuo que confía en sus fuerzas y en su juicio, que se instruye tanto como puede, que piensa por sí mismo y que nunca abandona la reflexión crítica. El marxismo, acaparando el movimiento obrero, sustituye a este individuo por el militante adoctrinado en un evangelio que cree en la organización, en la teoría y en los jefes que la poseen e interpretan, un militante que tiende a obedecerles incondicionalmente, que se identifica con ellos y que, la mayoría de las veces, sólo puede romper esta identificación hundiéndose él mismo.
Ciertamente, algunos elementos del futuro totalitarismo están presentes ya en el marxismo: ilusión del dominio total heredada del capitalismo, ortodoxia, fetichismo de la organización, idea de una «necesidad histórica» capaz de justificarlo todo en nombre de la salvación final. Pero sería absurdo imputar al marxismo -y aún más al propio Marx- haber engendrado el totalitarismo, como se ha hecho cómoda y demagógicamente en los últimos sesenta años. Tanto y más (desde un punto de vista numérico) que en el leninismo, el marxismo se prolonga en la socialdemocracia, de la que puede decirse todo lo que se quiera salvo que es totalitaria, y a la que no le ha sido difícil hallar en Marx todas las citas necesarias para polemizar contra el bolchevismo en el poder.
El verdadero creador del totalitarismo es Lenin. Las contradicciones internas del personaje carecerían de importancia si no ilustraran, una vez más, lo absurdo de las explicaciones «racionales» de la historia. Aprendiz de brujo que sólo invoca a la «ciencia», inhumano y sin duda desinteresado y sincero, extremadamente lúcido para sus adversarios y ciego para sí mismo, que reconstruye el aparato de Estado zarista tras haberlo destruido y protesta contra esta reconstrucción, que crea comisiones burocráticas para luchar contra la burocracia que él mismo hacía proliferar, Lenin aparece finalmente a la vez como prácticamente el único artífice de una formidable transformación y como una gota de agua en la marea de los acontecimientos.
Pero es él quien creó la institución sin la que el totalitarismo resulta inconcebible y que hoy se desploma: el partido totalitario, el partido leninista, a la vez Iglesia ideológica, ejército militante, aparato de Estado in nuce incluso cuando cabía entero «en un coche de caballos», fábrica en la que cada cual tiene su lugar conforme a una estricta jerarquía y una rigurosa división del trabajo.
Lenin sintetizará estos elementos, todos ellos presentes desde hacía mucho pero aún dispersos, y conferirá un nuevo significado al todo que compondrá con ellos. Ortodoxia y disciplina son radicalizadas (Trotski se enorgullecerá de la comparación del partido bolchevique con la orden de los jesuitas) y extendidas a escala internacional (2).
El principio «quien no está con nosotros ha de ser exterminado» se pondrá en práctica inexorablemente, los modernos medios de Terror se inventarán, organizarán y aplicarán en forma masiva. Sobre todo, aparece y se instala, ya no como rasgo personal sino como determinante social-histórico, la obsesión por el poder, el poder por el poder, el poder como fin en sí mismo, por todos los medios y poco importa para qué. Ya no se trata de hacerse con el poder para introducir transformaciones concretas, sino de introducir las transformaciones que permitan mantenerse en el poder y reforzarlo sin cesar. Lenin, en 1917, sabe una sola cosa: que ha llegado el momento de tomar el poder y que mañana será demasiado tarde.
¿Para qué? Él no lo sabe, y así lo dirá: «Desgraciadamente, nuestros maestros no nos han dicho qué hemos de hacer para construir el socialismo». Y luego dirá también: «Si se hace inevitable un Termidor, nosotros mismos lo haremos posible». Entendamos: «Si, para conservar el poder, hemos de invertir completamente nuestra orientación, lo haremos». Y así lo hará, en efecto, en varias ocasiones (Stalin, posteriormente, llevará este arte a una perfección absoluta). Único objetivo fijo mantenido inexorablemente a lo largo de los más increíbles cambios de rumbo: la expansión ilimitada del poder del Partido, la transformación de todas las instituciones, empezando por el Estado, en simples instrumentos suyos y finalmente su pretensión, no sólo de dirigir la sociedad, ni siquiera de hablar en su nombre, sino de ser efectivamente la sociedad misma. Como es sabido, este proyecto alcanzará su forma extrema y demencial bajo Stalin. Y es también a partir de la muerte de éste cuando su fracaso comenzará a ponerse de manifiesto. El totalitarismo no es una esencia inmutable, tiene una historia que aquí no vamos a trazar pero de la que hay que recordar que es, fundamentalmente, la historia de la resistencia de los hombres y de las cosas a la ilusión de la absorción total de la sociedad y del modelado integral de la historia por el poder del Partido.
Quienes negaban la validez de la noción de totalitarismo vuelven hoy a la carga, argumentando que el régimen se hunde (según ellos, el régimen histórico jamás habría existido), o que había encontrado resistencias internas(3). Manifiestamente, estas mismas críticas compartían la ilusión totalitaria: el totalitarismo habría podido y debido ser, para lo mejor o para lo peor, lo que pretendía ser: un monolito sin fisuras. No era lo que decía ser -por tanto, simplemente no existió.
Pero quienes han discutido seriamente el régimen ruso jamás han sido víctimas de este espejismo. Siempre han subrayado y analizado sus contradicciones y antinomias internas(4). Indiferencia y resistencia pasiva de la población; sabotaje y despilfarro de la producción tanto industrial como agrícola; irracionalidad profunda del sistema desde su propio punto de vista, debida a su delirante burocratización, a las decisiones tomadas conforme a los caprichos del autócrata o de la camarilla de arribistas instalada en el poder; conspiración universal de la mentira convertida en rasgo estructural del sistema y en condición de la supervivencia de los individuos desde los zeks hasta los miembros del Politburó. Todo ello confirmado clarísimamente por los acontecimientos que se han sucedido desde 1953 y las informaciones que, desde entonces, no han dejado de verterse: revueltas de los zeks en los campos tras la muerte de Stalin, huelgas de Berlín-Este en junio de 1953, informe Kruschev, revoluciones polaca y húngara en 1956, movimientos checoslovaco en 1968 y polaco en 1970, oleada de literatura disidente, explosión polaca de 1980 haciendo ingobernable el país. Tras el fracaso de las incoherentes reformas de Kruschev, la necrosis que gangrenaba el sistema y no le dejaba otra salida que la huida hacia delante en el rearme y la expansión externa se hizo manifiesta, y a este respecto yo escribía, en 1981, que esto ya no podía concebirse en términos de totalitarismo «clásico»(5).
También es cierto que el régimen no habría podido sobrevivir durante setenta años si no hubiera logrado crearse en la sociedad importantes puntos de apoyo, desde la burocracia ultraprivilegiada hasta las capas que gozaron sucesivamente de una «promoción social»; sobre todo, sin un tipo de comportamiento y un tipo antropológico de individuo dominado por la apatía y el cinismo, preocupado únicamente por las ínfimas y preciosas mejoras que a fuerza de astucia e intrigas podía aportar a su nicho privado.
En este último punto, el régimen ha tenido un éxito a medias, como lo muestra la extrema lentitud de las reacciones populares en Rusia incluso después de 1985. Pero también ha fracasado a medias, y donde esto mejor se ve es, paradójicamente, en el seno del propio Aparato del partido. Cuando la fuerza de las circunstancias (problemas polaco y afgano, presión del rearme americano frente a un creciente retraso tecnológico y económico, incapacidad de soportar mucho más tiempo su sobreextensión mundial) mostró que, a la larga, la evolución «estratocrática» dominante bajo Breznev se hacía insostenible, pudo emerger, en el seno del aparato y en tomo a un líder de una habilidad poco común, un grupo «reformista» lo suficientemente importante como para imponerse e imponer una serie de cambios inimaginables poco tiempo antes -entre ellos el acta oficial de defunción del partido único, levantada el 13 de marzo de 1990-, cuyo futuro sigue siendo totalmente incierto, pero cuyos efectos son ya irreversibles.
Como el nazismo, el marxismo-leninismo permite apreciar la locura y la monstruosidad de la que los hombres son capaces, y su fascinación por la fuerza bruta. Pero más que en el nazismo, es en el marxismo-leninismo donde puede apreciarse la capacidad de los hombres de engañarse a sí mismos, de convertir en su contrario las ideas más liberadoras, de hacer de ellas instrumentos de una mistificación ilimitada.
En su caída, el marxismo-leninismo parece sepultar bajo sus ruinas tanto el proyecto de autonomía como la misma política. El odio activo de quienes lo han sufrido, en el Este, les conduce a rechazar cualquier proyecto que no sea la rápida adopción del modelo capitalista liberal. En el Oeste, la convicción de la población de que vive bajo el régimen menos malo posible se reforzará y acentuará su tendencia a sumirse en la irresponsabilidad, la distracción y la retirada a la esfera “privada” (evidentemente menos “privada” que nunca).
No es que la población se haga muchas ilusiones. En Estados Unidos, Lee Atwater, presidente del Partido Republicano, refiriéndose al cinismo de la población, afirma: «El pueblo americano está convencido de que la política y los políticos son un cuento; que la religión organizada es un cuento; que el big business es un cuento; que los grandes sindicatos son un cuento(6). Por lo que sabemos de Francia, todo apunta al mismo espíritu. Pero mucho más importantes que las opiniones son los hechos concretos. Las luchas contra el sistema, incluso las simples reacciones, tienden a desaparecer. Pero el capitalismo sólo se ha modificado y se ha vuelto un poco tolerable en función de las luchas económicas, sociales y políticas que jalonan dos siglos. Un capitalismo desgarrado por el conflicto y obligado a hacer frente a una fuerte oposición interna; y un capitalismo que sólo ha de vérselas con lobbies y corporaciones, pudiendo manipular tranquilamente a la gente y comprarla con un nuevo aparato cada año, son dos animales social-históricos completamente diferentes. La realidad así lo indica sobradamente.
La monstruosa historia del marxismo-leninismo muestra lo que no puede ni debe ser un movimiento de emancipación. Esta historia no permite concluir en absoluto que el capitalismo y la oligarquía liberal en los que vivimos encarnen el secreto por fin resuelto de la historia humana. El proyecto de un dominio total (tomado del capitalismo por el marxismo-leninismo y que, en ambos casos, se convierte en su contrario) es un delirio. De ello no se sigue que debamos sufrir nuestra historia como una fatalidad. La idea de hacer tabla rasa de todo lo que existe es una locura que conduce al crimen. De ello tampoco se sigue que debamos renunciar a lo que define nuestra historia desde Grecia y a lo que Europa ha conferido nuevas dimensiones: nosotros hacemos nuestras leyes e instituciones, queremos nuestra autonomía individual y colectiva, y esta autonomía sólo nosotros podemos y debemos limitarla. El término «igualdad» ha servido de tapadera a un régimen en el que las desigualdades reales eran de hecho peores que las del capitalismo. Sin embargo, no podemos olvidar que no hay libertad política sin igualdad política y que ésta es imposible cuando existen y se acentúan enormes desigualdades de poder económico, traducido directamente en poder político. La idea de Marx según la cual podrían eliminarse mercado y dinero es una utopía incoherente. Comprenderlo no significa avalar la omnipotencia del dinero, ni creer en la “racionalidad” de una economía que nada tiene que ver con un verdadero mercado y que se asemeja cada vez más a un casino planetario. No por el hecho de que sin producción y consumo no hay sociedad, han de erigirse éstos en fines últimos de la existencia humana, lo que constituye la sustancia efectiva del “individualismo” y del “liberalismo” de hoy.
Éstas son algunas de las conclusiones a las que debe llegar la experiencia conjugada de la pulverización del marxismo-leninismo y de la evolución del capitalismo contemporáneo. No son las que la opinión sacará por ahora. Pero cuando haya desaparecido la polvareda, la humanidad deberá llegar a ellas, a menos que continúe su marcha hacia un ilusorio más que, tarde o temprano, se estrellará contra los límites naturales del planeta, si es que no se hunde antes aplastada por su falta de sentido.
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Notas
(1) A propósito del mesianismo, el Padre J.-Y. Calvez, con toda la buena voluntad cristiana, asesta al marxismo un magnífico golpe en Le Monde del 14 de abril de 1990. (Aquí el Padre Calvez ensalzaba el marxismo como salvaguarda de la esperanza mesiánica).
(2) No está de más recordar, para las nuevas generaciones, algunas de las “21 cláusulas” adoptadas en el II Congreso de la III Internacional (17 de julio-7 de agosto de 1920): “1.Todos los órganos de prensa deben ser redactados por comunistas leales... La prensa y todos los servicios editoriales estarán enteramente subordinados al Comité central frl partido... 9.Estos núcleos comunistas –en los sindicatos, etc.- deben estar completamente subordinados al resto del Partido... 12.En la época actual de encarnizada guerra civil, el Partido comunista sólo podrá cumplir su papel si se organiza de la forma más centralizada, si se admite en él una férrea disciplina próxima a la disciplina militar y si se dota a su organismo central de amplios poderes, si ejerce una autoridad indiscutida y si goza de la confianza unánime de los militantes. 13. Los PC de los países en los que los comunistas militan legalmente deben proceder a depurar periódicamente sus organizaciones, con el fin de apartar los elementos interesados y pequeño-burgueses... 15. Se tiene por norma que los programas de los partidos afiliados a la Internacional comunista sean confirmados por el Congreso internacional o por el Comité ejecutivo (subrayado por mí, C.C.)... 16. Todas las decisiones de los Congresos de la IC, así como las del Comité ejecutivo (subrayado por mí), han de ser acatadas por todos los países afiliados a la IC ".
(3) Véase, por ejemplo, las recensiones de S. Ingerflohm en el Liber de marzo de 1990.
(4) Por mi parte, lo he hecho desde 1946 y desde entonces jamás he dejado de hacerlo. La Societé bureaucratique, vol. 1 y 2, París, 10/18, 1973 (2ª edición en Christian Bourgois, 1990). (trad. castellana: La sociedad burocrática, vol. 1 y 2, Barcelona, Tusquets, 1976).
(5) «Les destinées du totalitarisme», en Domaines de l'homme, págs. 201-218. [Traducción española: "El destino de los totalitarismos", en Los dominios del hombre: las encrucijadas del laberinto, Barcelona, Gedisa, 1988].
(6) Por «boniment» (cuento) traduzco baloncy, cuyo equivalente más exacto sería «tontería» o «chorrada». Intemational Herald Tríbune, 19 de abril de 1990.
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