Juan Carlos Monedero
“Tan doloroso es poner una revolución democrática en peligro por exquisiteces puristas como dejar a esa revolución consumirse por un silencio falsamente revolucionario”
Ernesto Müntzer
La complicación de una promesa
Que Venezuela iba a enrumbarse al socialismo fue la promesa electoral que llevó al Presidente Chávez al triunfo espectacular de diciembre de 2006. De ahí que, de entrada, que se cumpliera esa promesa no era sino una cuestión de honestidad política. Que la fórmula fuera una reforma constitucional abría más interrogantes. Es indudable que una Asamblea Constituyente obligaba a un debate más en profundidad, con sus indudables ventajas, pero también se acompañaba de dos inconvenientes: implicaba disolver la Asamblea –con mayoría absoluta chavista tras la retirada de la oposición- y significaba un cambio de modelo cuya profundidad no podía decretarse sino que tenía que estar primero asentada en la ciudadanía. Reforzar la idea de que se camina hacia un nuevo contrato social tiene siempre interés, y aún más cuando se pretende construir ese nuevo consenso a través de la legalidad y la legitimidad constitucionales. La decisión final, políticamente correcta, fue dar pasos graduales a través de una reforma. El socialismo se hace al andar.
Sin embargo, y como pudo comprobarse durante los tres meses de debate, era evidente que esa reforma era complicada en la forma y confusa en el fondo. Pese a que el mismo Presidente reconoció haber recibido informes cuestionando algunos aspectos e, incluso, la conveniencia de la misma, el proyecto llegó finalmente a una Cámara entregada que hizo bien poco por que el pueblo se enamorara de la propuesta.
La actitud tradicional de la oposición de intentar tumbar el proceso bolivariano apoyándose en cualquier excusa –apoyada por una iglesia tan lejos de dios como cerca de los Estados Unidos- forzó, como en otras ocasiones, a que se simplificaran las posiciones. La proliferación en Venezuela de iracundos y acríticos altavoces de la última afirmación del Presidente, caracterizados por tomar al pie de la letra cualquier intervención presidencial y convertirla en artículo de fe, terminaba de enturbiar la serenidad del debate. Una vez más se perdía la posibilidad de abrir una discusión desde dentro de la revolución que permitiera un compromiso ciudadano a la altura de los momentos más críticos vividos durante el debate constitucional (1999) o con ocasión del golpe o del revocatorio presidencial.
Aunque ya en un inicio hubiera parecido sensato optar por un ejercicio de simplificación del texto constitucional, se optó por insistir en la Flutgesetz (la marea legislativa tan propia de la época), con el resultado de que los finalmente muchos artículos reformados, así como la complicada redacción de buena parte de ellos sembraron el fárrago y el oscurantismo. El apresuramiento que demostraban algunas redacciones, el escaso cuidado con la técnica constitucional, el endurecimiento de los requisitos para la participación, la falta de concreción de la nueva geometría política (postergada a desarrollos legislativos posteriores), el refuerzo del Ejecutivo o la superación de la descentralización tradicional eran elementos que reclamaban mayor explicación y quizá, como se argumentó desde dentro del chavismo, una asamblea constituyente. El argumento de que la reforma debía apoyarse en bloque no ayudaba a abrazar la propuesta, pues conforme iba creciendo en volumen la reforma, más difícil se tornaba encontrar una lógica común a todos ellos.
Es indudable que la reforma vigorizaba al Presidente de la República. Pero en vez de explicar este hecho como algo necesario y paralelo al empoderamiento popular (sentar a Gramsci en la mesa de Montesquieu), se distraía el debate con otros asuntos que parecía excusas y que no daban argumentos para contrarrestar las alertas catastrofistas de la oposición. La tarea de enmascaramiento puesta en marcha por los adversarios del proceso bolivarano terminó de confundir a quien se adentrase en las entrañas de la reforma, aún fuera cargados de paciencia y conocimiento. Las tardías y malhumoradas explicaciones no podían, en la recta final, competir con las simplificaciones oportunistas de la oposición.
De Asambleas y plazos
Por si fuera poco, en el trámite parlamentario, los 33 artículos iniciales se convirtieron en 69. Un Parlamento que había necesitado poner en marcha el parlamentarismo de calle para legitimarse (apenas lo apoyaban dos venezolanos de cada diez), se colgaba de la propuesta presidencial para reinventarse la reforma. Pronto llegaron los recursos que hicieron del Tribunal Supremo un actor muy presente en esta historia. Como además el calendario de aprobación estaba absurdamente urgido por las fechas navideñas, los plazos de discusión popular se hacían aún más escasos, complicando la posibilidad de un debate sosegado que pudiera repetir la experiencia de 1999 y, al tiempo, desmontar las falsedades difundidas en los medios. Pretender que la apelación al Presidente bastaba en última instancia para superar estas deficiencias es no entender el éxito en la politización lograda por el propio proceso bolivariano. Tres millones de chavistas han hecho valer su discrepancia no apoyando la reforma sin que eso implique abandonar su apoyo al Presidente, prueba de que estamos ante una revolución que es bonita porque ha politizado y no adoctrinado.
El momento en que fue convocada la reforma es igualmente algo que no permite fáciles análisis ¿Era ahora el momento idóneo, sin haberse siquiera alcanzado el ecuador de la Presidencia? ¿No cargaba aún la ciudadanía el esfuerzo descomunal de diciembre, donde se rompieron barreras de participación y el Presidente Chávez conquistó siete millones de votos? ¿Era real pretender acercar siquiera ese resultado a través de un referéndum, tradicionalmente menos atendidos por la ciudadanía? ¿No era un trágala incorporar la palabra socialismo en la reforma cuando no se ofrecía una definición de qué quería significarse con esta palabra? ¿No era precipitado avanzar constitucionalmente lo que no era visto como una necesidad en la calle? Un exceso de complacencia sobrevolaba el ambiente. Al final, y en ausencia de una clara conceptualización del socialismo, la oposición tenía abonado el terreno para difundir su tramposa tesis sobre lo que debía significar esa propuesta: eliminación de la propiedad privada, ausencia de pluralismo político, perpetuación del líder en el poder o pérdida de la patria potestad sobre los hijos.
La confusión reinaba por doquier, y en las filas del chavismo no estaban listos los argumentos para defender la reforma. El más sencillo era simplemente erróneo: con la reforma se construía el socialismo. Si eso era así, ¿no implicaba la exigencia de una asamblea constituyente en vez de una reforma? Por el contrario, si no se trataba de traer el socialismo sino de dar algunos pasos en esa dirección –lectura correcta-, ¿no era importante dejar de decir lo contrario para no abonar la confusión? Escuchando los argumentos de muchos partidarios del sí, puede afirmarse que solamente el Presidente sabía a ciencia cierta en qué consistía la reforma.
Inconsistencias con la democracia participativa y protagónica
Algunos asuntos de diferente calado fueron construyendo el alud de suspicacias. La mala composición acerca del método tenía que abundar necesariamente en la perplejidad. Cuando la propuesta arrancaba, la democracia participativa se relegó, entregando la responsabilidad del proyecto de reforma a una comisión elegida a dedo y sometida a la estricta confidencialidad. El secreto no suele ser buen método para generar adhesiones. Algún miembro de esa comisión había defendido con vehemencia la opción de la Asamblea Constituyente, de manera que no siempre parecía convincente en la defensa ahora, igualmente vehemente, de la opción por la reforma. Otrosí ocurría con la inesperada multiplicación de artículos reformados en la Asamblea, que se veían tan duplicados como poco justificados. Y algo de no menor relevancia: fue el Presidente quien enfáticamente planteó inicialmente que no se cambiaba “ni una coma” del proyecto –idea repetida por el eco gubernamental, advirtiendo en contrario de un delito de lesa revolución-. Sin embargo, más temprano que tarde empezaron a modificarse aspectos sustantivos -Guardia Nacional, jornada laboral, derechos de propiedad-, lo que daba la sensación tanto de apresuramiento como de que todo dependía, fuera o no cierto, de la decisión de una sola persona.
En mitad de ese viaje, la oposición volvió por sus fueros y buscó en la reforma una nueva bandera para intentar tumbar la V República. Identificó las debilidades, construyó un nuevo sujeto cuyas naves no estuvieran aún quemadas –los estudiantes- y mordió como perro de presa con un discurso falaz y simple pero muy eficaz. El chavismo, por jactancia o por incapacidad, se dio el lujo de no debatir con la oposición y perdió así la posibilidad de entender cuáles eran sus propios puntos débiles y de poder contrarrestar el discurso opositor. Una vez más se hace cierto que cuando los dioses quieren perder a alguien antes lo ciegan. Desde las filas bolivarianas se equiparó la crítica interna con la crítica opositora, perdiéndose la capacidad de ajuste interno. Como pude decir en otro sitio, se trataba de la primera batalla ganada por la oposición. Con esa actitud, todas las alertas acerca de los problemas que traía consigo la reforma fueron rechazados como si vinieran de enemigos declarados del proceso.
En definitiva, una parte importante de la derrota deben atribuírsela todos aquellos que han presentado la discrepancia como abandono de la revolución, traición o debilidad. Complétese el escenario con un creciente descontento ante la deriva burocrática de la revolución bolivariana, con sus correlatos de autoritarismo, corrupción, clientelismo e ineficiencia económica y administrativa. Un exceso de cuartarepublicanismo enmascarado bajo boina roja ha venido utilizando espacios de poder –en el Gobierno, en la administración, en el PSUV, en empresas públicas o cobijadas políticamente- para repetir los abusos que llevaron a Chávez al poder en 1998 y cuya promesa de erradicación forma parte aún del fuerte apoyo que posee.
Quizá, con todos estos impedimentos, lo que sorprenda es que cuatro millones de venezolanos hayan apostado con firmeza por una vía al socialismo.
No hay mal que por bien no venga
Pero más allá de todo esto, Chávez trae con su derrota la posibilidad de una victoria de largo aliento. Tanto el 50% de electores que han apostado por un futuro socialista como los abstencionistas, que ni por asomo han pensado en apoyar a la oposición –esto es, votar No-, alientan en esa dirección. Conviene notar que el error de la convocatoria a una reforma constitucional en este momento, reconocido con urgencia por el propio Presidente Chávez, ha servido para ver lo mucho que ha crecido la conciencia política en Venezuela. La nueva cultura política ha venido para quedarse.
Pero no se agotan ahí los elementos positivos. Tantos que puede hablarse sin abuso de una victoria escondida del Presidente Chávez.
Por un lado, puede considerarse una victoria que la oposición haya ganado sólo aferrándose a la Constitución de 1999, esto es, a la Constitución impulsada por Chávez y a la que siempre adversó. Es a partir de ahora, con el reconocimiento opositor de la V República, que empieza la posibilidad de una normalización democrática. Si la oposición, por el contrario, ha aceptado la Constitución bolivariana solamente como una estrategia electoral, demostrará una vez más que no han entendido nada de lo que está pasando en este país.
Igualmente, el resultado cuenta a Venezuela, a América Latina y al mundo cómo ese pueblo, ayer invisible, reclama hoy que se cuente con lo que piensa. En otras palabras, es capaz de seguir apoyando a Chávez (entre el 60% y el 70%), y decirle al tiempo un No contundente cuando algo no lo comparte o no lo entiende. Chávez es un líder que acierta como nadie cuando manda obedeciendo. En otras palabras, cuando al tiempo que habla el mismo lenguaje de su pueblo no ordena que se cumpla otra cosa que aquello que el pueblo quiere realmente hacer. Por el contrario, se equivoca como todos cuando guiado por la improvisación, por una deficiente información o a través de una mala reflexión –todos problemas ligados a un mal trabajo de equipo- decide al margen del pueblo. Es, por un lado, lo que ha ocurrido en importantes procesos electorales donde el apoyo a Chávez ha roto barreras y escenarios. Aún más, cuando el pueblo recuperó a su Presidente secuestrado por una parte de los que hoy festejan la victoria del No. Pero, por otro, también fue lo que ocurrió en las últimas elecciones a la Asamblea (que generó una abstención inaceptable del 75%) y es lo que ha ocurrido ahora con el referéndum constitucional, donde tres millones de la base chavista no han visto razones suficientes para acudir a las urnas.
Pero quizá la mayor victoria del chavismo tenga que ver precisamente con la reflexión a la que obliga la derrota. En los últimos años ha brillado por su ausencia la autocrítica. Al contrario, ha obrado una auto complacencia ingenua o dolosa. Las estructuras de información han sido peor que pésimas –especialmente en el exterior-, sin contar con la frivolidad de olvidar que los problemas de Venezuela se convierten en problemas para toda la izquierda continental. Castigar la mentira es una de las principales señales de salud democrática. Como ha demostrado el referéndum, demasiadas personas han mentido al Presidente Chávez.
En esta dirección, es momento de preguntarnos: ¿Cómo es posible que haya más aspirantes al PSUV que gente comprometida con la reforma? ¿No había responsables de chequear este compromiso? ¿No se estarán repitiendo los comportamientos del rey del cuento, desnudo a los ojos de los niños y vestido con caros ropajes a ojos de la corte?
En un reciente Aló Presidente, Chávez confrontó duramente a un ciudadano que le argumentaba que quizá estuviera mal informado. Algo que, sin embargo, piensa mucha gente en Venezuela (dicho de otra manera: no piensan que el Presidente sea consciente de determinadas cosas que ocurren en el país). Pero ese crédito puede terminar agotándose de persistir los mismos errores.
De ahí que alguien, más temprano que tarde, debiera explicar por qué la reforma, un paso concreto hacia el socialismo, tiene menos votos que aspirantes al Partido Socialista Unido de Venezuela, un instrumento esencial para el proceso de cambio y que a día de hoy es mera carcasa donde aún no hay estatutos o ideología pero sí una eficiente comisión de conflictos. No hubiera sido mala idea que la reforma constitucional hubiera nacido como propuesta del naciente PSUV –y aún mejor, como propuesta participada popularmente-, y no como una oferta del Ejecutivo sobre la base de una comisión restringida y poco empoderada. No debiera olvidarse que cuando la gente colabora en las propuestas cree más en ellas.
Pero el horizonte, pese a la depresión que algunos han manifestado inicialmente, invita al optimismo. No es extraño pensar que este revés pueda ayudar a una necesaria autocrítica que haga ver al Presidente Chávez que antes de la ampliación del socialismo, conviene avanzar en la corrección de errores y en el asentamiento de bases culturales para construir su proyecto. Hay que insistir en esta idea: no puede haber socialismo sin socialistas, o, como venimos repitiendo, el hombre nuevo es el hombre viejo en nuevas circunstancias. Como enseñan los clásicos, en la medida de lo posible conviene no saltarse etapas. Donde no existe una conciencia de lo público no puede pensarse en esa fase superior que implica una sociedad socialista. La propuesta de ahondamiento de la democracia que implica el socialismo no puede tener lugar sin antes haber solventado los cuellos de botella de la ineficacia y la corrupción, de la comprensión de lo de todos como lo de nadie, de la falta de previsibilidad institucional que otorga un cuerpo burocrático cambiante y poco profesional. De la misma manera, la respuesta a estas lacras no puede ser que el Presidente termine comprobando hasta las facturas de las escobas o la electricidad de Palacio. Utilizando la expresión de Gramsci, una metástasis de cesarismo, pese a que sea democrático, crean más problemas que soluciones. Los tiempos del todo para el pueblo sin el pueblo no se corresponden con la época y, mucho menos, con las expectativas de una ciudadanía que le han aceptado al Presidente Chávez que ellos son el poder constituyente.
Le corresponde a una nueva generación de políticos y cuadros armar una nueva ética pública que se caracterice por el compromiso político y la alta capacitación en la administración del Estado. La existencia de esos nuevos cuadros será el antídoto más eficaz contra lo que ya se conoce como boliburguesía, es decir, esa nomenklatura que no ha necesitado más que cinco años para apropiarse de espacios enormes de riqueza y alcanzar una unánime reprobación popular. Una voracidad obscena –hummer, whisky, viviendas lujosas, control de empresas- y a veces es tan extrema –urgida por su culpable incompatibilidad con el discurso revolucionario- que hace palidecer en ocasiones el robo institucionalizado durante la Cuarta República.
Conclusión: que error con error se paga
La atribución de toda crítica a un ánimo contrarrevolucionario ha impedido, como se ha afirmado, el ajuste interno del proceso. Por supuesto que es cierto que hay acaparadores que tienen responsabilidad en las estrecheces de abastecimiento cuando están aumentando las importaciones gubernamentales; por supuesto que es cierto que hay alcaldes y gobernadores que no esta vez tampoco han hecho campaña; por supuesto que los medios, la iglesia, las universidades privadas o privatizadas han sembrado en el país las dudas; por supuesto que la hegemonía neoliberal internacional, tanto en Estados Unidos como en Europa o determinados países latinoamericanos, ha hecho sus deberes demonizadotes de la reforma y del Presidente Chávez. Pero también lo han hecho en situaciones anteriores y han fracasado en su intento. Es momento por tanto de ver las responsabilidades propias.
La soledad en la toma de decisiones, la falta de una red coral de gobierno, la ausencia de una estructura colegiada de dirección política, la falta de consolidación del partido o un creciente autoritarismo ramificado en amplios sectores de la administración y el Gobierno no pueden sustituirse por discursos extremos, acusaciones de traición o deslealtad o por una primacía de las declaraciones altisonantes. Más allá de todos estos aspectos, incluidas las adversidades de la política exterior –con el correlato del miedo al aislamiento-, han sido algunas decisiones internas las que han ido debilitando el proceso. Momento es de recordar contra William Blake que los caminos del exceso no siempre conducen al palacio de la sabiduría.
La gestión de la conveniente recuperación del espacio radioeléctrico que ocupaba el canar RCTV no pasará a los anales de la estrategia política. ¿Era necesario anunciarlo con seis meses de antelación, como una decisión política y no administrativa y en un acto militar? De la misma manera, los regustos autoritarios de algunos momentos de la creación del PSUV –la elección a dedo de los propulsores, la labor desarrollada por algunos Gobernadores, la creación de una comisión de conflictos aun cuando no estaban todavía listos ni estatutos ni programa- tampoco recibirán grandes elogios en una historia de la democracia latinoamericana. Por último, una reforma constitucional nacida de un grupo deliberante confidencial no es un método adecuado cuando se trata de dar pasos hacia el socialismo. Como recordó Marx, esta fase superior de la historia humana reclama grandes dosis de conciencia y, por tanto, de participación. No vale decir que el socialismo no se decreta y después pretender realmente decretarlo. No en un pueblo que ha llevado durante tanto tiempo la Constitución de 1999 en sus bolsillos.
Conclusión: que el Che Guevara no vuelva a marcharse a Bolivia
Hay un momento en toda revolución donde las promesas incumplidas, la cárcel recurrente que tejen los burócratas, la sustitución de los antiguos privilegiados por otros nuevos (que, además de quedarse con el dinero quieren también la gloria del sacrificio, cuyo discurso monopolizan pero no cumplen), la tentación de negociar con el antiguo régimen a costa de los pobres o, en el otro extremo, la renovación del culto a la personalidad –contra la que alerta el propio Chávez-o la exacerbación de la amenaza hacia propios y ajenos, hacen que los auténticos revolucionarios se vayan con su suerte a otra parte, aunque sea para que les llenen de plomo el pecho en una escuelita en un pueblo perdido.
Lo que significa la Venezuela bolivariana en el contexto emancipador mundial no puede permitir siquiera pensar en un escenario que no sea la profundización exitosa del camino emprendido décadas atrás y que tuvo su pistoletazo de salida con el pueblo alzado y reprimido durante el caracazo en 1989. La Venezuela bolivariana y socialista es hoy vanguardia de la emancipación latinoamericana y hay que cuidarla como a un preciado tesoro. Como sostiene Ernesto Müntzer, manchándonos políticamente las manos cuando las circunstancias lo reclamen, pero no contribuyendo con el silencio a que se devore a sí misma.
Más allá de que más adelante pueda ser el pueblo quien decida los contornos de su nuevo contrato social y se movilice para que el Presidente Chávez pueda continuar esa tarea, hoy la discusión tiene necesariamente que ser otra. Quedan por delante cinco años de Gobierno, asentados sobre todo lo ya construido y con una credibilidad que no tiene parangón en todo el continente. Además de la voluntad demostrada del pueblo venezolano y de la dirección eficaz del Presidente Chávez, se cuenta en Venezuela con dos herramientas de gran valor: por un lado, una de las mejores constituciones del mundo; por otro, un partido naciente que puede convertirse en un referente para todo el continente si logra construirse como una estructura nacida desde la base y articulada desde la base.
Esto no debe llevar a análisis ingénuos. Las dificultades seguirán siendo grandes. Los ataques internos y externos van a recrudecerse al entenderse la derrota del referéndum como un momento de debilidad. No vamos a escuchar al grueso de los opinólogos que han acusado a Chávez de dictador, autócrata, manipulador, gorila o castrocomunista, entonar un mea culpa después de que el Presidente aceptara de inmediato y sin ningún reparo el resultado adverso. Pese a los insultos y calumnias de políticos, tertulianos, columnistas y editorialistas, miembros de ese cartel global de mercenarios de la comunicación, el Consejo Nacional Electoral no estaba manipulado, ni el voto electrónico se monitoreaba fraudulentamente por satélites rusos y chinos; era rotundamente falso que los jefes de mesa respondían en última instancia a consignas del oficialismo o que los funcionarios públicos estaban obligados a votar por lo que les dijera Chávez. O, como se ha pretendido en patética explicación a posteriori, el ejército, lejos de ser una guardia pretoriana del Presidente, ha sido y es un garante de la Constitución y a la Constitución se somete. Ese mismo ejército que ha asumido el lema “Patria, socialismo o muerte” como saludo no ha usado sus armas para imponer la reforma y menos, como se ha pretendido en un desesperado intento de explicar el normal desarrollo del referéndum, ha tenido que forzar al Presidente a aceptar el resultado (¡Qué necesidad tiene ese peculiar neofascismo de negar el compromiso democrático de Chávez!). Ojala mostrara el ejército la misma fidelidad institucional en Colombia, en México o en Guatemala, por sólo quedarnos en ese continente.
La campaña para intentar tumbar a Chávez no se va a frenar pese a que, una vez más, haya demostrado su pleno compromiso con los procedimientos democráticos. Ya se sabe que en una parte importante de la derecha mundial, -que contamina a una izquierda contaminada de argumentos conservadores- la honestidad democrática es algo que sólo se exige a los otros.
En repetidas ocasiones ha repetido Chávez que comenzaba la “revolución en la revolución”. Ahora, cuando van a arreciar las posiciones del “chavismo sin Chávez” –en las propuestas teóricas de Dieterich, en el comportamiento errático de Baduel, en las críticas tardías de quienes dentro del chavismo anhelan mantener posiciones de poder e, incluso, en políticos oportunistas de la oposición-, es cuando corresponde asentar las bases para que la revolución eche los cimientos de unas estructuras profundas. Es el momento de mimar la capacidad democrática del PSUV, revirtiendo una estrategia que ha primado la cantidad a la calidad y que ha impedido que sea la base quien se encuentre con su verdadero instrumento de emancipación. Es el momento de hacer de la discusión interna un requisito democrático, de multiplicar las disidencias, de hacer cierta la apertura de mil escuelas para que florezcan las mil flores de un pensamiento plural. Es el momento de cortar de cuajo la corrupción, de demostrar que el aparato del Estado respira por otras heridas que las abiertas en la Cuarta República, de predicar con el ejemplo gubernamental la austeridad socialista a la que está obligado un pueblo en donde aún hay necesidades extremas no cubiertas. Es el momento de hacer de la formación de cuadros un objetivo prioritario de la V República.
Es muy difícil que surjan liderazgos como el que representa el Presidente Chávez. Por eso, nadie tiene derecho a dilapidarlos, pues su fracaso condena al continente al retraso en su emancipación. Por el referente simbólico levantado, ni siquiera el propio Chávez puede frivolizar con la importancia de Hugo Chávez. La enseñanza del referéndum es clara: ojalá los aciertos del futuro –y en su caso los errores- tengan necesariamente que atribuirse a más actores. No un Chávez sino mil Chávez será el mejor legado dejado por el Presidente para la nueva Venezuela. Que dure cinco años su mandato o pueda renovarse más adelante lo decidirá el pueblo venezolano. Que la revolución reclama un nuevo rumbo desde el día 3 de diciembre sólo puede negarse desde la falta de compromiso revolucionario. Decía Bertold Brecht que son los pueblos con convicciones los que tienen esperanza. La convicción revolucionaria del pueblo bolivariano y del Presidente Chávez tiene pues la tarea por delante de seguir sembrando las esperanzas que habrán de cosecharse en el horizonte hermoso que sigue alumbrando el continente latinoamericano.
(*)Profesor de Ciencia Política de la Universidad Complutense de Madrid. Miembro del Centro Internacional Miranda
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