| RIGOBERTO LANZ rlanz@cipost.org.ve |
L os resultados de la consulta electoral en Venezuela pueden ser leídos de maneras muy variadas.
Abundan los razonamientos acomodaticios que tranquilizan la conciencia y permiten escurrir responsabilidades. A nadie le gusta sacar cuentas cuando ha perdido. De allí la comprensible indisposición a realizar análisis que hurguen en las intimidades de los aparatos de poder, aparatos éstos que están en la mira de cualquier balance que intente desembarazarse de las explicaciones complacientes.
Uno de tantos vectores en juego en esta coyuntura es sin duda la creciente estatización de todo cuanto se hace desde el campo revolucionario. La mezcolanza entre la entidad del Estado propiamente dicho, los niveles de gobierno y la función de los partidos políticos ha creado una terrible confusión en la que ya no es posible distinguir una cosa de otra.
De este mezclote se derivan diversas consecuencias muy perniciosas para el proceso de transformación en su conjunto. La peor de todas es la impregnación de cuanta actividad se hace por la lógica burocrática de un Estado que es naturalmente reaccionario.
La tarea vital de una transformación profunda de la institucionalidad heredada se ve subsumida por la lógica pragmática del funcionariado de ese Estado.
Esta suerte de enfermedad del espíritu se apodera muy rápidamente de los propios militantes políticos que deberían operar fuera de estos aparatos de cara al movimiento popular.
Este síndrome es ampliamente conocido en las fatídicas burocracias del socialismo real. Lo que aquí observamos tiene un sospechoso parecido con lo que ha ocurrido en esos oscuros años del socialismo soviético y sus satélites en todo el mundo.
La organización política es absorbida por la maquinaria de Estado de modo tal que ya da lo mismo ser un operador del partido o un funcionario público. Esta perversión va generalizándose hasta hacerse un hecho brutalmente "normal".
De allí la tranquilidad con la que cualquier burócrata demanda un carnet para acceder a un cargo o barbaridades parecidas.
Cuando la organización política se asimila a la lógica del viejo Estado entonces asistimos a este fenómeno de artificialidad que contamina todo el hacer político. La gente va desapareciendo del horizonte de acción, la vida de la organización es suplantada por los avatares de las políticas públicas, la práctica política en el seno del pueblo es sustituida paulatinamente por el entramado del funcionariado del Estado.
Esta realidad va cuajando sin que nadie la decida: no se trata de un "plan" o alguna estrategia diseñada por alguien. El asunto transcurre en la opacidad del "sentido común". Todo parece naturalmente en su sitio.
Precisamente cuando se trata de medir fuerzas, cuando la gente debe ser consultada, entonces aparece este síndrome de todo mezclado con todo. Que la gente esté o no esté al lado de un líder, es una cosa. Que la gente apruebe o desapruebe alguna propuesta, es otra cosa.
Que haya muchos o pocos votos es una de tantas maneras de medir el grado de sintonía entre una plataforma política y la conciencia de la gente. Someter al arbitrio popular una política pública es una cosa. Consultar a la gente sobre la escogencia de un gobernador o un diputado, es otra cosa.
Disputarse en el seno del movimiento popular la legitimidad de un nuevo proyecto de país a través de un programa revolucionario intensamente debatido con la gente, es algo completamente diferente.
En el seno del viejo Estado que padecemos no hay revolución posible. Es contra ese aparato como se definen las líneas estratégicas de una nueva institucionalidad. La gracia del asunto es justamente la profundización del poder popular como espacio autónomo de gestión que va configurando progresivamente los espacios de libertad que la lógica estatal no puede secuestrar.
Ganar o perder elecciones en la coyuntura que viene estará fuertemente asociado a la capacidad de articulación real con el movimiento popular. Ello tiene poco que ver con las vistosas caravanas y el lleno de la avenida Bolívar de Caracas.
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