lunes, 17 de diciembre de 2007

¿Dijo usted reconciliación?

Rigoberto Lanz

rlanz@cipost.org.ve

Cada vez que la cosa se pone intensa aparecen las almas buenas con los discursos de “la gran familia venezolana”. Sobre manera si tales cantaletas provienen de curas, “notables” y “fuerzas vivas”. No quiere ello decir que el ideal de país sea esta diatriba cotidiana donde el otro está permanentemente estigmatizado por los odios y las irracionalidades de la prepolítica. Pero de allí a los arrebatos de la “reconciliación” hay un trecho largo.

Lo primero que debe ser desmantelado es este síndrome hipócrita de “la gran familia venezolana”. Tal figura no existe ni ha existido nunca, es decir: en Venezuela nunca ha habido una situación socio-política en la que la comunidad de sus habitantes estén unidos por lazos solidarios, donde las relaciones sociales se funden en la cooperación, donde los modelos decisionales se fundamenten en la participación protagónica de la gente, donde no haya necesidad de un Estado gendarme que ejerza la violencia en nombre del “bien común”. Esa sería la situación antropo-política en la que tal vez pueda hablarse de “la familia venezolana”.

Pero es obvio de toda obviedad que tal estructura social nunca ha existido. En su lugar, lo que hemos tenido históricamente es una sociedad brutalmente escindida entre la opulencia y la miseria, entre las élites dominantes y el pueblo depauperado, entre las clases acomodadas y las masas hambrientas. ¿Cuál es esa “familia venezolana”?

La gente no se divide gratuitamente según un fogonazo del estado de ánimo. Es evidente que en Venezuela coexisten diversas clases sociales, grupos de intereses, sectores étnicos y religiosos, capas etáreas y de género, sensibilidades políticas y morales, en fin, una enorme diversidad de intereses en conflicto que se expresas en todos los ámbitos de la vida. En el espacio público este cuadro de contradicciones adquiere la forma de opciones ideológicas enfrentadas, visiones del mundo que pueden ser muy antagónicas, maneras de entender el país y el mundo que no pueden disolverse una en la otra. Esa división no se resuelve con palmaditas de buen vecino ni con llamamientos hipócritas a la “reconciliación”. No se trata de una declaración de guerra en la que ninguna convivencia sea planteable. De lo que sí se trata es del reconocimiento responsable de conflictos, contradicciones y antagonismos que están en la base estructural de este tipo de sociedad. Lo cual no quiere decir que sea una maldición de “toda” sociedad. He dicho: de este tipo de sociedad. Mientras tengamos un modelo de organización social fundado en la explotación, la coerción y la hegemonía, no hay “familia” que valga. Mientras persista un modelo de organización social determinado por la lógica del capital, la figura de la “familia venezolana” es una retórica encubridora de las lacras del capitalismo. Mientras las miserias del poder estructuren las prácticas y discursos de la gente, la falacia del “nosotros” no hace sino escamotear el juego de intereses de las élites dominantes.

Una cosa muy diferente es la búsqueda de espacios de diálogo político, zonas de distensión para que la gobernanza prospere, puentes y negociaciones de todo género para que los conflictos no derrapen en violencia ciega. Ese es otro asunto. Hace rato que estamos urgidos de una voluntad expresa que contemple al otro en el propio punto de partida de la política. No hay país posible sin el cultivo paciente y cuidadoso de estos espacios de concertación. Lo cual nada tiene que ver con “reconciliaciones”. Se trata del reconocimiento democrático de la diferencia, del juego político con reglas precisas, de una interacción conflictiva y tensa pero que no supone fatalmente la destrucción y la guerra. ¿De quién depende?

El cemento más seguro para una convivencia democrática es la existencia de una densa cultura política instalada en la piel de la gente, es decir, una cultura democrática que funciona ella misma como límite del conflicto. En Venezuela estamos lejos de ese ideal. Pero podemos caminar en esa dirección echando abajo los poderosos obstáculos de la miseria y la exclusión cuya persistencia hace inviable cualquier idea de país.

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