jueves, 18 de octubre de 2007

Cuando el debate es en serio



RIGOBERTO LANZ
rlanz@cipost.org.ve


Insistir en el tema del debate como condición básica de una cultura democrática es una manera de reconocer que este elemento no se da automáticamente por el hecho de que vivamos en un "sistema democrático".

Debatir es algo bien distinto de pegar chillidos en nombre de los pobres, proferir arrebatadas denuncias contra el imperialismo o el clásico recurso de "fijar posición".

A lo que nos referimos es al debate de ideas que es consustancial al establecimiento de reglas de convivencia democrática, es decir, al logro de acuerdos políticos para que la vida pública transcurra sin violencia, para la construcción de espacios de libertad, para la configuración de una cultura de la diferencia, donde el principio de diversidad apalanque toda la fuerza creativa de una comunidad.

Son las ideas las que comandan los cursos de acción de individuos, grupos o clases.

Son ideas (unas y no otras) las que están en juego en las disputas más diversas de la sociedad. La cuestión cardinal es que las ideas no circulan "libremente" en el entramado social de cualquier país.

Sería muy ingenuo creer que las ideas habitan las cabezas de la gente por un mecanismo fortuito.

No, el asunto no funciona así. Las visiones del mundo, las mentalidades, las maneras de entender la realidad, las creencias y las querencias, se construyen socialmente en la brega cotidiana con las relaciones de poder.

La pregunta es entonces: ¿cómo derrotar las ideas retrógradas que predominan en un momento dado sin violentar a las personas? ¿Cómo instaurar un nuevo ideario para el conjunto de la sociedad, sin imponerle a nadie un modo de pensar? ¿Es posible un cambio de mentalidad sin recurrir a la violencia? Hay que estar claros en esta constatación: la historia de la humanidad está demasiado llena de ejemplos brutales de implantación de modelos por la fuerza (una ilustración dramática de ello es la manera como se produjo en América el más escandaloso epistemocidio en nombre del catolicismo durante el período colonial). La gracia del asunto hoy es justamente la búsqueda incesante de modalidades de intermediación democrática en donde las ideas pueden movilizarse sin recurrir a la violencia, donde el debate de ideas juega el papel crucial de procesador de diferencias, de conjugador de antagonismos, de manejador de conflictos, de conjurador de la guerra.

Espacios como la educación, el parlamento o los medios de comunicación son en un principio agencias socializadoras que deberían cumplir la función fundamental de propagadoras de ideas, ámbitos de debate, lugares privilegiados para la confrontación de visiones del mundo. No obstante, esos espacios derivaron hace mucho tiempo ya en aparatos ideológicos cargados de las mismas representaciones de la cultura hegemónica.

El debate público es un recurso democrático que ha de coadyuvar al establecimiento de espacios de concertación para que la vida política fluya, para que los conflictos se procesen, para que la diferencia no sucumba en lógica de muerte. Sólo debatiendo (en serio) puede una sociedad encontrar el dinamismo que aporta la heterogeneidad, la riqueza que viene de lo diverso, la vitalidad del pluralismo.

No hay criterio alguno para decidir en esos campos que no entrañe una altísima dosis de arbitrariedad y de incertidumbre. Los riegos de imposiciones brutales están siempre a la vista. La tentación de hacer valer mi posición gracias al ejercicio del poder es muy grande (no por casualidad ello ha sido siempre así, en la historia).

La apelación a los debates rigurosos, al diálogo de saberes sin condicionamientos ni ataduras, al compromiso ético de la palabra que nombra el territorio de nuestras creencias y querencias, ese debate, digo, es seguramente la más poderosa palanca de construcción democrática de la que disponemos en el repertorio de la cultura democrática que nos trajo hasta aquí. Cultivarlo en todas sus formas no es un simple ejercicio de erudición intelectual, sino la manera más franca de reconocer las tremendas dificultades que confrontamos hoy para responder sinceramente la famosa pregunta de Alain Touraine: "¿Podremos vivir juntos?".




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