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Sin abundar en verbosidades, puedo asegurar que he realizado una contribución sustantiva a echar los fundamentos al proceso de transformación sociohistórica que hoy vive y tanto necesita nuestro país, Venezuela. Ello se hace especialmente evidente en lo que concierne a los derechos constitucionales de los pueblos originarios, al reconocimiento pleno de las culturas populares y a toda su concomitancia ambiental: la biodiversidad y la sociodiversidad como valores y metas insoslayables. Soy, por tanto, defensor entusiasta de la Constitución bolivariana de 1999, así como copartícipe y difusor en el país y en el extranjero de las realizaciones y proyectos emanados de ese articulado y de las normas legales complementarias. Pero, así como es verdad que hemos logrado múltiples avances, también es cierto que en los últimos cinco años se percibe una merma y cierto grado de estancamiento en todo este ámbito, que dejó de ser una verdadera prioridad.
Señalaré tan sólo algunos indicadores.
Falleció recientemente uno de los dos últimos hablantes del idioma caribe mapoyo en la comunidad amazonense de El Palomo; y, a pesar de que todos sus miembros hacen esfuerzos heroicos por recuperar lo mejor posible su cultura e idioma a través de talleres y otras actividades, no hay manera de lograr un mínimo apoyo de los organismos regionales y nacionales competentes.
Asimismo, el importante trabajo que viene realizando la Dirección de Educación Indígena desde el Ministerio del Poder Popular para la Educación no ha logrado todavía generalizar la Educación Intercultural Bilingüe, por falta de presupuesto y problemas de coordinación intra e interinstitucional, entre otras dificultades.
Los afrodescendientes de Güiria, Macuro y El Callao están tratando de revitalizar su francés criollo o patuá, similar al de Martinica, junto con una valiosísima configuración cultural antillana que nos hermana con otros países de la región. El entusiasmo de las comunidades no conoce límites, pero el apoyo oficial tarda en llegar mientras los ancianos y ancianas que atesoran estos conocimientos van falleciendo uno tras otro. Al haber alguna respuesta institucional ésta suele restringirse a la sempiterna y protorrepublicana "falta de presupuesto". Pero al mismo tiempo me entero de que los 3 submarinos que le compraremos a Rusia costarán 1.400 millones de dólares.
También dispondremos de un buen acopio de misiles.
No voy a ser tan fundamentalista como para pedir que el país deje de comprar armamentos. Pero creo modestamente que debe haber una proporcionalidad mínima, a favor de las iniciativas para la paz. Pienso, no obstante, que el asunto debe examinarse bajo otro punto de vista.
Si, por desgracia, llegase el momento de tener que utilizar esas armas de guerra, ¿los muertos en acción pertenecerían al Estado Mayor norteamericano, a la oligarquía colombiana o a cualquier enemigo nuestro de mucho peso específico? Evidentemente, no: ahí se encontrarían cadáveres de hombres y mujeres jóvenes, también de niños, adultos y ancianos, desfigurados por los explosivos; venezolanos y de otras nacionalidades, procedentes mayoritariamente de las clases y segmentos más desposeídos.
Veríamos ciudades y pueblos derruidos, culturas milenarias acabadas, especies biológicas extintas, ecosistemas irrecuperables para tiempos venideros. No niego que Venezuela está bajo la mira de fuerzas e intereses imperiales, pero ¿tendrá sentido responder con las mismas armas del enemigo? ¿Puede hablarse realmente de "batallones" para la paz? Frente a tales interrogantes, la mejor respuesta que se me ocurre es utilizar todas nuestras energías para construir una sociedad más justa, humana, diversa, ambientalmente equilibrada e intrínsecamente pacifista. De lograr algún éxito en esa noble empresa, será supremamente difícil para el enemigo interno o externo hacer valer cualquier pretexto para someternos a una invasión que nos reclame tanto sacrificio ambiental y humano.
*Publicado en El Nacional, 19/02/2007, p. A-12
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