Rigoberto Lanz R.
rlanz@cipost.org.ve
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Es sabido que la función directiva es siempre problemática. Lo es aun más en condiciones de crisis, en países a medio camino entre la modernidad tardía y el mundo posmoderno. En sociedades que son apenas remedos de naciones, territorios poblados con un acumulado de dramas sociales espantosos. Si gobernar en Noruega ya es un lío, imagine usted lo que significa la función pública en estos chaparrales encandilados con las quimeras del "desarrollo", imbuidos hasta los tuétanos de todas las miserias del capitalismo salvaje, con grados de violencia impensables en cualquier país "civilizado".
Por si fuera poco, navegamos en estos tiempos en aguas revueltas por la efervescencia de los cambios, con grandes proclamas revolucionarias, con muchedumbres entusiasmadas por los cantos emancipatorios. Este no es un dato menor a la hora de evaluar el espacio público, la conformación del Estado o la acción de gobierno. Justo aquí se plantea un dilema que puede estropear los sueños redentores: es preciso resolver –al mismo tiempo– la cuestión de la función pública como cuestión cotidiana ligada a los problemas de la gente y la orientación de esa acción hacia las transformaciones de envergadura. Esta tensión es de mucha monta y suele resolverse a favor de la pragmática de la gestión pública ordinaria (sacrificando el contenido subversivo que toda revolución supone).
En la Venezuela de estos días asistimos a la inquietante paradoja de un gobierno que lleva ya una década intentando generar cambios de fondo en la sociedad y a la vez atender los problemas urgentes de la gente. La cuestión es que no logramos ni lo uno ni lo otro.
No están a la vista las grandes transformaciones y la gestión pública ordinaria es una calamidad (basta pasearse por la ristra de preguntas hechas en estos días por el ciudadano Presidente de la República, todas las cuales revelan el dramatismo de un gobierno que parece ausente de su misión primera: gobernar).
Burocratismo y corrupción están en la base de esta inopia gubernamental. Un Estado intacto (si no agravado) es lo que resulta de una gestión pública que está obligada a generar cambios significativos en los tejidos de una nueva institucionalidad pero que capitula en todos los escenarios donde esos cambios son más exigentes. El discurso gubernamental parece dirigido a cuestionar los desastres de algún "gobierno anterior", con el pequeño detalle de que han pasado diez años que dejan sin excusa posible todo lo actuado y sus omisiones.
Se está haciendo tarde para invocar las experimentaciones. La gente empieza a cansarse del cuento del ensayo y error. Se ha invertido tiempo en demasía asustando al enemigo con el espantapájaros de una revolución. Tal revolución no sólo está bien lejos sino que no aparece en ningún programa sustantivo sino como retórica de la hostilidad frente al otro, como tono bravío que desafía al adversario, como recurso discursivo que enuncia intenciones que no enganchan con la realidad pura y dura. Ello no alude a cuestiones de "honestidad" política ni a la simple manipulación. Se trata de un rasgo mucho más enraizado en la manera de hacer política, es decir, el ejercicio de una convicción que puede ser muy sincera sobre la voluntad de producir una revolución y la dificultad de hacerla viable en una sociedad compleja.
Gobernar en una cultura democrática es en primerísimo lugar la capacidad de generar gobernanza en medio de los conflictos y contradicciones. No es suprimiendo la diferencia que se gobierna. No es aniquilando simbólicamente al otro que se gobierna. No es uniformándolo todo que se gobierna. Justo al contrario: se gobierna a una sociedad y no a un pedazo de ella. Se gobierna en/con la diferencia constitutiva del otro. Se gobierna abriendo curso al conflicto y generando espacios para que se expanda la diversidad. Esta regla de oro es todavía materia pendiente. No hemos salido de las "caimaneras" de la política y nos urge ingresar a las agendas trascendentes de la construcción de otro país.
Ello no es optativo: se trata del único modo posible de hacer viable un nuevo modo de vivir.
Nada menos que eso,
Por si fuera poco, navegamos en estos tiempos en aguas revueltas por la efervescencia de los cambios, con grandes proclamas revolucionarias, con muchedumbres entusiasmadas por los cantos emancipatorios. Este no es un dato menor a la hora de evaluar el espacio público, la conformación del Estado o la acción de gobierno. Justo aquí se plantea un dilema que puede estropear los sueños redentores: es preciso resolver –al mismo tiempo– la cuestión de la función pública como cuestión cotidiana ligada a los problemas de la gente y la orientación de esa acción hacia las transformaciones de envergadura. Esta tensión es de mucha monta y suele resolverse a favor de la pragmática de la gestión pública ordinaria (sacrificando el contenido subversivo que toda revolución supone).
En la Venezuela de estos días asistimos a la inquietante paradoja de un gobierno que lleva ya una década intentando generar cambios de fondo en la sociedad y a la vez atender los problemas urgentes de la gente. La cuestión es que no logramos ni lo uno ni lo otro.
No están a la vista las grandes transformaciones y la gestión pública ordinaria es una calamidad (basta pasearse por la ristra de preguntas hechas en estos días por el ciudadano Presidente de la República, todas las cuales revelan el dramatismo de un gobierno que parece ausente de su misión primera: gobernar).
Burocratismo y corrupción están en la base de esta inopia gubernamental. Un Estado intacto (si no agravado) es lo que resulta de una gestión pública que está obligada a generar cambios significativos en los tejidos de una nueva institucionalidad pero que capitula en todos los escenarios donde esos cambios son más exigentes. El discurso gubernamental parece dirigido a cuestionar los desastres de algún "gobierno anterior", con el pequeño detalle de que han pasado diez años que dejan sin excusa posible todo lo actuado y sus omisiones.
Se está haciendo tarde para invocar las experimentaciones. La gente empieza a cansarse del cuento del ensayo y error. Se ha invertido tiempo en demasía asustando al enemigo con el espantapájaros de una revolución. Tal revolución no sólo está bien lejos sino que no aparece en ningún programa sustantivo sino como retórica de la hostilidad frente al otro, como tono bravío que desafía al adversario, como recurso discursivo que enuncia intenciones que no enganchan con la realidad pura y dura. Ello no alude a cuestiones de "honestidad" política ni a la simple manipulación. Se trata de un rasgo mucho más enraizado en la manera de hacer política, es decir, el ejercicio de una convicción que puede ser muy sincera sobre la voluntad de producir una revolución y la dificultad de hacerla viable en una sociedad compleja.
Gobernar en una cultura democrática es en primerísimo lugar la capacidad de generar gobernanza en medio de los conflictos y contradicciones. No es suprimiendo la diferencia que se gobierna. No es aniquilando simbólicamente al otro que se gobierna. No es uniformándolo todo que se gobierna. Justo al contrario: se gobierna a una sociedad y no a un pedazo de ella. Se gobierna en/con la diferencia constitutiva del otro. Se gobierna abriendo curso al conflicto y generando espacios para que se expanda la diversidad. Esta regla de oro es todavía materia pendiente. No hemos salido de las "caimaneras" de la política y nos urge ingresar a las agendas trascendentes de la construcción de otro país.
Ello no es optativo: se trata del único modo posible de hacer viable un nuevo modo de vivir.
Nada menos que eso,
*Publicado en El Nacional, A-10, 20/1/2008
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