miércoles, 7 de noviembre de 2007

El pensamiento socialista en ruinas: ¿Qué podemos esperar?

Edgar Morin
(Publicado en Le Monde, Miércoles 21 de abril de 1993
El sentido de la palabra socialismo se degradó completamente con el triunfo del socialismo totalitario, y se desacreditó por completo después de su caída. El sentido de la palabra socialismo se marchitó completamente en la social-democracia, la cual llegó sin aliento dondequiera que ha gobernado. Puede uno preguntarse si el uso de la palabra es todavía recomendable. No obstante, lo que permanece y permanecerá son las aspiraciones expresadas con ese término: aspiraciones a la vez libertarias y “fraternitarias”, aspiraciones a la plenitud humana y a una sociedad mejor.
Hinchado por la savia de estas aspiraciones, en el curso de los siglos diecinueve y veinte el socialismo trajo consigo una inmensa esperanza. Es esta esperanza, muerta hoy, lo que no puede resucitar idénticamente igual. ¿Es posible generar una nueva esperanza? Hay que volver sobre tres preguntas que planteaba Kant hace ya dos siglos: “¿Qué puedo saber? ¿Qué debo hacer? ¿Qué me está permitido esperar? “.
Los socialistas del siglo diecinueve comprendieron bien la solidaridad entre estas tres preguntas. No respondieron a la tercera sino después de haber interrogado a los saberes de su tiempo, no solamente sobre la economía y la sociedad, sino también sobre el hombre y el mundo, y la empresa de investigación más completa y sintética fue la operada por Kart Marx con la ayuda de Friedrich Engels. Sobre estas bases cognitivas, Marx elaboró un pensamiento que dio sentido, certeza, y esperanza a los mensajes socialistas y comunistas.
El problema hoy en día ya no consiste en saber si la “doctrina” marxista está muerta o no, sino en reconocer que los fundamentos cognitivos del pensamiento socialista son inadecuados para comprender el mundo, el hombre y la sociedad. Para Marx, la ciencia aportaba la certeza. Hoy día sabemos que las ciencias aportan las certezas locales pero que las teorías son científicas en la medida en que son refutables, es decir, no ciertas. Y, en cuanto a las preguntas fundamentales, el conocimiento científico desemboca en incertidumbres insondables. Para Marx la certeza científica eliminaba la interrogación filosófica. Hoy día, vemos que todos los avances de la ciencia reviven las preguntas filosóficas fundamentales. Marx creía que la materia era la realidad primera del universo. Hoy día la materia aparece como uno de los aspectos de una realidad física polimorfa, que se manifiesta como energía, materia, organización.
Para Marx, el mundo era determinista y él creyó haber desentrañado leyes del devenir. Hoy día sabemos que los mundos físico, biológico, humano, evolucionan, cada uno a su manera, según dialécticas de orden, desorden, organización, comportando aléas y bifurcaciones, todas amenazadas de destrucción en algún momento. Las ideas de autonomía y de libertad eran inconcebibles en ésta concepción determinista. Hoy día, podemos concebir de manera científica la auto-organización y la auto-producción, y podemos comprender que el individuo, al igual que la sociedad humana, son máquinas no triviales, capaces de actos inesperados y creativos.
Letanías y pragmatismo
La concepción marxiana del hombre era unidimensional y pobre: ni el imaginario ni el mito formaban parte de la realidad humana profunda: el ser humano era un Homo faber, sin interioridad, sin complejidades, un productor prometeico destinado a derrocar a los dioses y dominar el universo. Mientras que, como lo habían visto Montaigne, Pascal, Shakespeare, el homo es sapiens demens, ser complejo, múltiple, portador de un cosmos de sueños y de fantasmas.
La concepción marxiana de la sociedad privilegiaba las fuerzas de producción materiales; la clave del saber acerca de la sociedad era la apropiación de las fuerzas productivas; las ideas y las ideologías, entre ellas la idea de Nación, no eran sino super-estructuras simples e ilusorias; el Estado no era más que un instrumento en manos de la clase dominante; la realidad social residía en el poder de las clases y la lucha de clases; la palabra capitalismo bastaba para rendir cuenta de nuestras sociedades de hecho multidimensionales. Ahora bien, hoy día, ¿cómo no ver que hay un problema específico en el poder del Estado, una realidad sociomitológica formidable en la nación, una realidad propia en las ideas? ¿Cómo no ver los caracteres complejos y multidimensionales de la realidad antroposocial?
Marx creía en la racionalidad profunda de la historia; creía en el progreso científicamente asegurado, estaba seguro de la misión histórica del proletariado para crear una sociedad sin clases y un mundo fraternal. Hoy día, sabemos que la historia no progresa de manera frontal sino por desviaciones que se fortalecen hasta convertirse en tendencias. Sabemos que el progreso no está asegurado y que todo progreso alcanzado es frágil. Sabemos que la creencia en la misión histórica del proletariado no es científica sino mesiánica: es la transposición a nuestras vidas terrestres de la salvación judeo-cristiana prometida en el cielo después de la muerte. Esta ilusión sin duda ha sido la más trágica y la más devastadora de todas.
Muchas ideas de Marx son y seguirán siendo fecundas. Pero los fundamentos de sus ideas se han desintegrado. Los fundamentos, por lo tanto, de la esperanza socialista están desintegrados. En su lugar, no quedan más que algunas letanías y un pragmatismo del día a día. A una teoría articulada y coherente le ha seguido una ensalada rusa de ideas recibidas sobre la modernidad, la economía, la sociedad, la gestión. Los dirigentes se rodean de expertos, egresados de instituciones de élite, tecnócratas, econócratas. Se confían al saber parcelado de expertos que les luce garantizado (científicamente, universitariamente). Se han vuelto ciegos ante los formidables desafíos de la civilización, a todos los grandes problemas. La consulta permanente de los sondeos tomó el lugar de la brújula.
El gran proyecto desapareció.
La conversión del socialismo en gestión eficiente no pudo ser más que una reducción al gestionarismo: éste, dedicándose al día a día, socavó también los fundamentos de la esperanza, tanto más por cuanto la gestión no puede resolver los problemas más apremiantes.
La modernización insuficiente.
El debate arcaísmo/modernismo está falseado por el doble sentido de cada uno de éstos términos. Si arcaísmo significa repetición titánica de fórmulas vacías acerca de la superioridad del socialismo, las virtudes de la unión de la izquierda y el llamado a las “fuerzas progresistas”, entonces hay que acabar con este arcaísmo. Si significa buscar los recursos en las aspiraciones a un mundo mejor, entonces es necesario examinar si y cómo puede responderse a éstas aspiraciones.
Si modernismo significa adaptarse al presente, entonces es radicalmente insuficiente porque se trata de adaptarse al presente para tratar de adaptarlo a nuestras necesidades. Si significa afrontar los desafíos del tiempo presente, entonces es necesario ser absolutamente moderno. De todas maneras, no se trata solamente de adaptarse al presente. Se trata, al mismo tiempo, de prepararse para el porvenir. En fin, señalemos que lo moderno, en el sentido que significa creencia en el progreso garantizado y en la infalibilidad de la técnica ya está superado.
Es cierto sin embargo que es necesario abandonar toda Ley de la historia, toda creencia providencial en el Progreso, y extirpar la funesta fe en la salvación terrestre. Es necesario saber que si bien obedece a diversos determinismos (que por otra parte entrechocan con frecuencia y provocan el caos), la historia es aleatoria y conoce bifurcaciones inesperadas. Es necesario saber que la acción de gobernar es una acción de timonear, en la cual el arte de dirigir es un arte de dirigirse en condiciones inciertas que pueden volverse dramáticas. El principio primero de la ecología de la acción nos dice que todo acto escapa a las intenciones del actor por entrar en el juego de las interretroacciones del medio, y puede desencadenar lo opuesto al efecto deseado.
Necesitamos un pensamiento apto para aprehender la multidimensionalidad de las realidades, para reconocer el juego de las interacciones y las retroacciones, para enfrentar las complejidades más que para ceder ante los maniqueísmos ideológicos y ante las mutilaciones tecnocráticas (que no reconocen que las realidades arbitrariamente compartimentalizadas son ciegas a todo lo que no es cuantificable, e ignoran las complejidades humanas).
Es necesario abandonar la falsa racionalidad. Las necesidades humanas no son solamente económicas y técnicas, sino también afectivas y mitológicas.Del hombre prometeico al hombre promisorio
La perspectiva original del socialismo era antropológica (se refería al hombre y su destino), mundial (internacionalista), y civilizatoria (fraternizar al cuerpo social, suprimir la barbarie y la explotación del hombre por el hombre). Podemos y debemos apoyarnos en este proyecto, modificando sus términos.
El hombre de Marx debía encontrar su salvación “desalienándose”, es decir liberándose de todo aquello que era extranjero a él mismo, y dominando la naturaleza. La idea de un hombre “desalienado” es irracional: autonomía y dependencia son inseparables porque dependemos de todo cuanto nos nutre y desarrolla; somos poseídos por lo que poseemos: la vida, el sexo, la cultura. Las ideas de liberación absoluta, de conquista de la naturaleza, de salvación en la tierra, son reveladoras de un delirio abstracto.
Además, la experiencia histórica de nuestro siglo mostró que no basta con derrocar a una clase dominante ni operar la apropiación colectiva de los medios de producción para arrancar al ser humano de la dominación y la explotación. Las estructuras de la dominación y de la explotación tienen raíces a la vez profundas y complejas, y es sólo atacando las diversas facetas del problema como podríamos esperar que hubiera algún progreso.
¿Es posible vislumbrar, en esta perspectiva, una política que tenga como propósito proseguir y desarrollar el proceso de la hominización en el sentido del mejoramiento de las relaciones entre los humanos y del mejoramiento de las sociedades humanas?
Sabemos hoy día que las posibilidades cerebrales del ser humano están todavía en buena medida sin explotar. Estamos aún en la prehistoria del espíritu humano. Como las posibilidades sociales guardan relación con las posibilidades cerebrales, nadie puede asegurar que nuestras sociedades hayan agotado sus posibilidades de mejoramiento y de transformación y que hayamos llegados al fin de la Historia… Hay que añadir que los desarrollos técnicos han encogido la Tierra, permitiendo que todos los puntos del globo estén en comunicación inmediata, proporcionen los medios de alimentar a todo el planeta y aseguren a todos sus habitantes un mínimo de bienestar.
Pero las posibilidades cerebrales del ser humano son fantásticas, no solamente para lo mejor, sino también para lo peor; si el Homo sapiens demens tenía desde sus orígenes el cerebro de Mozart, de Beethoven, Pascal, Pushkin, también tenía el de Stalin y el de Hitler… Si tenemos la posibilidad de desarrollar el planeta, también tenemos la posibilidad de destruirlo.
De lo internacional a la tierra-patria
Así pues, el progreso no está seguro sino que es una posibilidad incierta, que depende mucho de las tomas de conciencia, de las voluntades, del coraje, de la suerte…Y las tomas de conciencia se han tornado urgentes y primordiales. La posibilidad antropológica y sociológica del progreso restaura el principio de la esperanza, pero sin certeza “científica” ni promesa “histórica”.
El pensamiento socialista quería situar al hombre en el mundo. Ahora bien, la situación del hombre en el mundo se ha modificado más en los treinta últimos años que entre el siglo XVI y el comienzo del siglo XX. La tierra de los hombres ha “perdido” su antiguo universo; el Sol se ha convertido en un astro liliputiense entre millares de otros en un universo en expansión; la Tierra está perdida en el cosmos; es un pequeño planeta de vida tibia en un espacio helado donde los astros se consumen con una violencia inusitada y donde los agujeros negros se autodevoran. Solamente en este pequeño planeta existen, hasta donde sabemos, la vida y el pensamiento consciente. Es el jardín común a la vida y a la humanidad. Es la Casa común de todos los humanos. Se trata de reconocer nuestro vínculo consustancial con la biosfera y de habilitar la naturaleza. Se trata de abandonar el sueño prometeico del dominio del universo por la aspiración a la convivialidad sobre la tierra.
Esto parece posible porque estamos en la era planetaria donde todas las partes se han vuelto interdependientes las unas de las otras. Pero han sido la dominación, la guerra y la destrucción los artesanos principales de la era planetaria. Estamos todavía en la edad de hierro planetaria. Sin embargo, desde el siglo XIX el socialismo ha vinculado la lucha contra las barbaries de dominación y de explotación a la ambición de hacer de la tierra la gran patria humana.
Pero el nuevo pensamiento planetario, que prolonga el internacionalismo, debe romper con dos aspectos capitales de éste: el universalismo abstracto: “los proletarios no tienen patria”; y el revolucionarismo abstracto: “hagamos tabla rasa del pasado”.
Es necesario comprender a qué necesidades formidables e irreductibles corresponde la idea de nación. Necesitamos, no oponer más lo universal a las patrias, sino vincular concéntricamente nuestras patrias familiares, regionales, nacionales y europeas, e integrarlas en el universo concreto de la patria terrenal. No hay que oponer más un futuro radiante a un pasado de servidumbre y de supersticiones. Todas las culturas tienen sus virtudes, sus experiencias, su sabiduría, al mismo tiempo que sus carencias y sus ignorancias. Sólo hallando recursos en su pasado, un grupo humano encuentra energía para afrontar su presente y prepararse para el futuro. La búsqueda de un porvenir mejor debe ser complementaria y no más antagónica de los recursos que se encuentran en el pasado. Apelar a los recursos del pasado cultural es para cada uno una necesidad identitaria profunda, pero esta identidad ya no es incompatible con la identidad propiamente humana en la cual debemos igualmente buscar recursos. La patria terrestre no es abstracta, porque de ella ha surgido la humanidad.
Lo propio de lo humano es la unitas multiplex: es la unidad genética, cerebral, intelectual, afectiva, del Homo sapiens demens que expresa sus virtualidades innumerables a través de la diversidad de culturas. La diversidad humana es el tesoro de la unidad humana, la cual es el tesoro de la diversidad humana.
De la misma manera que es necesario establecer una comunicación viva y permanente entre pasado, presente y futuro, es necesario establecer una comunicación viva y permanente entre las singularidades culturales, étnicas y nacionales, con el universo concreto de la tierra patria de todos. Entonces se nos impone un imperativo: civilizar la tierra, solidarizar, confederar la humanidad, respetando las culturas y las patrias.
Pero aquí se yerguen formidables desafíos y amenazas inconcebibles al siglo XIX. Entonces el mundo estaba librado a barbaries antiguas desencadenadas por la historia humana: guerras, odios, crueldades, desprecios, fanatismos religiosos y nacionales. La ciencia, la técnica, la industria, parecían llevar en su propio desarrollo la eliminación de las viejas barbaries y el triunfo de la civilización.
De ahí la fe asegurada en el progreso de la humanidad, a pesar de algunos accidentes en el camino.
Hoy día, se ve cada vez con más claridad que los desarrollos de la ciencia, de la técnica, y de la industria son ambivalentes, sin que se pueda anticipar si triunfará lo peor o lo mejor de ellas. Las explicaciones prodigiosas que ha traído consigo el conocimiento científico han estado acompañadas por las regresiones cognitivas de la especialización que impiden percibir lo contextual y lo global. Los poderes surgidos de la ciencia no solamente son benefactores, sino también destructores y manipuladores. El desarrollo tecno-económico, deseado por y para el conjunto del mundo, ha revelado casi en todas partes sus insuficiencias y sus carencias.
Y he aquí los formidables desafíos que se plantean en cada sociedad y a la humanidad toda:La insuficiencia del desarrollo tecno-económicoLa marcha acelerada e incontrolada de la tecno-cienciaLos desarrollos hipertrofiados de la tecno-burocraciaLos desarrollos hipertrofiados de la mercantilización y de la monetarización de todas las cosas.
Los problemas cada vez más graves planteados por la urbanización del mundo.A lo que hay que añadir:Los desarreglos económicos y demográficosLas regresiones y los estancamientos democráticosLos peligros conjuntos de una homogeneización civilizatoria que destruye las diversidades culturales y una balcanización de las etnias que hace imposible una civilización humana común. Aquí se plantea el problema de la civilización.
La política de civilización
Reasumiendo y desarrollando el proyecto de la Revolución Francesa, concentrado en la divisa ternaria Libertad, Igualdad y Fraternidad, el socialismo proponía una política de civilización dedicada a suprimir la barbarie de las relaciones humanas: la explotación del hombre por el hombre, el poder arbitrario, el egocentrismo, el etnocentrismo, la crueldad, la incomprensión. Se volcaba hacia una empresa de solidarización de la sociedad, empresa que tuvo ciertos éxitos por la vía del Estado (el Welfare State), pero que no pudo evitar la des-solidarización generalizada de las relaciones entre individuos y grupos en la civilización urbana moderna.
El socialismo estaba destinado a democratizar todo el tejido de la vida social; su versión “soviética” suprimió toda democracia y su versión social-demócrata no pudo impedir las regresiones democráticas que por diversas razones la carcomen desde el interior nuestras civilizaciones.
Pero sobre todo se plantea un problema de fondo por y para lo que debería aportar un progreso generalizado y continuo de la civilización. Más allá del malestar en el cual, según Freud, toda civilización desarrolla en sí los fermentos de su propia destrucción, un nuevo malestar de la civilización la ha socavado. Viene de la conjunción de los desarrollos urbanos, técnicos, burocráticos, industriales, capitalistas e individualistas de nuestra civilización.
El desarrollo urbano no solamente ha dado como resultado el florecimientos individuales, libertades y ocio, sino también la atomización que sigue a la pérdida de las antiguas solidaridades y la servidumbre de las restricciones organizacionales propiamente modernas.
El desarrollo capitalista ha traído consigo la mercantilización generalizada, incluso en los sitios donde imperaba el don, el servicio gratuito y los bienes comunes no monetarios, destruyendo así numerosos tejidos de convivialidad.
La técnica ha impuesto, en los sectores cada vez más extendidos de la vida humana, la lógica de la máquina artificial que es mecánica, determinista, especializada y cronometrada. El desarrollo industrial aporta no solamente la elevación de los niveles de vida, sino también el descenso en las calidades de vida, y la contaminación que produce ha comenzado a amenazar la biósfera.
Este desarrollo que parecía providencial a finales del siglo pasado, comporta desde entonces dos amenazas para las sociedades y los seres humanos: una exterior viene de la degradación ecológica del medio de la vida; la otra, interior, viene de la degradación de la calidad de vida. El desarrollo de la lógica de la máquina industrial en las empresas, las oficinas, y el ocio, tiende a expandir lo estándar y lo anónimo, y a partir de ahí a destruir las convivialidades.
El florecimiento de las nuevas técnicas, especialmente las informáticas produce perturbaciones económicas y desempleo, cuando podría tornarse liberador si se acompañara la mutación técnica de una mutación social.
En este contexto, la crisis del progreso y las incertidumbres del mañana o bien se reducen a vivir “al día” o bien transforman los recursos a los cuales se podría echar mano en fundamentalismos o nacionalismos cerrados.
De ahí los gigantescos problemas de la civilización que necesitarían la movilización para humanizar la burocracia, humanizar la técnica, defender y desarrollar las convivialidades, y desarrollar las solidaridades.
Todos estos desafíos, el desafío antropológico, el desafío planetario, el desafío civilizatorio, se vinculan en el gran desafío que enfrentó a finales de siglo, en todo el mundo, la alianza de las dos barbaries: la barbarie antigua venida desde el fondo de los tiempos, más virulenta que nunca, y la nueva barbarie gélida, anónima, mecanizada, cuantificante.
Hoy día, la toma de conciencia de la comunidad sobre el destino terrestre y nuestra identidad terrestre se une a la toma de conciencia sobre los problemas globales y fundamentales que se plantean a toda la humanidad.
Hoy día, estamos en la era damocleciana de las amenazas mortales, con posibilidades de destrucción y autodestrucción, incluida la psíquica, que, después del corto respìro de los años 89-90, se han agravado de una nueva manera.
El planeta está sumido en el desamparo: la crisis del progreso afecta a la humanidad entera, trae consigo rupturas por todas partes, hace crujir las articulaciones, determina los repliegues particularistas; las guerras se vuelven a encender; el mundo pierde la visión global y el sentido del interés general.
Civilizar la tierra, transformar a la especie humana en humanidad, se convierte en un objetivo fundamental y global de toda política que aspira no sólo al progreso, sino a la supervivencia de la humanidad.
Es irrisorio que los socialistas, atacados de miopía, busquen “aggiornarse”, modernizarse, social-democratizarse, cuando el mundo, Europa, Francia confrontan los problemas gigantescos del final de los Tiempos modernos.
La recuperación de la esperanza
Se trata de repensar, reformular en términos adecuados el desarrollo humano (y aquí de nuevo, respetando e integrando el aporte de las culturas distintas a la occidental).
Tenemos que tomar conciencia de la aventura loca que nos arrastra hacia la desintegración, y debemos buscar controlar el proceso a fin de provocar una mutación vitalmente necesaria.
Estamos en un combate formidable entre la solidaridad y la barbarie. Estamos en una historia inestable e incierta donde nada se ha jugado todavía.
Salvar al planeta amenazado por nuestro desarrollo económico. Regular y controlar el desarrollo técnico. Asegurar un desarrollo humano. Civilizar la Tierra. He aquí la prolongación y transformación de la ambición socialista original. He aquí las perspectivas grandiosas apropiadas para movilizar las energías.
De nuevo y en términos dramáticos se plantea la pregunta: ¿qué podemos esperar? Los grandes procesos conducen a la regresión o a la destrucción. Pero éstas no son sino probables. La esperanza está en lo improbable, como siempre en los momentos dramáticos de la historia donde todos los grandes eventos positivos han sido improbables antes de su advenimiento: la victoria de Atenas sobre los Persas entre el 490 y 480 antes de nuestra era de donde nace la democracia, la supervivencia de Francia bajo Carlos VII, la caída del imperio hitleriano en 1941, la caída del imperio estaliniano en 1989.
La esperanza se funda sobre posibilidades humanas aún no explotadas y se instala en lo improbable. Ya no se trata de la esperanza apocalíptica de la lucha final. Es la esperanza valiente de la lucha inicial: ella necesita restaurar una concepción, una visión del mundo, un saber articulado, una ética. Ella debe animar no solamente un proyecto, sino una resistencia preliminar contra las fuerzas gigantescas de la barbarie que se desencadenan. Aquellos que tomarán el relevo en el desafío vendrán de diversos horizontes, poco importa bajo cuál etiqueta se reunirán. Pero serán los portadores contemporáneos de las grandes aspiraciones históricas que durante un tiempo nutrió el socialismo. Ellos serán quienes recuperen la esperanza.

1 comentario:

Debates sobre el socialismo dijo...

30 de Mayo, 2007 - 12:01
Amigo Edgar:
Tu artículo parece elaborado a propósito de la intensa discusión que hoy se libra en muchas partes de América Latina sobre el “socialismo”. A pesar de los quince años transcurridos conserva un pulso de actualidad sorprendente. Rescato con especial énfasis la necesidad de un ajuste de cuentas con las tradiciones teóricas que le han servido de base. Tu te ocupas directamente de las opiniones de Marx a lo que habría que agregar toda esa escatología intelectual que fue la deriva stalinista del marxismo soviético.
De igual manera, luce muy claro que el discurso del socialismo quedó atrapado en el magma epistemológico de la Modernidad y por tanto muere con la defunción de toda esta constelación iluminista.
Me parece muy evidente de igual modo que el hundimiento del socialismo burocrático arrastró consigo un duro golpe a la esperanza emancipatoria que de algún modo estaba asociada a la idea del “socialismo” en todo el siglo XX.
Poder recuperar hoy–como bien lo dices–una sensibilidad crítica que alimente una nueva esperanza para este mundo absurdo en que vivimos pasa, entre otros, por hacerse cargo de Los inmensos desafíos teóricos que la complejidad de Ese mundo nos está planteando. Ello significa aquí y ahora deslastrar el debate sobre el “socialismo” de esta pesada carga del marxismo manualesco que privó en todas partes durante tanto tiempo y poder comprender en profundidad qué fue lo que en verdad ocurrió con el desastre del socialismo burocrático.
En fin, tu texto es un valioso testimonio de un militante de la libertad que se ha atrevido siempre a desafiar los dogmas de la vieja izquierda y a decirlo en voz alta para que se oiga.
Un fuerte abrazo:
Rigoberto Lanz
rlanz@mct.gob.ve