sábado, 23 de junio de 2007

El imaginario jacobino contra la revolución del poder instituyente


Javier Biardeau R.

Para Marx era claro, siguiendo a Flora Tristan, que la emancipación de los trabajadores era producto de los trabajadores mismos. Era la acción instituyente, revolucionaria, de las clases subalternas la que podría configurar nuevas formas de cooperación social, de ejercicio del poder político y de liberación cultural. Así mismo, en Marx, la “República Democrática” fue concebida como la forma política mas adecuada para alcanzar una revolución de las mayorías. Marx y Engels cuestionaron el elitismo revolucionario, el jacobinismo y el blanquismo, y confiaron en la autoorganización y automovimiento de las clases explotadas para luchar contra el orden despótico y la función de mando del capital.

El elitismo revolucionario durante el Régimen del Terror en la Francia de Robespierre, ha permitido cuestionar la premisa de que se puede hacer libre a alguien por coacción, engaño, manipulación o intimidación. El elitismo, sea de derecha o de izquierda, es una posición reaccionaria. La tesis de la “minoría selecta” que conduce a las “masas” hacia un mejor destino es contraria al pensamiento socialista. Son las masas constituidas en poder constituyente las que pueden establecer el autogobierno popular, hacia la democracia absoluta.

Bush ha sido ejemplar en llevar la destrucción en nombre de la libertad, así como la tesis del destino manifiesto del imperialismo norteamericano. El leninismo y el estalinismo-burocrático fueron ejemplares del elitismo revolucionario, del vanguardismo, de la desconfianza en la iniciativa de las masas cuando su orientación chocaba con la “verdad reveladas” que portaban los “líderes esclarecidos”. Ya sabemos hoy, el contraste radical entre la visión de Marx y Engels contra el socialismo de estado y el elitismo revolucionario, y la visión leninista-estalinista que condujo a defraudar el curso de la revolución socialista en la Unión Soviética desde 1921.

Ante cualquier síntoma de reiteración de los viejos errores del elitismo revolucionario, hay que intervenir en el debate sobre la transición al socialismo. Sin poder popular organizado, sin democracia socialista de consejos, sin movimientos sociales contra-hegemónicos, sin organización popular alrededor de un programa político de transición, el curso de la revolución será secuestrado por una “nueva clase política y económica”. No es en contra de la democracia que se puede instituir el socialismo, y peor aún si es en contra de la democracia participativa, deliberativa y protagónica, una democracia con iniciativa, voz y decisión de las mayorías populares. Los cinco motores tienen que pasar por un debate en el seno del pueblo. No pueden ser decisiones consultadas “desde arriba” sin participación, sin construcción deliberativa en diferentes espacios, de los que opinan las mayorías populares. Existen premisas extremadamente centralistas y verticales en la conducción del proceso revolucionario. Esta revolución desde arriba, hemos planteado, tiene dos expresiones diferenciadas:

1. La dirección del Presidente Chávez como líder con una alta conexión popular y apoyo social a un arco muy variable de sus directivas.

2. Una capa burocrática (con contradicciones internas entre grupos de poder e influencia) que controla el aparato de estado, y que políticamente representa de manera muy ambivalente, tres orientaciones:

a. Los intereses de una.ueva burguesía de estado, parasitaria o para-estatal.

b. Actuaciones de acuerdo a los parámetros re-distributivos/clientelares del populismo histórico.

c. Plantea una transición hacia un nuevo socialismo, con sus incertidumbres y debilidades conceptuales.


Esta conjunción genera la figura de un cesarismo progresivo, y en segundo nivel, un complejo de grupos políticos y económicos que luchan por el control de espacios de influencia y manejo de recursos, con una conducción cruzada por contradicciones, pero que conforma una dirección política con pretensiones de coagularse en nueva clase gobernante. Este es un síntoma evidente de “elitismo revolucionario”.

Hemos afirmado sin ambigüedades que el imperialismo norteamericano viene calibrando que entre las grandes debilidades del proceso de transformación está la alta dependencia de la revolución del protagonismo y conducción estratégica del Comandante Chávez. El momento del líder popular, fundamental en la construcción inicial de una voluntad nacional-revolucionaria, requiere de un segundo momento de auto-organización constituyente del poder popular, que estructure mediaciones y delegaciones revocables de una verdadera democracia participativa, deliberativa y protagónica. Se trata de un segundo momento de afirmación de la ruptura entre poderes constituidos y poder constituyente, de subordinación fáctica de los poderes instituidos a los poderes instituyentes. Esto implica profundizar la democracia protagónica, participativa y revolucionaria, pasando a una fase contra-hegemónica de la democracia:

“¿Se quiere que existan siempre gobernados y gobernantes, o por el contrario, se desean crear las condiciones bajo las cuales desaparezca la necesidad de la existencia de esta división?, o sea, ¿Se parte de la premisa de la perpetua división del género humano o se cree que tal vez tal división es solo un hecho histórico, que responde a determinadas condiciones?”.(Gramsci. Notas sobre Maquiavelo)

Este segundo movimiento implica una democratización del Estado y de la sociedad, una transformación radical de las estructuras de poder estatales y no estatales, consolidando el poder popular organizado como fuerza constituyente. La actuación de una gran personalidad histórica; en nuestro caso, el cesarismo progresivo-revolucionario de Chávez, por más influencia moral y control político que tenga, es insuficiente para el cambio de estructuras económicas, políticas, jurídicas, militares, si no cuenta con el protagonismo de vectores de acción colectiva, con fuerzas políticas y sociales organizadas y unificadas alrededor de un proceso de construcción y ejecución de un proyecto estratégico de transformación, con tareas claras y concretas.

Este cambio de estructuras pasa por la profundización de la democracia participativa, protagónica, deliberativa en una nueva esfera pública, no por movimientos erráticos que tienden a anularla. Se trata de transferir el poder de conducción de los cinco motores hacia el poder popular organizado, de allí que sea el quinto motor y el debate sobre el PSUV los eslabones claves para articular los otros cuatro motores. Sin poder popular organizado, es decir, sin fuerzas sociales articuladas a una democracia de consejos, y sin una mediación partidista que rompa con los formatos del leninismo y del centralismo burocrático, transformándose en una herramienta de dirección política revolucionaria de las mutitudes, la ruta del socialismo puede recaer en una cibernética simple del control elitario de la revolución: una revolución desde arriba, desde una minoría selecta. Las leyes habilitantes deben tener contenido de multitudes, no de elaboraciones de gabinete, la reforma constitucional debe ser un hecho instituyente, abierto a los aportes de los movimientos sociales contra-hegemónicos y a la esfera pública democrática.

Moral y luces debe ser un esfuerzo de movilización de capacidades para dar un salto humanístico, científico y tecnológico a través de una “reforma intelectual y moral” de signo nacional-popular. La nueva geometría del poder debe responder a las demandas de de lo que se denominó inicialmente “descentralización desconcentrada” del poder; esto es, a un proyecto nacional que pueda conjugar la fuerza unitaria de la soberanía nacional, con una desconcentración poli-céntrica de poder territorial. Esto último implica romper con paradigmas de planificación centralizada, incorporando los ejes democráticos, estratégicos y desconcentrados en las actividades rutinarias de la planificación. Todo el poder popular organizado planifica, en pocas palabras. No solo las unidades superiores del gobierno.

De allí la importancia que adquiere el debate sobre la transición al socialismo. Se pretende realizar esta transición sin tomar en consideración las iniciativas de los movimientos sociales, sin catalizar los prerrequisitos del poder popular organizado, o se pretende acelerar este proceso por una vía cesarista-plesbicitaria, centrada en la popularidad del Presidente Chávez. Hasta ahora, el proyecto estratégico, sus contenidos, dirección e implementación se reservan a pequeños grupos de decisión que conforman la dirección revolucionaria real del proceso, que se inclinan a defender sus cuotas de poder e influencia, a coagularse en “nueva clase gobernante”.

Sin embargo, la actuación de una gran personalidad histórica, por más influencia moral y control político que tenga, es insuficiente para el cambio de estructuras económicas, políticas, jurídicas, militares, si no cuenta con el protagonismo de vectores de acción colectiva, con fuerzas políticas y sociales organizadas y unificadas alrededor de un proceso de construcción y ejecución de un proyecto estratégico de transformación, con tareas claras y concretas. El debate sobre la transición al socialismo es un eje transversal de los cinco motores y las siete líneas estratégicas, y el carácter democrático de la transformación socialista está a la orden del día.

La construcción de un poder popular organizado debe ser obra del pueblo mismo, junto con la construcción de ideas, valores, representaciones sobre un programa de transición al socialismo. ¿Qué desea el pueblo por socialismo, que demanda el pueblo por socialismo, que sueña el pueblo por socialismo es algo más que satisfacer necesidades estipuladas por una planificación centralizada convencional? Los pueblos no son simples masas o cifras estadísticas controladas verticalmente por élites que puedan cambiar el rumbo de los acontecimientos políticos. Los pueblos son las diversas manifestaciones de la auto-organización de los sectores populares, con su diversidad cultural inherente, con sus especificidades, con sus necesidades si, pero con sus aspiraciones y demandas. Los pueblos sienten, comprenden, reflexionan, elaboran interpretaciones y juicios sobre los cambios de estructuras que llamamos revoluciones, los pueblos desean ser protagonistas de estas revoluciones, no desean simplemente que los manden, quieren gobernar su propio destino, no que les gobiernen el destino. Allí se abre las compuertas a la democracia contra-hegemónica

El elitista revolucionario parte de la premisa de que los gobernantes revolucionarios sabrían mejor que el pueblo “mentalmente manipulado” lo que es bueno para él. Esto es un terrible error. Se pueden sacar dos ideas en claro de cualquier gobierno que tome esta línea argumentativa:

1) Que el pueblo es entendido como masas que no piensan por sí mismas a priori desde el momento en el que abran los periódicos o prendan el televisor.

2) Que tanto la propaganda privada como la gubernamental influirán sobre dichas masas en igual medida, con lo cual la política se convierte en una lucha por “saber manipular mejor”.

Lo primero anula cualquier posibilidad de descubrir en el pueblo el conocimiento de sus propios intereses y lo segundo, cualquier seguridad acerca de la representatividad de los políticos democráticamente electos.

En las actuales circunstancias, es conveniente revisar la actualidad de las premisas del poder constituyente y de la democracia contra-hegemónica: la auto-valorización de lo humano (el derecho común de ciudadanía para todos en toda la esferas civiles, políticas, económicas, sociales y culturales); como cooperación (el derecho a comunicarse, construir lenguajes y controlar redes de comunicación); y como poder político, es decir, como constitución de una sociedad en la cual la base del poder esté definida por la expresión de las necesidades y aspiraciones de todos. Como ha dicho Negri, esta es la organización del trabajador social y del trabajo inmaterial, una organización de poder político y productivo como unidad biopolítica manejada por la multitud, organizada por la multitud, dirigida por la multitud-la democracia absoluta en acción.

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