martes, 3 de abril de 2007

La ingenuidad del "Socialismo Científico" (Prólogo)

Rigoberto Lanz

La valoración de una obra como esta no puede prescindir de su ubicación histórica. Por el contexto se entiende lo que de otro modo resultaría enteramente injustificado. De cara a la coyuntura política e intelectual de Europa de finales del Siglo XIX es posible comprender el interés por ciertos temas, la prevalencia de conceptos y visiones, el peso específico de autores y corrientes de pensamiento. Fuera de ese ámbito todo se vuelve nubarroso. La manera como F. Engels polemiza con sus rivales, el modo como enfatiza sus argumentos y el curso que van tomando las ideas en aquel momento son síntomas demasiado apegados a la coyuntura centro-europea de aquellos días. Ese no es un rasgo distintivo de este tipo de autor sino una condición bastante generalizada de los modos de producción de conocimiento, y sobre manera, de las modalidades de recepción de enfoques socio-políticos altamente conectados con los conflictos y antagonismos de la sociedad.

F. Engels, más como “traductor” y divulgador de la obra de Marx que cualquier otra cosa, vio con mucha claridad el chance de impactar la escena política desde la plataforma intelectual del marxismo. Dato nada despreciable si tomamos en cuenta la naturaleza profundamente praxística de la visión teórica de Marx y el interés concomitante por el espacio público, es decir, por la política. Estamos en presencia de un pensamiento hondamente imbuido de la necesidad de vinculación con la realidad. El binomio teoría y práctica será por largo tiempo la palanca maestra para combatir al “idealismo”, para demarcar las controversias entre los revolucionarios, para sustentar las tesis del “Materialismo Dialéctico”, para justificar las orientaciones políticas de cada tendencia.

La agenda de problemas era casi ilimitada en esa coyuntura. Un intelectual como F. Engels no podía darse el lujo de omitir una opinión en terrenos tan disímiles como los que cupiesen en los grandes paraguas enciclopedistas. Sobre manera, si de esos temas en debate podía derivarse alguna incidencia de orden político. Esa es la fuente que explica el interés de F. Engels por darle un asidero “científico” a las ideas del socialismo que circulaban por aquel entonces. Tanto la idea de lo “utópico” como la noción de lo “científico” corresponden en este constructo epistemológico a una positivización de la teoría crítica que estaba en embriones. Veremos que esta temprana deriva epistemológica será llevada hasta sus últimas consecuencias por el stalinismo en el siglo XX.

¿En qué consiste lo “utópico” del “socialismo utópico”? [1] En la mentalidad reinante la idea de utopía está fuertemente cargada de los perfiles de “idealismo”, fragilidad, especulación, ensoñación, lejanía. Justamente el socialismo criticado por F. Engels está representado por las fantasías de un imaginario muy lejano donde el ideal de una nueva sociedad no encuentra ningún asidero. Lo “utópico” es así fácilmente descalificado como un ideal sin fundamentos. ¿Cuál es la debilidad básica de esta visión?

Lo que no puede verse en una perspectiva positivista del conocimiento es la enorme fuerza subversiva que puede encarnar una construcción anticipatoria del mundo. La dimensión utópica puede jugar un rol emancipatorio en la medida en que cuestiona lo existente a partir de un imaginario que no puede ser contenido en el status quo reinante en un momento dado. Pensar utópicamente puede significar una irrupción de las lógicas instaladas y por ello mismo suscitar rupturas profundas con los moldes establecidos de lo bello, de lo bueno, de lo verdadero. F. Engels forma parte de los entusiasmos Modernos por el “progreso” fundado en las “leyes positivas” de la naturaleza (no hay que olvidar una pieza de leyenda en este terreno como su libro Dialéctica de la Naturaleza, verdadero canto positivista con el que se justificó el modelo eco-depredador que nos trae hasta los horrores de estos días en materia medioambiental)

El desdén por la dimensión utópica del pensamiento no es un “defecto” de las elaboraciones engelsianas sino una condición del clima intelectual de la época, una suerte de sentido común fuertemente incrustado en la atmósfera ilustrada que tanto deslumbró a la élite marxista más connotada (Marx incluido) Suponer que la racionalidad científica estaba “por encima” del talante utópico del espíritu es típico de la arrogancia racionalista del iluminismo. Este componente acompañará a buena parte de las vanguardias intelectuales de la izquierda mundial y no será sino bien entrado el Siglo XX cuando encontraremos las verdaderas impugnaciones epistemológicas al modelo cognitivo de la Modernidad, a su ética y a su estética. Una ecología política radicalmente anti-Moderna no verá la luz sino en la última mitad del Siglo XX; para ello han debido ocurrir dos fenómenos paralelos: la crisis profunda del discurso de la Modernidad y la irrupción de una sensibilidad posmoderna que inaugura otra manera de pensar. Una brutal saturación de la intersubjetividad del “sujeto” Moderno y la explosión de nuevas socialidades que inauguran formas de vida cualitativamente distintas.

Por el lado de la hegemonía del paradigma científico que inaugura la Ilustración hay que decir con toda claridad que el pensamiento de F. Emgels es enteramente funcional a la lógica epistémica dominante. La guerra a muerte al pensamiento burgués y la diatriba contra el “idealismo” en nombre de una ideología “proletaria” dibuja el mapa auto-referencial que evitará toda discusión sobre la naturaleza misma de la episteme Moderna. El radicalismo político de esta élite es credencial suficiente para legitimar de entrada los trasfondos epistémicos que se dan por sabidos. El rabioso anticapitalismo de F. Engels contrasta con su candidez epistemológica para asumir el discurso científico. La pelea feroz contra los “idealistas” de la época oculta de algún modo la inocencia con la que es tratada la problemática de fondo de los modos de producción del conocimiento. El positivismo implícito en esta posición es un ingrediente del clima intelectual de la Modernidad. Eso se entiende. Resulta menos comprensible el sospechoso silencio de esta inteligencia radical sobre la lógica misma de la civilización burguesa que se instaura. La furia de la “lucha de clases” en el terreno político ocultó sistemáticamente el substrato de la racionalidad epistémica que funda la civilización del capital.

Una visión escatológicamente anti-utópica es al mismo tiempo una postura apologética del paradigma científico que impone la Modernidad triunfante en el Siglo XVIII. Este libro de F. Engels en una muestra emblemática de esta doble deriva del marxismo originario. Derivas éstas que se agravaron en la medida en que la experiencia histórica de los socialismos reales fue cogiendo cuerpo como aparatos de poder. Buena parte de la historia del marxismo del siglo XX, así como el trayecto de las experiencias del socialismo burocrático en todos lados, están teñidas de este substrato intelectual de origen. F. Engels es un ícono de este pecado original que marcará el rumbo del discurso oficial de la izquierda (la que se desempeñó en el poder en los países del Este y la que sobrevivió los avatares de la lucha por el poder en el resto del mundo)

¿Qué nos enseña hoy un libro como este? ¿Qué aportaría F. Engels al debate sobre el socialismo en Venezuela?

La primera lección es la comprensión del sentido de este debate a finales del siglo XIX. Ese contexto es altamente explicativo de la pertinencia de conceptos, métodos, agendas, interlocutores e incidencia política del debate. Las discusiones no se hacen en el aire. Los destinatarios de estas discusiones traducen una clara intencionalidad política que condiciona fuertemente el lugar desde donde se mira la realidad. Esa no es una “debilidad” del análisis sino una condición histórica que habla del compromiso ético de autores que son al mismo tiempo luchadores revolucionarios a tiempo completo.

Por otro lado la experiencia engelsiana ilustra bien la dificultad mayor (palpable en estos días) de demarcarse en serio de los presupuestos epistemológicos que están en el punto de partida. De esta dificultad nace la permanente ambivalencia de un pensamiento que proclama vehementemente el fin del capitalismo sin poder de verdad hacerse cargo del substrato cultural más caro de la civilización burguesa: su Razón. Esta inconsistencia pasó de la anécdota accidental a constituirse en una constante estructural de todo el pensamiento crítico hasta nuestros días (sea que tengamos como referencia el mundo político, el universo ético, la vida estética o la experiencia afectiva)

Por su lado, el pensamiento libertario que se abre paso en medio de la bruma ha comenzado por revalorizar la dimensión utópica de la existencia, a tensar los códigos establecidos hasta que estallen, a cuestionar el “realismo” de la militancia ciega justamente por su carencia de una entonación poética que conecta la idea de revolución con un auténtico trastocamiento del sentido dominante. La utopización del pensamiento supone su radicalización de cara a la prudencia de lo “políticamente correcto”. No se trata del clásico ejercicio abstracto de un intelecto fugado de la realidad. Una utopía emancipatoria es otra cosa. Camina por los senderos de la imaginación creadora, de la mano de una subversiva voluntad de transfiguración de lo existente. La lucha pura y dura contra las lacras del poder (explotación, hegemonía y coerción) no garantiza automáticamente un contenido revolucionario de prácticas y discursos. Una sensibilidad humanista y justiciera puede ser suficiente para que legiones de habitantes del planeta acompañen por un tiempo las luchas socio-políticas contra las atrocidades del capitalismo salvaje. No digo que esto sea desdeñable políticamente. Lo que estoy sosteniendo es que eso no puede ser confundido con revolución. Cosa bien distinta es admitir que en la larga marcha por conquistar espacios de libertad, es decir, en el complejo proceso de deconstrucción de los tejidos dominantes, es menester transitar por los estadios de las reformas parciales, de las alianzas circunstanciales, de las marchas y contra-marchas. La progresividad de los procesos de transformación de la sociedad no es un criterio de planificación decidido por burócratas. Hablamos allí de imperativos impuestos por la dialéctica de la brutal realidad, condicionamientos objetivos que no dependen de la voluntad de los actores políticos.

Enarbolar hoy como bandera supuestamente “revolucionaria” la consigna del “socialismo científico” sería un anacronismo insoportable. No solo porque la idea misma del “socialismo” ha quedado enteramente desdibujada por la tragedia del stalinismo y la crisis profunda del marxismo de manual, sino porque el concepto de “ciencia” ha sido severamente deconstruido para develar sus trampas y sus secretas conexiones con las tramas del poder. Tanto “socialismo” como “científico” son denominaciones altamente discutibles que no pueden ser asumidas ingenuamente como categorías universales.

El único modo de hacer avanzar esta discusión desde el punto en donde la dejó F. Engels por allá en 1880 es hacerse cargo de su recorrido histórico, tanto en el terreno de las experiencias socio-políticas que conoció la humanidad en este trayecto, como en el campo de las elaboraciones teóricas en el seno de la izquierda mundial. Desde ambos lados tenemos hoy abundantes insumos como para no sucumbir a la perplejidad. Pensar la cuestión del socialismo hoy supone inexorablemente realizar ese doble ajuste de cuentas: con la experiencia del “socialismo real” y sus miserias; con la ideología stalinista que impuso a sangre y fuego una concepción estúpida del marxismo a escala mundial. Saldadas esas cuentas es posible recuperar críticamente grandes aportaciones hechas por los clásicos para pensar la revolución, y sobre todo, para intentar hacerla como encarnación en la gente.

En Venezuela y América Latina se reaviva el debate sobre el socialismo. Desde luego, no por una súbita inspiración de la vieja izquierda sino por la irrupción de un torrente transformador que brota del poder popular emergente. En este nuevo clima cambian sustancialmente las referencias, los ritmos y modulaciones del proceso político, las características propias de los nuevos actores, los rasgos singulares de la gestión política, el horizonte valórico de la sociedad que queremos. La calidad de las nuevas relaciones sociales que emergen dependen muy preponderantemente de la calidad de los actores y su intersubjetividad, de la calidad de las organizaciones que remplacen al viejo Estado, de la calidad de un pensamiento que sea capaz de comprender el presente y pueda por ello anticipar los cursos de acción para la incesante expansión de los espacios de libertad.

La lectura de este texto de F. Engels enseña cómo la voluntad intelectual puede engancharse con las exigencias de una coyuntura histórica, la suya. Debería enseñarnos, sobre todo, a encontrar nuestros propios modos de asumir el compromiso de pensar y vivir una verdadera revolución.



[1] Si me tocara escribir hoy un libro como este lo titularía DEL SOCIALISMO CIENTÍFICO AL SOCIALISMO UTÓPICO.

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