Rigoberto Lanz
El Estado es lo más parecido a la sociedad
y por ello mismo lo más difícil de cambiar.
En el Estado se condensan todas las creencias, rémoras y atavismos que circulan entre la gente. Lo mejor de la sociedad suele estar en los intersticios, escondido por allí en los márgenes. Más allá de la retórica jurídica que ensalza abstractamente las virtudes cívicas y los caramelos del bien, la sucia realidad se encarga de mostrar de infinitas maneras los rostros patéticos del poder, la brutalidad de la lógica burocrática y la incesante reproducción de lo mismo. El Estado capitalista específicamente es un paradigma de lo que vengo de señalar. Lo es mucho más nítidamente por estos parajes del subdesarrollo donde todas las enfermedades del espíritu se juntaron para producir estos remedos de “países” en los que se repartió tempranamente el suelo americano conquistado.
Esa maraña de prácticas, aparatos y discursos que es el Estado no es “naturalmente” transformable. Quiere ello decir que todo cuanto se intente para cambiarlo ha de llevar la impronta de lo extraordinario. Sólo una voluntad bien direccionada puede generar fisuras que a la larga traducirían cambios significativos. Como el Estado se ha incrustado en la mentalidad de la gente es obvio que su modificación profunda pasa por una suerte de revolución cultural. Cambiar la mentalidad estatal llevará entonces largos períodos de lucha en los que no será todavía visible qué es lo que está cambiando, cómo están ocurriendo esos cambios, cuáles son las nuevas realidades que esos cambios están generando. La enormidad de esta tarea histórica disuade a muchos camaradas bien intencionados. La lejanía de un resultado final termina operando como desaliento para emprender las pequeñas transformaciones que vayan horadando la lógica implacable de un aparato que se reproduce por inercia.
En la Venezuela de estos días vivimos a intensidad variable las implicaciones de este proceso. Hay amplios contingentes de compatriotas operando en el seno de ese Estado que no están ni enterados del asunto. Existe otra enorme porción de funcionarios que trabajan en el sentido contrario de cualquier transformación (sea por mentalidad o por defensa de intereses precisos) Conseguimos también a importantes sectores que militan activamente en la onda del desmontaje de los aparatos del Estado como condición del avance de cualquier proceso revolucionario.La demolición del Estado es una metáfora que asusta al conservadurismo que está agazapado en las filas de la revolución. Por ello no debe sorprendernos la pasmosa lentitud con la que se asumen las propuestas puntuales de reforma, la pasividad con la que se manejan los grandes enunciados de cambio o la inutilidad simple y llana de las modestas iniciativas que se observan dispersamente aquí y allá. Todo ello nos está indicando que no existe en verdad una poderosa voluntad de transformación del Estado masivamente compartida por todos los operadores políticos con responsabilidades de gobierno. Nos indica también que esa voluntad política—cuando existe—tiene que hacerse acompañar por una concepción teórica alternativa del espacio público y por una visión radicalmente diferente de los procesos organizacionales. Lo peor que puede pasar es que no contemos, ni con la férrea voluntad política para generar transformaciones, ni con la visión alternativa de lo político y lo organizacional para generar la “nueva institucionalidad” de la que tanto se habla.
En la coyuntura que se inicia en Venezuela se han disparado un conjunto de catalizadores políticos que van a dinamizar el adormecido músculo de la revolución para generar cambios sustantivos en el seno del Estado. El conservadurismo se acomoda rápido a los nuevos vientos y se ejercitarán las gimnasias de rigor para que todo siga impecablemente igual. De allí la importancia estratégica de mantener viva la conciencia del momento político de hoy y su chance de abrir una brecha irreversible entre la vieja sociedad y los embriones de una socialidad que nace, entre el viejo Estado que se niega a ser demolido y las nacientes experiencias del poder popular que emergen, entre un pensamiento anacrónico que vive en sus estertores y el alumbramiento de otro modo de pensar.
Hemos sostenido que la Misión Ciencia es una plataforma ideal para contribuir a la generalización de esos cambios en el seno del Estado. No puede ser esta política pública la única concernida en este propósito pero le tocaría la excepcional oportunidad de marcar un rumbo que repercuta en todo el paisaje institucional del viejo Estado. Están dadas las mejores condiciones para que el año 2007 sea el escenario donde se pongan a prueba importantes experiencias de cambios organizacionales de envergadura. Ello no vendrá espontáneamente por el puro desarrollo de las tareas de Misión Ciencia. Es preciso encarar de una manera muy enérgica este componente vital para el propio destino de las transformaciones en curso. No habrá revolución alguna al abrigo del viejo Estado heredado. Esa sencilla constatación debería ser más que suficiente para dotar a todas las políticas públicas de este requisito de base: generar transformaciones tangibles en todos los espacios organizacionales. Se trata de inventar nuevas maneras de hacer las cosas allí donde se ha desmantelado una maraña burocrática.
1 comentario:
Está claro que la Universidad, debido a su propia naturaleza y misión, no puede estar de espaldas a los problemas que vive la sociedad a la cual pertenece, especialmente cuando ésta vive momentos delicados, confusos o críticos. Es ahí cuando la Universidad debe ser luz en la oscuridad, cuando la creación y difusión de los conocimientos pertinentes se vuelve más apremiante. Por ello, en esos momentos, todo debate y contrastación de visiones y propuestas, en el seno académico, se torna indispensable.
Ahora bien, esos debates, para que sean más fructíferos, deben partir de “principios incuestionables y claros” y, luego, seguir una argumentación lógica inobjetable. Es aquí donde se complican las cosas, pues todos estamos de acuerdo, por ej., en que “hay que hacer el bien y evitar el mal”; el problema surge cuando definimos lo que entendemos por “bien” y por “mal”. En esta línea de pensamiento, siguen mis reflexiones.
El filósofo francés Henri Lefebvre, que militó durante algún tiempo en el partido comunista y luego lo abandonó, expresa lo siguiente: “Para la discusión viva hay algo de verdad en toda idea. Nada es entera e indiscutiblemente verdadero; nada es absolutamente absurdo y falso. Al confrontar las tesis, el pensamiento busca espontáneamente una unidad superior. Cada tesis es falsa por lo que afirma en forma absoluta, pero verdadera por lo que afirma relativamente”.
Una sana y eficiente política económica requiere evitar los extremos: un capitalismo extremadamente liberal e individualista, igual que un socialismo radical y populista. El justo medio de acercamiento entre esos dos extremos lo determina el tipo de idiosincrasia específicamente propia de cada pueblo, al cual se va a aplicar. Y esto requiere gran sabiduría de parte de sus gobernantes. Una buena, adecuada y abundante producción de los bienes y servicios necesarios para un país, exige libertad, iniciativa, esfuerzo por mejorar la excelencia, beneficios superiores para quienes más trabajan y se esfuerzan, y, sobre todo, respeto y promoción de la dignidad humana; todo esto requiere aceptar muchas cosas buenas de la orientación y libertad del mercado. Por otro lado, esa misma dignidad del ser humano exige plena igualdad de oportunidades, eliminación de las exclusiones y promoción de los más pobres, desvalidos e incapacitados; y, así, una orientación social justa y apropiada puede determinar una política más pertinente.
Todo esto requiere, a su vez, dejar de lado las políticas simplistas y radicales (que son las únicas que entienden las mentes recortadas), las opciones de un capitalismo extremo, explotador de los seres humanos, o de un socialismo totalitario, hegemónico, anestesiante y supresor de iniciativas. Pero ese punto de equilibrio y armonía no es nada fácil de lograr. Sin embargo, tenemos ejemplos de ello en los esfuerzos que han hecho y están haciendo varios países americanos, europeos y, también, asiáticos. No se trata de imitar y, menos aún, de copiar pedestremente sus recetas, agendas o manuales (que es lo primero que se le ocurre a algunos); sino de realizar, con nuestros hombres y mujeres más competentes, expertos y preparados en las diferentes áreas, el mismo esfuerzo que hicieron ellos con los suyos, para lograr esos puntos de equilibrio. En efecto, ese equilibrio, tan difícil de adaptar a la idiosincrasia de cada país, entre el “tira y afloja”, “acelera y frena”, “facilita opciones y regula formas”, lo van logrando los buenos estadistas poco a poco, con mucho esfuerzo, experiencia y sabiduría.
Este esfuerzo siempre empieza por un análisis exhaustivo de las experiencias históricas respectivas. Se ha repetido frecuentemente que “los que desconocen la historia están irremisiblemente condenados a repetirla”. Solamente los ignorantes creen ciegamente en la expresión: “nadie lo logró, pero yo sí lo haré”. Ciertamente, lo podrá lograr, pero no será caminando sobre las mismas huellas de los fracasados. ¿Qué explicación tiene la conducta de quien camina así? Dos explicaciones fundamentales han tratado de aclarar este proceder: una, muy comprensiva, achacándolo todo a una gran dosis de ignorancia e ingenuidad, válida especialmente cuando los puestos clave en la toma de decisiones están ocupados por personas incompetentes, pero leales a una ideología impuesta; y, la otra, mucho más seria y grave, ligándolo con el liderazgo de personajes con escasa salud mental que, en la historia, han sacrificado centenares de miles de seres inocentes y, a veces, millones, en aras de su psico- y sociopatía y narcisismo delirantes.
La historia nos enseña que, frecuentemente, se esconde esta última condición bajo el ropaje de unas supuestas “elecciones” y un “mandato” del pueblo “soberano”. Pero, si observamos bien las cosas, veremos que al frente de los “Consejos Electorales” respectivos, ponen a unos “árbitros” que son todo menos neutrales, imparciales, responsables y honestos, es decir, que no son tales; por lo cual, cualquier persona, con los ojos cerrados, podrá adivinar quién va a “ganar el juego”; y que esas supuestas “elecciones” son, simple y llanamente, unas “pseudoelecciones”, las cuales, por supuesto, no legitiman a nadie, ya que convierten una “demo-cracia” en una “auto-cracia”, y el carácter “participativo” y “protagónico”, supuestamente intentado, se convierte, simplemente, en términos huecos privados de sentido .
Otro punto que es más que grave. La complejidad de la vida actual en todas sus dimensiones: personal, familiar, empresarial y social, hace que aun los esfuerzos mancomunados con experiencias multidisciplinarias e interdisciplinarias, a veces, se queden cortos en la solución de los arduos problemas que la vida nos plantea. Esto hace ver la necesidad de un diálogo cada vez más amplio, en perspectivas, ideologías y enfoques, para poder cubrir las múltiples facetas ocultas de la realidad. Por esto, nos parece torpe, por decir lo menos, toda propuesta que abogue por una “ideología sociopolítica única” para gobernar y solucionar todo tipo de problemas. La historia nos enseña que donde se hizo esto, años después, con un cambio de perspectiva sociopolítica, esa ideología pasó a ser, de la “única legal” a la “única prohibida”; pero, como puntualiza el sabio dicho, “nadie escarmienta en cabeza ajena”. El problema nace cuando esa falta de escarmiento la tienen que pagar otros.
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