Celso Medina
De manera que esas voces que loan al capitalismo, asociándolo a democracia, libertad y a otras jerizongas ilustradas, actúan como mero sofistas cuando arman sus argumentos laudatorios. No se puede presentar el actual panorama mundial como el muestrario de sus éxitos; contrariamente: fenómenos como la depredación acelerada de la naturaleza, la reinsurgencia de enfermedades medievales, la hambruna, el SIDA, las guerras religiosas, alimentadas por Occidente, etc. son constataciones evidente de que el capitalismo ha sido un sistema nefasto para la humanidad.
¿Qué hacer ante tan estruendosos fracasos? ¿Insistir en los viejos dogmas de izquierda y de derecha? ¿Situarnos en un espacio ecléctico, donde los valores de cambio y uso se anulen, dando paso a una economía productiva con alto sentido social?
El capitalismo como sistema ha dado muestra fehaciente de inhumanidad. En ese sentido comparto plenamente la afirmación de Francois Houtar de que " el proyecto nuevo debe empezar por una deslegitimación clara y radical del capitalismo, en su lógica misma y en sus aspectos concretos en cada sociedad" (2007). Esa deslegitimación debería comenzar por deconstruir el andamiaje racional que lo sustenta. La prédica de Marx de que el capitalismo lleva dentro de sí su propia destrucción, no ha resultado del todo cierta. No es hacia su propia destrucción hacia donde apunta el Capitalismo sino hacia la destrucción misma de la humanidad. De allí el imperativo urgente (valga la hipérbole) de repensar las ideas que en otros tiempos enfrentaron al capitalismo.
Ese repensar es más urgente para la América Latina, a la que la división social internacional del trabajo le otorgó el papel de periferia, y de productora de materias primas que han venido alimentando los grandes capitales occidentales, desdibujando sus culturas y creándole relaciones de dependencia. Nuestros pueblos latinoamericanos no tienen chance alguno de erigir economías que resuelvan los problemas más puntuales que hoy confrontan. En ellos urge un radical cambio de timón.
Ese viraje puede ir a caballo del ideario del Socialismo. Y hay quienes piensan, entre ellos, el presidente de Venezuela, Hugo Chávez Frías, que su denominación cabal es Socialismo del Siglo 21. Una denominación lo suficientemente general, pero cuya lasitud puede derivar en un menestrón ideológico indigerible, que puede prestarse para que los políticos logreros hagan de la suya.
Houtar sostiene que el Socialismo más que un concepto es un proyecto. Afirmación que se propone una cura contra el dogmatismo. Podemos, entonces, inclinarnos por un Socialismo Idiosincrásico, tal como lo pensó Juan Carlos Mariátegui en el Perú de principios de los años 30 del siglo pasado. Un socialismo, en su caso, de campesinos e indígenas, con un proletariado muy tímido, que hiciera una hermenéutica efectiva del marxismo. En el caso de Venezuela, esa idiosincrasia permite conjugar el ideario de bolívar, la acción libertaria de Ezequiel Zamora y la espiritualidad de Simón Rodríguez con el diagnóstico y los constructos que elaboró Marx. Ese ideal socialista venezolano se postula en el marco de una comunidad latinoamericana, cuyas fuerzas interculturales deben procurar una dialéctica solidaria.
Creo que Venezuela vive una coyuntura política compleja, que muchos denominan la transición hacia el Socialismo. Ese proceso habría que curarlo contra el peligro de reproducir el cortoplacismo de la Tercera Internacional (KOMINTERN), que sólo sirvió para reponer el sistema capitalista, profundizando sus lacras más perversas; verbigracia: véase lo que es hoy la antigua Unión Soviética, un país tomado por los otroras burócratas convertidos en los magnates capitalistas explotadores del pueblo ruso. Su icono más patético es el ex director de la vieja KGB, Vladimir Putin, presidente de Rusia.
¿Cuál es la sociedad que aspiramos los que convergemos en el Socialismo del Siglo 21? Somos de los que no creen en la utopía. Ese fue el señuelo moderno para que nos interesáramos permanentemente en el futuro, descuidando nuestros presentes. La utopía se asocia a la perfección; y el hombre es hombre porque es imperfecto. Como lo afirma José Luis Pardo, el hombre es un ser que puede caer, lo que lo sostiene no es el equilibrio sino el desequilibrio. Es esa posibilidad de caer lo nos une. Vivimos para no caer. Me inclino, entonces, con Foucault, por las Heteropías; es decir, por la asociación de soñantes que construyen su futuro en el presente. Saberse propenso a la caída, nos hace pensar no con el cerebro sino con el hombro, para ponérselo al otro para que no caiga. Así, pues, la sociedad a la que aspiramos es aquella donde los espacios se comparten, no como entregas sino como diálogos.
Esas Heterotopías podrían alimentarse de un ideario ecologista. Y en eso deberíamos dejar los pruritos modernistas, y sumergirnos en las enseñanzas de nuestros indígenas. Nuestros hermanos incas nos legaron su pachamama, la madre tierra, a la que no le debemos sólo veneración sino empatía. Rescatemos en ella el valor auténticamente revolucionario, aquel que nos conceptualizara Marx: el valor de uso. Para tal propósito habría que sobrepasar la racionalidad instrumental, y situarnos en la visión cosmológica, que prevee que somos de la misma sangre que circula por la naturaleza en toda su plenitud.
Para potenciar ese ideario sería necesario enfrentar radicalmente el mecanismo por excelencia deshumanizador del capitalismo: el valor cambiario, aquel que concibe la tala de un bosque, la destrucción de un río como una simple abstracción que derivará en mercancía. Recordemos a Marx:
Al prescindir de su valor de uso, prescindimos también de los elementos materiales y de las formas que los convierten en tal valor de uso. Dejarán de ser una mesa, una casa, una madeja de hilo o un objeto útil cualquiera. Todas sus propiedades materiales se habrán evaporado. (1998).
Esa desmaterialización del mundo ha construido una perversa metafísica, en la que la naturaleza ha tomado el vacuo cuerpo de la abstracción. Ese proceso ha sacrificado la felicidad de la humanidad, polarizándola en ricos y pobres. La producción está al servicio de una sofisticación, que ostenta brillo, y que esconde profundas desigualdades.
Irrumpir contra la cultura cambiaria implica cambiar los nombres a las cosas. Habrá que dejar de hablar de clientes, para hablar de ciudadanos. Habrá que revisar la palabra privado, y quitarle su fuerza predadora. No confundir lo privado con lo íntimo, ese espacio donde el hombre se ensimisma, para rememorar las experiencias que ha experimentado con los otros. Que lo privado no prive a nadie, que más bien propicie el intercambio dialogal.
Habrá también que repensar en el Estado y borrarle su acepción anuladora. Que sea el motor de lo público, y que no cosifique al ser, convirtiéndolo en simple ficha de los ideologismos. Que la democracia sea fin y medio a la vez. Que el protagonismo sea una concreción, no teatro proselitista. Una democracia no es la suma de todos, ni la síntesis de todos, sino la red del diálogo, que no procura el consenso estéril sino la sangre de la diversidad.
Y sobre todo, el Socialismo tiene que ser ético. Lo que implica que su más caro anhelo debería ser crear hombres libres y responsables. La libertad en su dimensión absoluta es una perversidad, porque si alguien tiene una libertad ilimitada, en algún momento se apropiará de la libertad de los otros. La ética es esencialmente la acción que dota al ser humano de capacidad para actuar sin coerción. Que el hombre pueda elegir debería ser la meta de una sociedad socialista. Socializar las decisiones. Para eso es necesario un profundo proceso educativo, que conciba al hombre no como una máquina aprendiente, sino como un ser que se forma. Por ello el estado socialista debería desescolarizar la escuela, dotarla de un clima ecologizante, que permee su formación por todos los poros físicos y espirituales del ser humano.
Esa ética socialista tendría que privilegiar la política; o mejor dicho rescatarla, para convertir a todos los hombres en seres capaces de tomar decisiones. Así su protagonismo moldeará una auténtica democracia.
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